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– ¡Oh, Dios mío! -dijo Carla.

Se sentó a la mesa de Jocasta y empezó a leer unos papeles, de manera febril, no una vez, sino dos o tres veces. Después los recogió, se los llevó a su despacho y cerró la puerta para volver a leerlos. Era exactamente lo que estaba buscando. Aunque no era un artículo sobre la charla en los servicios del Dorchester. Era una página impresa de los archivos del Sketch, y otra del Mail, sobre un bebé abandonado en el aeropuerto de Heathrow. El 15 de agosto, hacía dieciséis años. Al que las enfermeras pusieron el nombre de Bianca. Y cuya madre no se había localizado nunca.

SEGUNDA PARTE

Capítulo 23

Fue un poco como cuando mataron al presidente Kennedy, dijeron los mayores implicados. Y como cuando murió la princesa Diana, dijeron los jóvenes. Sabías exactamente qué estabas haciendo cuando te enteraste: o cuando lo leíste. Y sabías que nunca olvidarías el momento mientras vivieras.

– Oh, no, oh, no, por favor, no -susurró Helen al leer el artículo, palideciendo bajo el bronceado.

Jim, sin poder hablar de la rabia contenida, paseaba arriba y abajo de la cocina, parándose de vez en cuando para pegar un puñetazo a la puerta. Y Jilly, la más responsable de aquel horror, estaba sentada en el comedor, demasiado apabullada para pensar, enfrentada al peor de los escenarios que había imaginado desde la llamada de Carla, veinticuatro horas antes.

Cuando Gideon encontró a Jocasta, estaba sentada en la hierba, junto al lago, inmóvil y atontada, apretando el periódico contra el cuerpo, maldiciendo a Carla con una ira que la sorprendió incluso a sí misma.

A Clio, que tenía guardia en la consulta ese sábado por la mañana, le mostró el artículo la recepcionista, excitada por la continuación de la historia de una de sus pacientes.

– Habla de la señora Bradford y menciona su tienda -dijo emocionadísima.

Clio lo leyó y releyó, esperando con todas sus fuerzas que no tuviera nada que ver con Jocasta. Y pensó en cómo se sentiría la madre de Kate, la de verdad, cuando lo viera, porque sin duda lo vería.

Nat Tucker lo leyó sentado en la cocina de su madre, ignorando las exhortaciones de su padre para que se levantara de una vez y fuera al taller, y se preguntó si debía llamar a Kate o ir a verla, y se preguntó como no se había dado cuenta de que era una preciosidad, y disfrutó al mismo tiempo de la clara descripción que hacía de él y de su coche. Con una sensibilidad que habría asombrado a sus compañeros, y a toda su familia, pensó que no debía de ser muy agradable que publicaran en un periódico que te habían abandonado en un armario de la limpieza.

Carla, que había visto las pruebas la noche anterior y se había sentido extremadamente satisfecha consigo misma, tenía ciertos problemas para afrontar la realidad. Sin duda se había limitado a hacer su trabajo; sin duda, Jilly, angustiada e incluso asustada, había confirmado (Carla había conectado la función de «grabar» del teléfono mientras hablaba con ella, como le habían recomendado los abogados) que sí, era correcto que la pequeña Bianca abandonada era Kate, y sin duda nada había cambiado y Kate seguía teniendo un futuro deslumbrante como modelo. Sin embargo, de algún modo, al verla en el periódico, con toda su joven vulnerabilidad, y su triste historia descrita en letras de cuerpo catorce, para que los casi dos millones de lectores del Sketch se distrajeran durante el desayuno, Carla ya no se sentía tan satisfecha consigo misma.

