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A las cinco se levantó dejando a Jim roncando, y bajó a prepararse una taza de té. Ya era de día y hacía calor. Abrió la puerta de la cocina y salió al patio, y se sentó, entre los trinos de los pájaros, intentando pensar qué debía hacer. La rabia y la hostilidad de Kate contra Martha Hartley iban en aumento por momentos, y no era bueno para ella.

Había esperado, en un estado de gran agitación, a que Kate y Nat regresaran de su visita a Martha. Kate estaba pálida y llorosa y fue derecha a su habitación. Nat se sentó y les contó lo que había pasado.

– Estaba fuera de sí -dijo-, del todo fuera de sí. Ha sido horrible con esa mujer.

– Dios santo -exclamó Helen. De forma incongruente, se le ocurrió que Martha pensaría que había educado mal a Kate, que no le había enseñado modales.

– Pero creo que lo entendió. Me refiero a la señorita Hartley. Ha sido muy paciente con ella.

«Seguro que lo ha sido -pensó Helen-, nunca ha tenido que aguantarla así.»

– Me ha parecido buena persona -dijo Nat, aceptando una cerveza de Jim-. Salud. Muy educada y todo eso. Claro que eso es normal, con el trabajo que hace. Y tiene un piso fabuloso -añadió-. Debe de tener mucho dinero.

– Sí, seguro que sí -dijo Jim-. No ha tenido que gastarse nada en la familia.

Estaba casi tan enfadado con Martha como Kate. Helen se sentía sola en su intento de ser un poco conciliadora.

– Es verdad -dijo Nat-, en fin, los abogados siempre son ricos, ¿no? Mi padre dice que son parásitos, con todo eso de la cultura de las demandas y tal. Dice que pronto demandaremos a nuestros padres por no haber hecho suficiente por nosotros.

– Creo que tu padre tiene razón en eso -dijo Jim.

– Bueno, no creo que Kate les demande -dijo Nat-. Siempre le digo que ha tenido mucha suerte.

– Oh, Nat -dijo Helen-, gracias.

– Pero una cosa está clara -dijo, dejando la cerveza-, está muy angustiada con todo esto. Creo que se va a poner enferma. No quiere ni comer. He intentado invitarla a un curry, pero no ha querido.

– Oh, vaya… -se lamentó Helen.

¿Cómo podían ayudar a Kate?, se preguntaba. Estaba claro que no iba a lanzarse a los brazos de Martha gritando «mamá», e incluso con lo nerviosa que estaba, Helen tenía que admitir que la hostilidad era más fácil de sobrellevar que esa alternativa. Pero sería mucho mejor para Kate que la viera desde un punto de vista más positivo, que intentara comprender por qué había hecho lo que había hecho. Si no, estaría furiosa y amargada el resto de su vida. Tal vez, sólo tal vez, debería ir a verla ella misma, para intentar entre las dos encontrar la forma de explicárselo a Kate, de hacérselo menos difícil.

Cuanto más lo pensaba, mejor idea le parecía. Sería muy difícil y necesitaría reunir todo su valor, pero por Kate haría lo que fuera. Cualquier cosa.

Llamaría a Martha por la mañana y quedaría con ella. Esperaba que Martha accediera a verla.

Eran las ocho. Martha había sobrevivido a las horas de cirugía, pero seguía muy grave. Su tensión arterial había bajado de forma alarmante con la pérdida de sangre, y el cirujano había dicho a los Hartley que en cierto momento le había preocupado mucho. Tenía treinta y pocos años y era el prototipo del cirujano, seguro de sí mismo, arrogante y sin ningún tacto.

Sin embargo, también era simpático; salió del quirófano al pasillo donde le esperaban sentados, cogidos de la mano, y habló con ellos inmediatamente para no alargar el miedo ni un minuto más de lo necesario.

– Por ahora vamos bien. Lo que está claro es que si no estuviera tan en forma no habría sobrevivido. Es un ejemplo para todos. No tiene ni un gramo de grasa, y su corazón está como un roble. Por suerte.

Grace pensó en todas las veces que había intentado que Martha comiera más y se sintió avergonzada.

– ¿Está bien ahora?

