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– No. No, claro que no.

Pero sí lo había. Y tendría que saberlo tarde o temprano. Estaba muy mal por su parte no habérselo dicho antes. Se quedó mirándolo, deseando tener valor para decirlo, pero fracasó estrepitosamente.

– De acuerdo -dijo en voz baja-. Sí. Sí, adelante. Tengamos un hijo. Antes de Que sea demasiado tarde.

Capítulo 9

¿Cómo podía siquiera pensarlo? Por Dios, ¿se había vuelto loca? ¿Cómo había empezado todo y cómo la había arrastrado en aquella ola enorme que la había dejado sin aliento, aterrada y sin embargo enorme y locamente emocionada?

Había empezado…, bueno, ¿cuándo y dónde había empezado en realidad? ¿En aquella habitación de hospital con la pobre Lina muriéndose? ¿En la Cámara de los Comunes, aquella noche, cuando el ambiente le había parecido tan seductor? ¿O cuando Paul Quenell, el socio director, le había preguntado si le gustaría formar parte del equipo que trabajaría para un nuevo cliente, el Partido de Centro Progresista?

– Es un nuevo partido político, podría interesarte, una escisión de la derecha…

– Ah -había dicho ella-. Chad Lawrence, Janet Frean, ese grupo.

Y a él le había impresionado tanto que los conociera que ella había sentido una excitación casi física por haber estado tan próxima a los pasillos del poder. Aquél había sido un factor importante.

Había ido varias veces a la Cámara de los Comunes para reunirse con ellos, se había familiarizado con su compleja geografía, había escuchado debates desde el anfiteatro público, había ido comprendiendo poco a poco cómo funcionaba.

Había llegado a conocer a Chad y a Janet Frean bastante bien, e incluso un poco a Jack Kirkland, quien la fascinó, con su idealismo apasionado, su intensidad malhumorada, su don para la oratoria, y la forma como, sólo de vez en cuando, de repente se relajaba y empezaba a escuchar en lugar de hablar, e incluso reír, cuando alguien le divertía: con una risa de oso contagiosa. Eran personas a las que era muy difícil resistirse; poseían una cualidad que ella sólo podía definir vagamente como carisma, que hacía que quisieras impresionarlos y agradarles. Y cuando lo conseguías, te sentías fantástica, inteligente y destinada al estrellato y…, ¡vaya!, como una colegiala.

Era una locura, una locura absoluta, pero también estaba el hecho de que se sentía como si hubiera encontrado su habitat natural. Le gustaba que la política fuera un mundo en sí mismo, le gustaba el ambiente de pueblo de la Cámara, que todos se conocieran, que se gritaran de un extremo al otro de la sala y al poco rato estuvieran compartiendo una copa; le gustaba que se basara en los cotilleos y en la información privilegiada y los tratos internos y lo que ella le había descrito a Marcus como una partida vital de ajedrez.

De vez en cuando le proponían que pensara en la posibilidad de participar en ese mundo.

– Yo creo que sirves para esto -dijo Chad una noche, a su vuelta de una batalla prolongada e inútil con un político local-. Te podríamos lanzar en algún sitio. Te encantaría, lo sé.

– No digas tonterías -había dicho ella, riendo-. No sé nada de nada de esto.

– Bobadas. No es nada del otro mundo. Los ingredientes principales son el sentido común y la energía. Y saber expresarse más o menos bien. Todo eso lo tienes. Deberías pensártelo.

Y:

– Deberías pensar en serio en participar, Martha -había dicho Jack Kirkland en una ocasión, con sus ojos brillantes puestos en ella-. Serías muy buena. Elige una circunscripción y te apoyaremos.

Riendo, ella había dicho que apenas era capaz de encontrar su propio despacho, y cómo iba a elegir una circunscripción parlamentaria.

– No, no, no bromees con eso. Hablo totalmente en serio.

¿Cómo podías no responder a eso? ¿A uno de los políticos más famosos del momento, que te decía que le gustaría que formaras parte de su partido?

Era todo muy excitante.

Una mañana de finales de enero estaba sentada a su mesa cuando sonó el teléfono.

– Martha Hartley.

