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ЛитМир: бестселлеры месяца
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Capítulo 37

– Martha se está retrasando mucho -dijo Grace, apagando la tele y empezando su ritual de antes de acostarse: colocar bien los cojines, hacer bajar al gato y recoger los periódicos-. Espero que no le haya pasado nada.

– Claro que no. Voy a apagar el ordenador, leeré otra vez el sermón y comprobaré si ha llamado.

Volvió sonriendo.

– Probablemente se ha parado por el camino. Dice que está muy cansada y puede que se quede en un hotel y venga para desayunar.

– Me alegro de que sea tan sensata. Sube, cariño, prepararé un té.

Como el accidente se había producido en una curva de la autovía, los demás coches no lo vieron venir y dos más chocaron en cadena hasta que un hombre, que conducía lo bastante despacio y prudentemente para verlo a tiempo, se paró, encendió las luces de peligro y llamó a la policía. Después sacó el extintor del coche y corrió hacia la chatarra que bloqueaba el paso. Estaba muy asustado.

Los vehículos de atrás no estaban demasiado afectados. Tenían los capós aplastados, y uno de ellos las ruedas delanteras totalmente torcidas. La bocina del otro parecía haberse quedado atascada, pero ambos conductores estaban conscientes y habían tenido la presencia de ánimo suficiente para apagar los motores.

El Mercedes estaba atrapado entre las ruedas del camión, con el techo aplastado y el parabrisas hecho añicos.

– Pobre infeliz -dijo el hombre del extintor a otro que había llegado-. No lo habrá visto.

– Ya. ¿Qué hacemos?

– No tengo ni idea.

Y entonces, a través de la oscuridad, justo antes de oír la esperada sirena de la policía, se oyó el inconfundible sonido de un móvil dentro del coche.

– Mierda -dijo Ed.

Ya habría llegado a la vicaría, y habría apagado el teléfono. Allí no podía llamarla de ninguna manera a esas horas. La llamaría a primera hora de la mañana. Era una de las cosas buenas que tenía Martha, que nunca era demasiado temprano para llamarla. Siempre estaba despierta a las seis, incluso los domingos. Bueno, a veces los domingos a las seis y media.

Apagó el teléfono. Se sentía mal. Había estado muy duro con ella. No quería echarle un rapapolvo. No se lo merecía. Estaba muy angustiada y debería haberse mostrado más… comprensivo. El problema era que realmente estaba harto de apoyarla y de que ella no se diera cuenta, o se mostrara tan poco agradecida por lo que hacía.

De todos modos había circunstancias atenuantes. Habían sido unas cuarenta y ocho horas que habrían destrozado a cualquiera. En cierto modo creía que debía admirarla por no decirle quién era el padre. Era evidente que quería protegerle. Debía de haberle querido mucho para que le preocupara tanto. Eso era lo que le fastidiaba, y era bastante infantil, en realidad, teniendo en cuenta que todo había pasado hacía dieciséis años. La llamaría por la mañana, le diría que lo sentía e intentaría hacer las paces con ella. Volvió a su trabajo de edición.

– ¿Sabes? -dijo Clio-. No puedo dejar de pensar en Martha.

– Bueno, eso está muy bien -dijo Fergus-, y admiro tu espíritu cristiano, pero lo que creo es que es en mí en quien deberías estar pensando. Te he traído aquí para que vieras lo mucho que me importas, y tú vas y me dices que estás pensando en tu mejor amiga. O lo que sea.

– No es mi mejor amiga -dijo Clio-, apenas la conozco. Pero no puedo dejar de pensar en la situación tan terrible en que se encuentra, sin nadie a su lado, nadie que le coja la mano…

– Creía que tenía un guaperas que le cogía la mano.

– Sí, y la verdad es que es guapísimo, pero no es lo mismo, ¿verdad? No, no es lo mismo. En Inglaterra sólo son las once y media. Seguro que está despierta, no duerme nunca y estará preocupada y sola.

– Y si no está sola, y si tiene al jovencito guaperas en la cama con ella, ¿qué?

– Entonces no cogerá el teléfono. Vamos a llamarla, Fergus, para decirle que pensamos en ella. Anda.

