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– Qué suerte.

Donald Bryan, cuya narizota le había valido el mote, era el geriatra más antiguo del Royal Bayswater, además de su jefe. Era un hombre muy querido.

– Sí. O sea que si te apetece volver al torbellino, van a buscar al menos una persona para sustituirme, y si ascienden a alguien para el empleo de Beaky, a dos personas. Y, bueno, tu nombre se ha mencionado.

– Vaya. ¿Quién lo ha mencionado?

– Pues el propio Beaky. Y un par de personas más. Si te interesa, Clio, yo diría que sólo tienes que descolgar el teléfono y te pedirán que rellenes una solicitud. En fin, pensé que debías saberlo. Aunque sólo fuera para darle un empujoncito a tu ego.

– Sí, y que lo digas. Gracias.

Después de colgar el teléfono, Clio se sentó a su mesa, sintiéndose, por un momento, una persona diferente. Ni una esposa poco satisfactoria, ni la zopenca de la familia, ni el miembro más reciente de una consulta de medicina general, sino una persona válida, una persona solicitada, una persona que sobresalía en la profesión que había elegido. Por un breve momento se sintió más brillante, más exitosa, insólitamente segura de sí misma. Se lo contaría a Jeremy y él se alegraría por ella. Estaba convencida.

Se cepilló el pelo, sonrió a su imagen en el espejo y se fue a casa, pensando que era una tonta. Y que era feliz.

De camino pasó a ver a los Morris. Estaban acobardados y asustados y su hija la echó de casa en cuanto pudo.

– No se las arreglan solos -dijo-. Necesitan estar en una residencia por su propio bien. Lo siento, pero tengo que acostarlos. Están muy cansados y no colaboran mucho.

Clio se marchó con el corazón en un puño.

Llegó a casa tarde: la cara de Jeremy expresaba su descontento.

– Creía que esta noche llegarías temprano. Habíamos quedado en ir al cine.

Lo había olvidado.

– Jeremy, lo siento mucho. Pero he tenido una operación y después los Morris, ¿te acuerdas?, aquella pobre pareja que…

– Clio, ya hemos hablado de eso, no puedo recordar todos los detalles de tus pacientes.

– Claro que no. Pero… lo siento -repitió-. ¿Es demasiado tarde? Sólo son las siete…

– Es demasiado tarde -dijo él.

Fueron a un restaurante italiano cercano. Él se animó un poco, le contó una operación complicada de rodilla que había realizado aquella tarde y había ido bien.

– Ah, había olvidado decírtelo. Me han pedido que haga otra sesión en el Princess Diana.

– Jeremy, es maravilloso. Me alegro mucho por ti. -Lo dijo sinceramente, se alegraba de verdad.

Él le sonrió.

– Gracias. ¿Más vino?

Parecía un buen momento para contarle las novedades. Esperó a que llenara las copas y dijo:

– Me ha llamado Anna. ¿Te acuerdas de Anna Richardson? Me ha dicho una cosa muy agradable. Me ha dicho que hay un par de puestos vacantes en Bayswater. En geriatría.

De repente tenía toda la atención de Jeremy.

– ¿Y?

– Y se ha mencionado mi nombre. ¿Es estupendo, no?

– ¿Se ha mencionado tu nombre? ¿Para un puesto en Londres? ¿Y eso te parece estupendo?

– Bueno…, sí. Sí, me lo parece.

Él la miró a los ojos, con una expresión muy oscura.

– ¿Estás loca o qué? ¿Estás pensando en serio aceptar un trabajo en Londres?

– No. Claro que no. Pero me alegra que hayan pensado en mí. Creía que tú también te alegrarías. Es evidente que me equivocaba.

– Te equivocabas. Y mucho. La mera idea me parece absurda.

– ¿Absurda? ¿Por qué?

– Porque pienses en tu carrera, para empezar. Creía que estábamos de acuerdo en que cualquier trabajo que hicieras sería temporal, un medio para conseguir un fin. Espero que pronto dejes de trabajar. Y lo sabes perfectamente. Bueno, ¿pedimos postre, o la cuenta?

– La cuenta.

Clio no habló mientras volvían a casa: estaba más dolida de lo que podía expresar. Pensaba que aquello no era un matrimonio: al menos no la clase de matrimonio que ella deseaba.