– No puedo asegurarlo. Ha perdido mucha sangre y tiene el pulso muy errático. En estos casos siempre existe el peligro de las infecciones secundarias. Pero le estamos administrando sangre y antibióticos y otras cosas, y al menos no tiene lesiones cerebrales. Ha tenido mucha suerte. Podría haber sido mucho peor. Un accidente terrible. Es asombroso que no muriera nadie.

– No había bebido ni nada de eso -dijo Grace-. Ha estado trabajando todo el día y había cogido el coche para venir a vernos, y descansar un poco. Oh, mi pequeña…

Se echó a llorar. El cirujano le acarició un hombro.

– No, no, no tenía alcohol en la sangre. No se preocupe por eso. Mire, el cansancio es una de las mayores causas de accidentes de tráfico, tanto como el alcohol. En fin, por ahora ha tenido suerte. Yo en su lugar iría a casa a descansar un poco.

Grace se preguntó si el médico tendría hijos y decidió que no. No habría sugerido una cosa tan absurda. Peter pensó en las horas de plegarias que había dedicado a Martha y supo que no sólo había sido la suerte lo que la había hecho sobrevivir.

– Nos quedamos -dijeron los dos a la vez.

– Bien. Como quieran. Hay una máquina de café en el pasillo. Intenten no preocuparse demasiado.

Y se marchó con otra sonrisa deslumbrante.

A las siete, Peter llamó a su ayudante y le dijo que se encargara de dar la comunión.

– Y del resto también, yo estaré aquí todo el día.

El cura dijo que lo haría encantado y que incluiría a Martha en las plegarias de todos los servicios.

Así fue como se enteró del accidente la señora Forrest, que había ido a comulgar. Se puso muy triste.

Grace estaba adormilada, apoyada en el hombro de Peter, cuando una enfermera pasó corriendo a su lado. Ella la miro medio dormida. Y entonces sintió una punzada de miedo en el corazón.

Había leído muchos libros de Sue Barton cuando era pequeña, la Sue Barton que pasó de estudiante de enfermería a enfermera jefe a velocidad de vértigo. A Sue Barton le dijeron el primer día en el hospital que las enfermeras sólo corrían por tres razones: inundación, incendio y hemorragia. Estaba claro que no había ni una inundación ni un incendio. Por lo tanto…

Nick estaba redactando de mala gana el artículo sobre Martha y Kate cuando Janet le llamó.

– Hola, Nick, ¿cómo te va?

– Bien. Sí. Estoy en ello.

– Sí, claro, qué ibas a decir.

– Janet, es verdad. Te lo juro.

– ¿Has hablado con Chris?

– ¡Por Dios, son las once del domingo! El desayuno dominical de los Pollock está empezando justo ahora. No pienso perder mi empleo por eso. ¿No querrás llamar tú?

– No lo sé. El Sun podría ser mucho más ágil que tú. En fin, ya hablaremos. Sigo en Bournemouth.

– ¿Qué estás haciendo en Bournemouth?

– Anoche di un discurso, en un congreso médico. Estoy trabajando un poco antes de volver al manicomio de mi casa. -Intentaba hacerse la graciosa-. Así que si quieres mandarme algún mensaje…

– Claro.

Era como un maldito hurón, pensó Nick.

Martha estaba de nuevo en el quirófano, tenía una hemorragia interna inexplicable, dijeron a los Hartley, y su tensión arterial había bajado otra vez. De momento no podían decirles nada más.

Ed estaba tomando su habitual desayuno del domingo, un donut y un café en Starbucks, cuando le llamó su madre.

– ¿Edward? ¿Estás ocupado, cariño?

– No, qué va. ¿Estás bien, mamá? -Tenía una voz rara.

– Estoy bien. Vengo de la iglesia.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo está el reverendo?

– No estaba, cariño. Por eso te llamo. Andrew ha celebrado el servicio.

– ¿Ah, sí? Bien. -Dio un bocado al donut. Qué raro que llamara para contar eso, no debía de tener mucho que hacer.

– Sí. El pobre señor Hartley estaba en el hospital.

– ¿En el hospital? ¿Qué le ha pasado?

– Nada, cariño, pero pensé que querrías saberlo. Es su hija, la abogada, Martha, ya la conoces. -El donut se estaba volviendo muy amargo en la boca de Ed; escupió lo que le quedaba en una servilleta, y tomó un sorbo de café.

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