– Está bien. Coge mi teléfono. Te lo dejo con la condición de que vayamos directamente al hotel y sigamos con lo que hacíamos a la hora del almuerzo.

– Trato hecho -dijo Clio, inclinándose por encima de la mesa para darle un beso.

Llamó al teléfono fijo de Martha y la voz fría de Martha le dijo que estaba ocupada, pero que la llamaría en cuanto pudiera.

– No te preocupes, Martha. Espero que eso signifique que estás acompañada. O que estás durmiendo. Soy Clio. Fergus y yo estábamos pensando en ti, y esperamos que estés bien. Te mandamos un beso. Muchos besos. Ahora, Fergus, probaré en el móvil… Vaya por Dios, qué ruido. Escucha.

Fergus escuchó.

– Está fuera de cobertura, o apagado o algo. Hemos hecho lo que hemos podido. ¿Seguimos con el resto del trato?

– Lo estoy deseando. Volveremos a llamar por la mañana, ¿de acuerdo?

– ¿Quieres dejar de hablar de Martha Hartley de una vez -dijo Fergus-, y mover tu culito fuera de aquí? Está bien. Estoy seguro.

– ¿Es el reverendo Peter Hartley? Lamento llamar a estas horas de la noche. Es la policía. Ha habido un accidente…

Peter colgó el teléfono y miró a su esposa, que abría los ojos de par en par con miedo. No hizo falta que le dijera nada.

– ¿Está viva? -dijo-. ¿Dónde está?

– Está viva. Pero en cuidados intensivos. En Bury St. Edmunds Hospital.

– Vamos -dijo ella, con mucha calma, cogiendo la ropa que había preparado para el día siguiente, como hacía siempre-. Rápido, Peter. Nos necesita.

Mientras se vestía (añadiendo el collar de clérigo; sabía por experiencia que podía ser muy útil), Peter Hartley empezó a rezar en silencio. Podía rezar mientras hacía cualquier cosa, conducir, hacer la compra en el supermercado, arrancar las malas hierbas del jardín, poner orden en su estudio… No paró hasta que llegaron al hospital. Entonces rogó brevemente para que no llegaran demasiado tarde.

Janet Frean no podía dormir. Consultó su agenda electrónica. ¿Habría algo de Nick? Mejor que hubiera algo. Algo muy tangible. De otro modo no esperaría hasta el lunes.

Lo peor, les habían dicho, eran las lesiones abdominales: se le había roto el bazo.

– Eso ha provocado una gran pérdida de sangre -les dijo el médico de guardia, con profundas ojeras-. Le hemos hecho transfusiones, evidentemente, pero tendremos que extirparle el bazo. Tiene varias costillas rotas y el brazo izquierdo también. Pero eso no es grave.

– ¿El bazo sí?

– Me temo que sí. Eso y la pérdida de sangre. Ha tenido suerte de salir con vida.

– ¿Podemos verla?

El médico dudó.

– Pueden verla, pero puede que les impresione mucho.

– ¿Por qué? -dijo Grace, con voz temblorosa-. ¿Está desfigurada?

– No. Bueno, no permanentemente. Tiene cortes y moratones en la cara y la cabeza, es evidente. Pero tiene muchas sondas y está conectada a muchas máquinas. -Les sonrió fatigosamente-. Aunque ya habrán visto Urgencias, supongo; no les sorprenderá.

– No -dijo Grace-, de hecho esta noche lo estábamos viendo, iba de un accidente de coche… -Entonces se dio cuenta de lo absurdo que era su comentario, pero había sido precisamente porque estaban viendo Urgencias por lo que no habían oído el teléfono aquella noche y no habían hablado con Martha. Las palabras «por última vez» intentaron aflorar a la superficie de su cerebro en estado de shock, pero consiguió impedirlo.

– Y está inconsciente. Seguramente estará así muchas horas.

– De todos modos queremos verla, si podemos.

– Bien. Enfermera, ¿puede acompañar a los señores Hartley a la Unidad de Cuidados Intensivos, por favor?

Helen tampoco podía dormir. No era raro en ella; desde que había salido el primer artículo sobre Kate en el periódico, se había convertido más o menos en la norma.

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