Martha vio el artículo anunciado en la primera página del Sketch, a primera hora, mientras estaba fuera corriendo: «El bebé abandonado: ahora podría ser la cara de moda. Bianca Kate posa por primera vez para el Sketch». Leyó el artículo, dejó el periódico, doblado pulcramente, lo tiró en una papelera, volvió corriendo a su piso, se duchó, se vistió con uno de sus trajes de política y fue a Binsmow. Llegó a la vicaría a la hora prometida, a las once y media, pasó una breve consultoría legal y se encontró con Geraldine Curtis a la una y media en la escuela Summer Fayre. Aquella noche ella y sus padres asistieron a un concierto de beneficencia en Binsmow Town Hall, donde ella compró cinco tacos de billetes para la rifa y ganó una botella de burbujas de aspecto mugriento para el baño. Se fue de Binsmow por la mañana a primera hora después de tomar la comunión y desayunar con su madre, que estaba fascinada con la historia de Bianca Kate, el bebé abandonado, que había salido también en el Sunday Times y el Mail on Sunday. Estuvo de acuerdo con ella en que abandonar a un bebé era una cosa horrible y que no podía imaginarse que nadie pudiera hacer algo así, y después se fue a su piso de Londres, donde pasó el día trabajando y haciendo gestiones personales. Por la tarde acudió al gimnasio, fue a una clase de spinning y nadó treinta largos en la piscina.

Ed Forrest, que le había dejado cuatro mensajes en el teléfono fijo, varios más en el móvil y un par de mensajes de texto, pidiéndole que le llamara para hablar, entre otras cosas, de un viaje a Venecia que había organizado, se sintió primero dolido, después molesto y finalmente muy preocupado, en vista de que ella no le contestaba.

Y Kate, cuyo día dorado y deslumbrante se había convertido en oscuro y feo, estaba en su dormitorio, con la puerta cerrada, llorando con desconsuelo en silencio, sintiéndose más desgraciada y avergonzada de lo que habría creído posible.

Clio decidió que debía llamar a Jilly Bradford. Le salió un contestador, dejó un mensaje diciendo que lo sentía mucho y después hizo pasar al siguiente paciente. Qué desastre. Pobrecilla Kate. Pobre criatura.

Una vez en casa, decidió llamar a Jocasta. Le salió el contestador. Clio dejó su número, le pidió que la llamara, y estaba pensando si cocinaría algo o se haría un bocadillo cuando llamó Jocasta.

– Hola, Clio. Soy Jocasta. ¿Cómo estás?

– Bien. Acabo de ver el artículo sobre Kate y…

– No tuve nada que ver, Clio. Te lo juro. Bueno, sólo de una forma muy indirecta. Además he dejado el Sketch.

– ¿Lo has dejado? ¿Por qué?

– Es una historia muy larga. Mira, ahora estoy en Irlanda, a punto de volver a Londres. Intentaré ir a ver a Kate, porque me siento responsable, en cierto modo.

– Jocasta, estás hablando en clave.

– Lo sé y lo siento. ¿Quieres que quedemos esta noche? Podría ir a tu casa, si quieres. Estaría bien poder hablar de esto con alguien que conoce a Kate. ¿Te importa?

– Claro que no. No seas tonta. Pásate.

– ¿Es la señora Tarrant?

– ¿Sí?

Era una voz amable, con un ligero acento del norte.

– Señora Tarrant, usted no me conoce, pero creo que podría ser la madre de Kate. Dejé a una niña en el aeropuerto hace diecisiete años…

Helen creyó que iba a vomitar.

– Dieciséis años -dijo secamente.

– ¿Qué? Oh, perdone. Creí que ponía diecisiete.

Helen colgó el teléfono y se echó a llorar. Sintiendo que estaba a punto de ahogarse, llamó a Carla Giannini.

Carla había llamado a primera hora, encantada y segura de sí misma. ¿No eran preciosas las fotos? ¿No estaba Kate magnífica? Seguro que estaban muy orgullosos de ella. Helen se había quedado tan asombrada que había murmurado algo totalmente idiota.

– ¿Le gustaría a Kate hablar conmigo?

– No -dijo Helen-, no, estoy segura de que no.

– Bueno, quizá más tarde. Dígale que ya he recibido varias ofertas.

– ¿Qué clase de ofertas?

– De agencias de modelos. Aunque ustedes tienen la última palabra.

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