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– Me alegro de saber que la tenemos en algo -dijo Helen gélida. Empezaba a recuperar la seguridad.

Carla no hizo caso del comentario.

– Una cosa, señora Tarrant. Es posible que reciba llamadas. De mujeres que afirmarán ser la madre de Kate. Nosotros ya hemos recibido un par. Le recomiendo que nos deje gestionar esas llamadas, que nos las derive. Es…

– No quiero que gestione nada para nosotros -dijo Helen, y ella misma sintió el odio en su tono de voz-. Ya ha hecho bastante daño; por favor, déjenos en paz.

Y colgó el teléfono con sumo cuidado.

Muy a su pesar, tras dos llamadas de mujeres, se dio cuenta de que no podrían afrontarlo solos.

Carla fue rápida y directa.

– Derívenoslas todas.

– Supongamos que alguna de ellas es la de verdad. -Las palabras le dolieron al pronunciarlas-. ¿Cómo lo sabrían?

– Le pediríamos alguna prueba.

– ¿Qué clase de prueba? -le preguntó Helen, desesperada.

– Veamos, ¿hay algo que ustedes sepan, sobre la forma en que Kate fue abandonada, que no saliera en el periódico? Como la hora o lo que llevaba encima.

– Me temo que no -dijo Helen con amargura-. Todos los malditos detalles se han publicado.

– Piénselo, y si se le ocurre algo, llámeme.

Por el momento a Helen no se le había ocurrido nada.

Salió y entró en el comedor sin llamar. Miró a Jilly con frialdad y disgusto.

– Creo que te acompañaré a casa. Jim y yo preferiríamos estar a solas con las chicas.

– Por supuesto -dijo Jilly humildemente-. No hace falta que me acompañes. Llamaré a un taxi. ¿Ha telefoneado alguien preguntando por mí?

– He dejado de contestar al teléfono, porque había demasiadas llamadas. Jim ha salido a comprar un contestador.

– Dios mío, qué horror. ¿De quién eran?

– Más periodistas. Otros periódicos. Si queremos añadir algún comentario, si pueden entrevistar a Kate, esas cosas.

No le dijo nada de las mujeres, de las supuestas madres. No era capaz.

– Helen, tengo que decirte otra vez que lo siento mucho. Pero yo no le dije nada a esa mujer, ella ya tenía la información.

– Mamá, por enésima vez, si no le hubieras permitido a Kate hacerse esas asquerosas fotos, nada de esto hubiera pasado.

Media hora más tarde, cuando Jilly ya se había ido, llamaron a la puerta. Helen fue a abrir. Era Nat Tucker. El Sax Bomb estaba frente a la verja, con el motor en marcha y la música a todo volumen.

– Oh -dijo Helen-. Hola, Nat.

– Buenos días -dijo él-. ¿Está Kate en casa?

– Sí, sí está -dijo Helen-, pero no se encuentra muy bien.

– Ah, bueno, pues dígale que he venido. Y que he visto sus fotos en el periódico.

– Bien. Sí, claro.

– Son preciosas -dijo el chico-. Está guapísima. Ya nos veremos.

Y se fue, sacando un paquete de tabaco del bolsillo de unos pantalones exageradamente largos. Helen y Juliet, que había oído su voz, se quedaron mirándole.

– Qué encanto -dijo Juliet-, qué encanto, de verdad. Se lo diré a Kate. Es la única persona en todo el mundo, creo, que puede hacer que Kate se sienta mejor ahora mismo.

– No digas tonterías -dijo Helen.

– ¡Es verdad! Lo ha hecho sólo para que él se fije en ella. Le encantará saber que ha venido. ¿No entiendes que la mitad de lo que la hace sentir tan desgraciada es pensar que todos sabrán lo que le ocurrió, que su madre la dejó tirada, como dice ella, y que para ella es como una humillación pública? Si a Nat Tucker le importa un rábano, se sentirá mucho mejor.

– Juliet, Nat Tucker no es la clase de chico con el que quiero que Kate se relacione -dijo Helen.

– Eres igual que la abuela -dijo Juliet en un tono de profundo desprecio-. O peor. Al menos, a ella le parece guapo. De todos modos, voy a decírselo a Kate, te guste o no.

Kate se preguntaba si algún día podría volver a salir de su habitación: enfrentarse a un mundo que sabía lo que le había sucedido, que en ese momento debía despreciarla o sentir lástima por ella o incluso reírse de ella, cuando Juliet llamó a la puerta con la noticia de que Nat había pasado para verla, y había dicho que estaba guapísima. Era como…, bueno, no sabía cómo era. Como si le dieran un regalo. No, mejor aún. Como si la fresa del dentista se detuviera. Abrió la puerta y dejó entrar a Juliet, y se sentó en la cama, mirándola como si fuera la primera vez que la veía.

