Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Capítulo 38

– No sé por qué estoy tan afectada -dijo Jocasta. Estaba en el piso de Nick, en Hampstead, llorando. Él la rodeaba con los brazos, y le acariciaba cariñosamente los cabellos-. No es que fuéramos íntimas, ni nada. Supongo que es por Kate, vino con Kate, en cierto modo. Dios mío, Nick, es tan triste.

– Es triste -dijo él-, muy triste. No lo puedo creer, es increíble.

– Al menos Ed llegó a tiempo. Algo es algo. Estaba destrozado, Nick, no te lo puedes ni imaginar. Dijo que se quedaría con su madre esta noche, en Binsmow, y nos veríamos mañana. Dijo… -tragó saliva y sorbió por la nariz-, dijo que creía que le gustaría que fuéramos al funeral. Dijo que habíamos hecho mucho por ella. Ojalá.

– Lo intentamos -dijo Nick-. Hemos hecho lo que hemos podido. Creo que Janet se estará sintiendo fatal.

– Espero que sí -dijo Jocasta.

– Es horrible -dijo Helen-, estoy atónita. No llegué a conocerla, pero evidentemente… No sé, ahora formaba parte de nosotros. Es una sensación muy extraña. Kate está de un humor muy raro.

– Es normal -dijo Jocasta-, pobrecilla.

– Me siento fatal -dijo Kate-. Fatal, fatal. Mi madre, toda la vida buscándola y, cuando la encuentro, no hago más que decirle cosas horribles. ¡Dios mío, Nat, soy una estúpida!

– No, no lo eres -dijo-. ¿Cómo ibas a saberlo? Y no le debes nada, no lo olvides. No es como si fuera tu madre de verdad.

– ¡Nat! -dijo Kate-. Era mi madre de verdad. Ésa es la cuestión, no seas idiota.

– No, no lo era. No te cuidó, ¿no?, no te ha educado, ¿no? Para mí tu madre está abajo, ella es tu madre de verdad. Piensa cómo te sentirías si fuera ella.

– ¡Oh, no! -gritó Kate-. Preferiría morirme yo.

– ¿Lo ves?

– Ya, pero ella…, Martha, debió de morirse pensando que la odiaba. Eso tampoco está bien.

– No, pero…

– Es que… por fin la había encontrado, por fin podía conocerla, y ahora la he perdido para siempre. No es justo. Nat, ¡no es justo!

Nat se fue poco después. Kate estaba llorando otra vez y él empezaba a pensar que se estaba hartando. Pero antes de marcharse, fue a ver a Helen, que estaba en la cocina, pelando patatas sin mucho ánimo, y le dijo lo que acababa de decir Kate, que de haber sido Helen la que hubiera muerto, habría preferido morirse ella. Pensó que le gustaría oírlo, pero se equivocaba. Helen se echó a llorar. El padre de Nat le había dicho a menudo que las mujeres eran un completo misterio y que era una pérdida de tiempo y energía intentar entenderlas. Nat decidió que estaba de acuerdo con él.

– Oh, es tan triste -dijo Clio.

Tenía los ojos rojos de tanto llorar. Como Jocasta, no era capaz de entender por qué estaba tan afectada. Fergus le dijo que era porque era muy buena persona, pero ella sabía que era más que eso. En pocas semanas Martha había vuelto a entrar en sus vidas, con la misma insistencia que si hubieran celebrado los encuentros anuales que habían prometido hacía tantos años. No dejaba de pensar en Martha como la había visto por última vez en la playa de Tailandia, morena, sonriendo, con el pelo aclarado por el sol, sin tensiones ni inhibiciones, sino feliz y espontánea, y pensó en el terrible final de esa felicidad, los largos días de calor en la sucia ciudad, esperando y esperando con terror a que naciera su hijo, y entonces lo que debió de ser la pesadilla del parto, sola, sin nada ni nadie que la ayudara a sobrellevar el dolor. Después pensó en cómo se había labrado una nueva vida, una vida perfecta de éxito, todo el tiempo soportando su terrible secreto, y pensó que Martha era, sin lugar a dudas, no sólo la persona más valiente que había conocido, sino la más valiente que conocería.

