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El teléfono se apagó. Jocasta deseaba tirarlo al suelo y pisotearlo. ¿Qué podía hacer? No podía llamar a Jilly al teléfono del hospital y decir: «¿Qué decía de la adopción de Kate…?».

El momento se había perdido. Y era total y absolutamente por culpa suya.

Jeremy llegó sobre las ocho, con la cara tensa de furia que a ella le daba tanto miedo. Clio le sonrió insegura y dijo:

– Hola, Jeremy. ¿Tienes hambre? He preparado un guiso de liebre…

– Por favor, no me vengas con ésas -dijo él.

– ¿Que no te venga con qué?

– Hacer como si todo fuera normal. No hace más que empeorarlo.

– Jeremy, ojalá me permitieras explicártelo. No dije nada del hospital ni de la señora Bradford a Jocasta…

– ¿Jocasta?

– Sí, la periodista.

– Creí que habíais quedado en el pub.

– Es verdad, pero para hablar de los viejos tiempos.

– Porque no podías hacerlo en casa. ¿Tenías que escabullirte sin contarme que era una vieja amiga?

– Pues, sí, porque creí que desconfiarías, que no querrías creerme. Sabía que no me escucharías, que no me dejarías ir. -Empezaba a enfadarse ella también.

– ¡Que no te dejaría ir! ¿Así es como me ves? ¿Como una especie de tirano? Lo considero del todo insultante.

– Pues no pretendía serlo. Sólo intento explicarte lo que ocurrió, por qué hice lo que hice.

– Y entonces estuviste con ella en el pub, con esa periodista amiga tuya, ¿y no hablasteis en absoluto de esa horrible señora Bradford? ¿Esperas que me lo crea?

– ¡Sí! De hecho, le pedí que no escribiera el artículo y que, por favor, no nos mencionara ni a ti ni a mí.

– Y te hizo caso, claro.

– La verdad es que sí. Si lees el artículo verás que no nos menciona a ninguno de los dos. Puedo ir a buscarlo si quieres…

– ¿Esperas que lea esa porquería?

– ¡Oh, cállate! -dijo Clio, sorprendiéndose a sí misma.

Él también se sorprendió claramente. Clio muy pocas veces pasaba a la ofensiva.

– No puedo seguir aguantando que me engañes -dijo, cambiando de táctica-. No hacía falta.

– Mira, si no fueras tan abusón, si no me trataras como a un ser inferior…

– ¡Eso que has dicho es asqueroso!

– Pero es verdad. Me intimidas. No respetas lo que hago, me has hecho dejar un empleo que me encantaba, desprecias todo lo que digo, siempre estás de mal humor…, bueno, no siempre -añadió, deseosa de ser justa, incluso con toda la rabia y la pena que sentía-, pero sí muy a menudo. No me dejas hacer nada sola, me culpas de todo lo que va mal en nuestra vida, hasta la cosa más tonta, como que alguien se siente en nuestra mesa del pub. ¿Te extraña que no te pregunte si puedo invitar a una vieja amiga para charlar? Creo que ya va siendo hora de que hagas un poco de examen de conciencia, Jeremy, en serio.

Él no dijo nada, se volvió y se fue arriba, al dormitorio. Ella le siguió. Él había sacado una maleta y estaba llenándola.

– ¿Qué haces? -preguntó. Ya estaba asustada.

– La maleta. Creo que es evidente.

– ¿Para ir adónde?

– No lo sé seguro. Pero está claro que aquí no hay espacio para mí. No tengo nada con que contribuir a nuestro matrimonio, así que será mejor que me vaya.

– Jeremy, no seas tonto. ¡Por favor! -Notaba el pánico en su propia voz.

– No me parece una tontería. Es evidente que estás mejor sola. Con tu trabajo, que evidentemente es más importante que yo. Ayer me sentí asqueado escuchándote decir cuánto sentían todos que te marcharas, que no te habían sustituido todavía, que iban a echarte tanto de menos. Dios santo, ¿cómo se las van arreglar los enfermos de Guildford sin ti, Clio? Apártate, por favor, quiero coger mis camisas.

– A la mierda tus camisas -dijo Clio con voz calmada-, y a la mierda tú. ¿Cómo te atreves a despreciar mi trabajo así?

– Primero, no me lo consultaste antes de aceptar ese empleo -dijo-. Yo tenía una idea totalmente diferente, no una esposa a tiempo parcial, obsesionada con su carrera. Esperaba que ya tuviéramos hijos ahora, pero eso también se me ha negado. Me pregunto si también me estás engañando con eso. Ya no me creo nada de ti, Clio.