– ¿De verdad? ¿Ha venido?

– Sí, claro. Es tan encantador, Kate. En serio. Está claro que le gustas un montón. ¿Por qué no le llamas?

– Sí. Sí, a lo mejor. Más tarde. Cuando me encuentre mejor. No puedo creerlo. De verdad, es increíble.

– Pues ha venido. -Juliet la miró fijamente-. Pero no le digas que venga ahora. Estás espantosa, con los ojos medio cerrados. Y tienes la cara hinchada y roja.

– Sí, vale, vale -dijo Kate irritable-. Caramba, Jools, no me lo creo. Ha venido a casa. Aquí. Es una pasada. Dime otra vez qué ha dicho exactamente. Exactamente…

– Ha sido horrible -dijo Jocasta a Clio más tarde, tomando una copa de vino. Había llegado a la puerta de Clio pálida y muy angustiada-. Ninguno de ellos me ha creído. Kate no ha querido verme. Sólo ha dicho que creía que podía confiar en mí. Que creía que éramos amigas. Gritándome a través de la puerta. Oh, Dios mío, Clio, que desastre es terrible. ¿Qué he hecho?

– Nada, creo yo -dijo Clio.

– Bueno, sí hice algo -dijo Jocasta, encendiendo un cigarrillo-. Busqué a Kate en el archivo. Estaba…, en fin, estaba intrigada. Su abuela me dijo que la habían abandonado, y Kate me había dicho cuándo era su cumpleaños. Lo imprimí. Salió en todos los periódicos en aquella época. Lo del bebé que encontraron.

– ¿Y entonces qué?

– Entonces un día la misma Kate me lo contó todo. Es evidente que tiene dificultades para asumirlo, pero creía que si yo lo escribía su madre podría verlo y encontrarla. Yo no pensaba hacer nada sin permiso de sus padres, pero dejé las páginas impresas en un cajón de mi mesa. Entonces no pensaba marcharme. No pensaba que esa foca de Carla iba a hurgar en mi escritorio. Esto me pone enferma, Clio. ¿Qué voy a hacer?

– No lo sé -dijo Clio-, pero estoy segura de que Kate se calmará. He hablado con su abuela. Estaba muy deprimida… Resulta que fue ella la que dio permiso para la sesión de fotos, mientras los padres estaban fuera. Por lo visto, esa tal Carla la llamó para confirmar la historia. En fin, dijo que todo había sido culpa suya. Dijo que Kate estaba enfadada con ella, que le había dicho que la odiaba. Me parece que no toda la culpa es tuya -añadió, llenando la copa de Jocasta.

Sonó el móvil de Jocasta.

– Diga -dijo-. Ah, hola, Gideon. Cuánto me alegro de oír tu voz. No, no va bien, no. Es horrible. Oye, te llamaré más tarde. Estoy con una amiga. Una vieja amiga. -Sonrió a Clio-. Sí, te caería bien. Muy bien. Es muy muy normal. Fuimos de viaje juntas. Con aquella bruja de Martha de quien te hablé. ¿Qué? ¡Oh, Gideon! Ya lo sé, pero… Está bien, quizá me quede en Londres hasta que vuelvas. No creo que pueda aguantar a la señora Mitchell yo sola. Sí, te lo prometo. Yo también te quiero.

– ¿Quién era ése? -preguntó Clio.

– Gideon Keeble. Es irlandés y muy famoso. Tiene docenas de centros comerciales en todo el mundo y quién sabe cuántas cosas más. Por supuesto varias casas. Ha tenido muchas mujeres y tiene una hija adolescente que es una pesadilla, a la que se va a visitar a Barbados, por eso me ha llamado, porque va a comprarle unos ponies para jugar al polo.

– ¿Unos? -exclamó Clio, incrédula.

– Sí. Por lo visto, uno no es suficiente. En fin, es mayor que yo, adicto al trabajo, y no me conviene en absoluto. Pero estoy enamorada de él completamente, como una tonta. He dejado a Nick, he dejado mi trabajo, he dejado toda mi vida. Sólo por estar con Gideon.

– Vaya -dijo Clio-, tiene que ser muy especial.

– Lo es. No sé cómo pude pensar que era feliz antes de ahora. Me siento…, ay, no lo sé. Como si mi vida de verdad acabara de empezar. Es muy raro.

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