Se despertó al día siguiente sintiéndose espantosamente deprimida. Y a las cuatro, mientras estaba arreglando el papeleo, la llamó Jeremy.

– Clio, lo siento. Llegaré muy tarde. Simmonds quiere reunirse conmigo y ha propuesto que salgamos a cenar. No sé a qué hora volveré. No me esperes levantada.

Furiosa, inútiles pensamientos se agolparon en su cabeza. ¿Por qué él podía trabajar hasta tarde, sin más ni más, y ella no podía?

Margaret entró.

– He guardado todo lo relacionado con los Morris en este expediente, como me has pedido. Pareces baja de moral, Clio.

– Lo estoy.

– Esta noche voy al cine con unas amigas. ¿Te apetece venir? Te animarías.

En un arrebato de valor que sabía que no duraría mucho, dijo:

– Me gustaría mucho. Jeremy ha salido, de modo que…

– Perfecto -dijo Margaret.

Vieron Notting Hill, que fue una distracción maravillosa, y después fueron a comer un curry. Se lo pasaron en grande. Clio se sentía mejor. Incluso respecto a Jeremy. Tenía que salir más. Debía mantener el sentido de la proporción, sólo eso. Tenía que mostrarse más firme con él.

Al entrar en el camino de casa, se puso tensa. El Audi de Jeremy estaba allí y la casa estaba iluminada. Siempre hacía lo mismo cuando ella llegaba después de él, se paseaba por toda la casa mirando en todas las habitaciones, incluso las del desván, sólo para dejar las cosas claras.

Clio tragó saliva y entró.

– Hola.

Él salió de la cocina con mala cara.

– ¿Dónde demonios estabas?

– He ido… he ido al cine.

– ¿Al cine? ¿Con quién, si se puede saber? ¿Por qué no podías dejar una nota? Me he muerto de preocupación.

– Podrías haberme llamado al móvil -dijo ella-. No he pasado por casa, he estado en la consulta y después he salido…

– ¿Y has ido al cine?

– Sí. ¿Es que no podía ir? -Le miró, de repente furiosa-. Tú has salido con tus colegas. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué has vuelto tan pronto?

– Simmonds ha anulado la cena. Soy tan tonto que he pensado que te alegrarías de verme, que podríamos pasar una noche agradable juntos, pero, como de costumbre, no estabas. No entiendo cómo puedes salir cuando aquí hay tanto que hacer. Por cierto, esa inútil de la asistenta tampoco ha venido hoy y los platos del desayuno siguen en el fregadero.

Algo se disparó dentro de Clio.

– ¡Ya está bien, Jeremy! Basta. No estoy aquí sólo para llevar la casa y para hacer lo que me digas. Te pasas el día despreciando mi trabajo, no te interesa nada de lo que hago, ni de quién soy.

Él se calló un momento y después dijo:

– Clio, ya estoy harto, no puedo más. Quiero que dejes de trabajar.

– Jeremy…

– No, Clio, lo digo en serio. Quiero que dejes tu trabajo. Decías que necesitabas el dinero, pero a mí me parece que ganas muy poco, y apenas alcanza para pagar a la asistenta y poca cosa más, y para comprarte esa ropa cara que dices que necesitas. Yo ganaré más con la consulta privada, así que comunícaselo a Salter mañana, por favor.

Clio se esforzó por mantener la calma.

– ¡Jeremy, por favor! No digas tonterías. Qué quieres que haga todo el día en casa, no es como si…

Se calló, acababa de meterse en la trampa. Él la cerró de golpe. Clio sintió el acero cerrándose sobre ella con una dureza física.

– ¿Como si qué? ¿Como si tuvieras un hijo? A eso iba, Clio. Creo que ha llegado el momento. El tiempo pasa, tienes treinta y cinco…

– Treinta y cuatro -dijo Clio automáticamente.

– Vas a cumplir treinta y cinco. Tú más que nadie deberías conocer los riesgos que representa dejarlo para más tarde. Quiero tener un hijo antes de cumplir los cuarenta. Eso no me deja mucho margen de tiempo. Dos años, de hecho.

– Pero, Jeremy…

– ¿Sí? ¿Qué vas a decirme? ¿Que no quieres tenerlos?

– No -dijo ella bajito-, no, claro que quiero. Me encantaría tener un hijo. Pero…

– ¿Pero qué? ¿Hay algo que no me hayas dicho, Clio? ¿Algo que debería saber?

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