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Martha no estaba muy bien, dijo la enfermera jefa a Peter y a Grace. Su tensión arterial no paraba de bajar, y había avisado al médico. Sí, si querían pasar un momento a verla…

– Dios mío -susurró Grace.

Ed había llegado al hospital. Aparcó con brusquedad en el único espacio que pudo ver, que decía claramente que estaba reservado al personal médico, y entró corriendo en el hospital.

– He venido a ver a una paciente -dijo a la recepcionista-. Martha Hartley.

– Hartley, Hartley… Déjeme ver…

Un hombre con aspecto de mandar se puso detrás de él.

– ¿Es ése su coche? ¿El Golf viejo?

Puso el énfasis en la palabra viejo.

– Sí -dijo Ed, sin mirarle.

La mujer tecleaba sin parar en su ordenador.

– Tendré que pedirle que lo retire. Ese espacio está reservado para un médico.

– Sí, bueno, ahora no está, ¿no?

– Está en la segunda planta, ala B. Pero no le dejarán verla -dijo la recepcionista.

– ¡Tengo que verla!

– Me temo que no podrá.

– ¿Puedo subir?

– No vale la pena.

– Insisto en que retiré su coche. Si el doctor… -dijo el hombre.

La puerta de recepción se abrió de golpe.

– ¿Quién ha aparcado en mi espacio, Evans?

– Lo siento, doctor Thompson. Este caballero…

– Mire, tengo prisa. Tengo un paciente grave en cirugía y no puedo perder el tiempo con coches. Que lo retiren, ¿entendido? Tome mis llaves.

– Sí, doctor Thompson. Enseguida. -Se volvió hacia Ed y le puso una mano en el hombro-. Por favor, ¿quiere retirar su coche? Inmediatamente. Como ha podido comprobar, está obstaculizando el trabajo de los médicos.

– ¡A la mierda los coches! -exclamó Ed. Le tiró las llaves-. Retírelo usted mismo. Lo siento -añadió al ver la cara del hombre-, pero mi novia está muy enferma y tengo que verla.

– No podrá -repitió la mujer.

Pero Ed ya se había ido.

– ¿Puede ponerme con la redacción? Sí. Soy Janet Frean. Están esperando mi llamada. Se trata de Martha Hartley, la chica del accidente de coche. Sí, espero.

El ala F estaba muy silenciosa. Incluso los hospitales parecían adaptarse al ambiente dominical. Ed corrió por el pasillo, intentando encontrar a alguien, pero no vio a nadie.

Vio una puerta con las letras UCI. Intentó abrirla, pero estaba cerrada. Había un panel de números en la puerta. Malditas cerraduras de combinación. Mierda. Golpeó la puerta.

Apareció una cara irritada.

– Creo que mi novia está dentro. Martha Hartley.

– Aunque lo esté, no puede verla. Esto es la UCI. No hay visitas.

– Oh, Dios. ¡Por favor, por favor!

– Lo siento, no. Espere fuera, por favor, y le atenderán enseguida.

– Pero… Oh, señor Hartley. ¿Cómo está? Quiero decir, ¿cómo está Martha? Quiero decir…

La cara de Peter Hartley estaba desfigurada por la pena.

– No está muy bien, Ed -dijo. No demostró ninguna sorpresa al verle-. ¿No podría dejarle pasar, enfermera? ¿Sólo un momento? Ya no tiene mucha importancia…

Bob Frean estaba en el umbral del estudio de Janet. Tenía una expresión muy fría y determinada.

– Janet…

Ella se acercó un dedo a los labios, y tapó el receptor con la mano.

– Perdona, estoy hablando con el Sun. No tardaré…

Bob se acercó y colgó el teléfono.

– ¡Bob! ¿Qué haces? ¿Me has colgado?

– Bien -dijo él-, es lo que pretendía. Antes de que vuelvas a llamar, sólo tengo que decirte una cosa, Janet. Si dices al Sun algo desagradable sobre Martha Hartley, yo les diré muchas cosas desagradables sobre ti. Empezando por tu peculiar relación con Michael Fitzroy. -Le sonrió educadamente. Después se volvió y salió.

Janet se quedó mirando el teléfono y escuchando sus pasos por el pasillo.

Martha estaba en la cama, con los ojos cerrados. Parecía estar en paz, con la cara algo hinchada y amoratada. Le salían tubos de todas las partes del cuerpo, tenía sondas a ambos lados de la cama: una le administraba sangre y las demás, fármacos de toda clase. Un panel de pantallas a la derecha parpadeaba mensajes incomprensibles: el único consuelo que encontró Ed fue que ninguno de ellos era la temible línea recta, la que ven tan a menudo los adictos a series de hospital, señalando el final de una historia.

Pero aquello no era una serie ni una historia. Y la persona en la cama no era una actriz, sino Martha, su Martha, a quien amaba más de lo que habría podido imaginar. Y a la que parecía que estaba a punto de perder.

Miró a los Hartley, presa del pánico. Grace estaba muy calmada, sentada junto a la cama, con los ojos fijos en la cara de Martha. Peter le cogía una mano.

Ed rodeó la cama, y muy despacio le cogió la otra mano. Tenía unas manos muy pequeñas; de hecho, era pequeña, pensó Ed. Era como si se diera cuenta de eso por primera vez. La mano estaba bastante caliente. Eso tenía que significar algo bueno.

– ¿Puedo… puedo hablar con ella? -preguntó, bajito, recordando por la muerte de su padre que el oído era el último sentido que desaparecía.

– Sí, por supuesto -dijo Grace.

Ahora le miraba a él, cómo se inclinaba y espontáneamente decía con mucha ternura:

– Martha, soy yo. Ed. Estoy aquí. Estoy contigo.

Si eso fuera Urgencias, pensó Grace, ahora Martha parpadearía, movería la cabeza, le apretaría la mano. Pero no lo era, era la vida real, donde esas cosas no suceden. La vida real no es como Urgencias; la vida real es mucho más dura, mucho más cruel.

Y Peter pensaba: si se recupera ahora será un milagro. Pero en ese momento, por desesperado que estuviera, no creía en milagros.

Ed seguía hablando, en el mismo tono afectuoso.

– Martha, lo siento mucho. Lo que te dije anoche. Lo siento.

Era la vida real. Sin milagros.

– No me importa lo de Kate. No me importa. Te quiero, Martha. Te quiero mucho. Te quiero de verdad.

Y entonces sucedió, contra todo pronóstico, y Grace y Peter fueron testigos, fascinados, de que los ojos de Martha parpadeaban y que volvía la cabeza, aunque muy ligeramente. Apenas un suspiro, pero suficiente para verlo, en dirección a Ed, y una sombra de sonrisa le cruzó la cara, y dos grandes lágrimas, las lágrimas de Ed, cayeron sobre la mano que, casi de forma imperceptible, había apretado la suya.

Era sólo un pequeño milagro, pero en cierto modo era suficiente.

Luego, la vida real volvió a imponerse y la línea en la pantalla se volvió recta y la historia de Martha fue borrada poco a poco del guión. Pero Ed, que había obrado y experimentado el milagro, todo a la vez, se sintió, al despedirse de ella, un poquito consolado.

Después pensó, sentado fuera de la habitación, atontado por el impacto, mientras los padres de Martha se despedían de ella, que de hecho era el segundo milagro del día.

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