Beatrice había llamado a Jocasta para saber novedades de Martha. Esperaba oír que había mejorado, o al menos que seguía igual. Fue a decírselo a Josh, y él también se deprimió mucho. Era el impacto, se dijeron, mientras bebían más gin tonics de lo habitual antes de cenar esa noche. Ninguno de los dos la conocía mucho, dijeron; de hecho, Beatrice ni siquiera la había conocido, pero era la mera idea de que aquella chica encantadora y brillante, con tanto porvenir y tanta vida por delante, ya no vivía, que su luz se había apagado, y todo por un momento de distracción.

Estuvieron de acuerdo en que no había razón para que fueran al funeral, pero que mandarían flores.

Jack Kirkland llamó a Janet Frean.

– Se trata de Martha. Malas noticias. Ha muerto.

Hubo un interminable silencio hasta que Janet exclamó:

– ¡Muerto! -La palabra se le escapó como un grito.

– Sí, lo siento.

– Pero yo creía… Jack, ¿estás seguro?

– Estoy seguro. Nick Marshall acaba de llamarme.

– ¡Nick Marshall! ¿Qué tiene que ver él?

El tono de Janet fue áspero.

– Él y Jocasta eran novios, ya lo sabes. Y cuando eran jóvenes, ellas viajaron juntas. En fin, ha muerto. Hoy a mediodía. Janet, ¿estás bien?

La línea se interrumpió de golpe. Desconcertado, Jack colgó y esperó que ella volviera a llamar. Luego telefoneó a Eliot Griers y a Chad Lawrence.

Media hora después, la llamó otra vez. Bob Frean cogió el teléfono.

– Ah, hola, Bob. Estaba hablando con Janet hace media hora y se ha cortado. ¿Puede ponerse?

– Me temo que no. -La voz de Bob era rara-. Está echada. No se encuentra muy bien.

– Oh, lo siento. Trabaja demasiado. Ya me ha parecido que no estaba bien cuando le he dicho lo de Martha. Le tenía mucho afecto.

– Mucho.

– Llamaba por el funeral. Evidentemente deberíamos ir todos. Es en la iglesia de su padre, en Suffolk. Él mismo piensa oficiar el servicio, pobre hombre. El lunes. Chad y Eliot y muchos más piensan ir. Sé que Janet querrá ir.

– Sí, claro. Se lo diré. A mí también me gustaría, si te parece bien. Martha me caía muy bien.

– Por supuesto que sí. Dale recuerdos a Janet.

Bob fue al dormitorio que él y Janet compartían de vez en cuando. La mayoría de los días, él dormía en otra habitación, en el piso de arriba. Janet estaba en la cama, mirando al techo, con la cara pálida, y muy quieta. Parecía que estuviera muerta ella también.

– Era Kirkland.

Ella no dijo nada.

– Quería hablar del funeral. Del funeral de Martha.

Más silencio.

– Es el lunes. Jack dice que irán todos y por supuesto espera que tú vayas. He dicho que iríamos los dos.

– No puedo ir -dijo ella, con la voz tan inexpresiva como su cara.

– Janet -dijo Bob-, irás.

Martha no era muy diferente de Janet en muchos sentidos, pensó. Tenía la misma capacidad para el autocontrol. Rayaba también en el fanatismo para obtener el éxito en la vida. Pero era mucho mejor persona. Janet no era buena persona.

No tenía una idea clara de lo que Janet iba a decirle a Nicholas Marshall o al Sun sobre Martha, pero sabía que tramaba algo, por el simple sistema de leer sus correos electrónicos, y desde hacía poco, su BlackBerry. Hacía tiempo que lo hacía de vez en cuando. Así Bob se enteró de muchas cosas aburridas, comisiones especiales en las que le pedían que participara, leyes municipales por las que le pedían que luchara, reformas de la seguridad social, la reforma de los lores, las regulaciones europeas, departamentos importantes; y algunas más interesantes. Como la última, referente a Martha. Le asombraba que ella no pensara nunca que podía leerlos. Tal vez sí lo había pensado, pero le despreciaba tanto que nunca pensó que pudiera hacer nada con lo que averiguara.

– ¿Cómo lo has sabido? -le preguntó ella por la mañana, echada en la cama, con la cara pálida y los ojos hundidos.

– Oh, Janet -dijo él en tono cortés-, realmente me tomas por imbécil. Leyendo tus mensajes, está claro.

107
{"b":"115155","o":1}