– ¡Hijo de puta! -dijo ella, con las lágrimas pugnando por salir, y una punzada de pena terrible en un lugar muy hondo-. Eres un hijo de puta. ¿Cómo te atreves, cómo te atreves a decir eso? -De repente todo dio un vuelco y se sintió muy fuerte, y le vio, en toda su orgullosa autocompasión, y supo que no podía soportarlo ni un día más, ni una hora más-. No te molestes en hacer las maletas, Jeremy. Me voy yo. No quiero pasar una noche más en esta casa, donde podríamos haber sido felices y donde tú te las has arreglado para que fuéramos desgraciados. Quiero salir de aquí, y de este matrimonio. Es una parodia. Y me asquea.

Y cogiendo sólo el bolso y las llaves del coche, salió de la casa, subió al coche y se alejó de Jeremy y de aquel breve y desastroso matrimonio.

Capítulo 1 4

Cuando sonó el móvil, Martha estaba escuchando su propia voz en una cinta haciendo la presentación, tomando notas para algunas correcciones, al mismo tiempo que repasaba cuidadosamente el contenido de su maletín.

Seguro que era Chad otra vez, sólo podía ser él. Decidió no contestar. Estaba harta de aquellas interminables llamadas.

Había terminado sus notas y estaba sentada en la cama, hojeando las páginas de política del periódico, cuando sonó el teléfono fijo. Qué pesado, pensó, yendo a la sala, lo último que le apetecía era hablar con él.

– Chad -dijo, descolgando de golpe-, por favor…

– Martha, hija, soy mamá. Tu padre y yo queríamos desearte suerte para mañana.

– Gracias, mamá -dijo Martha-, eres muy amable.

– Sé que lo harás bien, cariño. Todo el mundo está emocionado con tu entrada en la política. De todos modos, buena suerte y espero que duermas bien.

– Lo haré. De hecho ya estoy en la cama. Gracias por llamar.

Colgó y se dio cuenta de que la luz de los mensajes parpadeaba. Alguien había llamado antes y no se había enterado. Seguro que era Chad. Pero sería mejor comprobarlo.

«Hola, Martha. Soy Ed. Quería hablar contigo. Probaré en el móvil.»

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó en voz alta, volvió a la cama y marcó el teléfono de Ed, temblando violentamente. Le contestó enseguida.

– Hola.

– Hola, Ed. Soy yo. Perdona. No me he dado cuenta de que habías llamado.

– No te preocupes.

– ¿Eh, qué puedo hacer por ti?

– Sólo… -Hubo un largo silencio, y después-: Sólo quería desearte suerte. Para mañana.

– Ed, ¿quién te lo ha dicho?

– Mi madre. Me ha llamado esta noche, y me ha preguntado si sabía quién sería el nuevo miembro del Parlamento por Binsmow.

Martha se echó a reír.

– ¡Oh, Dios, las madres! -se lamentó.

– Sí, ya ves. Deberías habérmelo dicho.

– ¿Por qué?

– Bueno, por todo lo que te dije. Está claro que fui injusto. Lo siento, Martha. Perdona que te dijera esas cosas. Estuvo fuera de lugar. Ahora me doy cuenta. -Hubo un silencio, y después dijo-: Te he echado mucho de menos. Pensé que me las arreglaría sin ti, pero no he podido.

– Ed -dijo Martha-, estoy obsesionada conmigo misma, soy una loca del control. Pero me esfuerzo por no serlo. Si tú no hubieras dicho lo que dijiste, le habría dicho que no a Chad. De todas maneras, mañana tengo una reunión muy importante. Empiezo muy temprano.

– Sí, claro -dijo él-. Perdona. Sólo quería…

– No importa, ¿por qué no vienes? Podemos hablar de mi presentación. Entre otras cosas.

Bueno, pensó, apagando el móvil, al menos se metería en la cama temprano.

El sábado por la mañana tomó la M 11 con los nervios de punta. Se había despertado a las seis, había dejado a Ed durmiendo como un tronco, había ido al gimnasio y de repente se le había ocurrido que un Mercedes descapotable no era precisamente un vehículo adecuado para presentarse en Binsmow. Deseó haberlo pensado antes. Tendría que dejar el Mercedes en el aparcamiento del Coach and Horses y coger el coche de Chad.

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