– Hola -dijo una voz-, soy Ed Forrest. No sé si te acordarás de mí. Me trajiste a Londres una tarde, el año pasado.

Claro que se acordaba del guapo y encantador Ed.

– Ed -exclamó-, qué alegría oírte. Pensaba que estarías en Tailandia como mínimo.

– He estado. Pero ya he vuelto. Te dije que te invitaría a una copa. Me sentía mal por no haber cumplido mi palabra, pero no tuve tiempo. Lo siento.

– Ed, no te preocupes por eso. No te lo he tenido en cuenta en ningún momento.

– Ya me lo imagino -dijo él-. No pareces de esa clase de personas. Me gustaría volver a verte.

– Bueno es una gran idea -dijo ella, dudosa. Pero ¿qué mal había? ¿Qué mal podía haber?-. Sería agradable -añadió-. Pero tendrá que ser…, déjame ver, a finales de semana. El viernes, por ejemplo.

A lo mejor él no podía. Los viernes, los chicos de esa edad siempre quedan con alguien.

– El viernes es perfecto -dijo él-. ¿Adónde te gustaría ir? ¿Al Smiths? ¿O ya estás harta de ir allí?

– ¿Por qué lo dices?

– Me han dicho que los de la City van mucho.

– Pues aquí tienes a una que no. Además, me gusta.

Menuda estupidez, pensó al colgar. Si apenas tenía tiempo para respirar.

Estaba sentado a una mesa cercana a la puerta, a la tenue luz y en medio del ruido incesante del Smiths, y Martha sintió una punzada de placer con sólo verlo.

Estaba muy bronceado, y los cabellos rubios, más cortos de lo que los recordaba, estaban descoloridos por el sol. Llevaba una americana azul marino, con una camisa azul claro sin corbata. La sonrisa, esa sonrisa sincera y maravillosa, era como la recordaba, y los ojos azul intenso y las pestañas largas y rubias.

Se puso de pie para saludarla.

– Hola. Estás muy guapa.

– Gracias.

Martha deseó haberse puesto algo menos severo que aquel traje negro, aunque el top de Donna Karan que llevaba debajo era bastante sexy.

– Lamento llegar tarde -dijo, sintiéndose un poco tonta de repente.

– No te preocupes. Ya contaba con eso; seguro que tienes un montón de cosas importantes que hacer.

– Pues no estaba haciendo nada -dijo, y se rió-. Esperaba un taxi y entonces he visto que a mi móvil se le había agotado la batería. Por eso no te he llamado.

– No pasa nada. Me alegro de verte. Estás muy guapa. ¿Qué quieres tomar?

– Oh… -Dudó un momento-. ¿Vino blanco?

– ¿Qué te gusta? ¿Chardy?

– Sí, está bien. -La verdad es que no le gustaba el chardonnay.

Él se acercó a la barra y volvió con dos copas y una botella de sauvignon.

– ¿Qué ha sido del chardonnay?

– Me he dado cuenta de que no te gustaba, así que he probado con el sauvignon. ¿He acertado?

– Del todo -dijo Martha.

De repente se sintió un poco asustada. ¿Cómo podía entenderla tan bien? ¿Ya?

Tres cuartos de hora después la botella estaba vacía y para su infinita sorpresa Martha le había contado a Ed lo que él había denominado «tus cambios de vida». Previsiblemente su respuesta había sido moderada y aprobadora, y ella aceptó cenar con él.

Martha consideró su probable poder adquisitivo, y que quizá no querría que pagaran a medias.

– Hay un restaurante tailandés en esta misma calle -dijo-, se llama Bricklayers' Arms.

– No suena muy tai.

– Ya lo sé, pero confía en mí.

– De acuerdo. Iré a pagar el vino.

– Puedo…

– Por supuesto que no -dijo, y sus ojos azules mostraron un disgusto sincero.

Ella le sonrió.

– Gracias -dijo-. Ha sido el mejor sauvignon que he tomado en mucho tiempo.

– Me alegro -repuso él-. Esperaba que te gustara.

Ed había hecho vaRIas entrevistas desde su regreso.

– Y hoy, precisamente hoy, he tenido una segunda entrevista y creo que tengo el empleo.

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