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– Te llamaré mañana, ¿de acuerdo?

Ella asintió débilmente, y no dijo nada. Mientras él pagaba el taxi, se volvió a mirarla, sonrió, con aquella sonrisa maravillosa que le partía el corazón, y dijo:

– Eres guapísima, Martha. En serio. Adiós.

Y se fue, calle abajo, sin mirar atrás, tal como había hecho la noche que se habían conocido, hacía un largo año.

Y así comenzó. Era un lío absurdo, inadecuado, entre aquel joven tan guapo, poco más que un chico, y ella, bastante más que una chica. No tenía tiempo ni quería involucrarse con nadie. Pero seguía deseando verle. Y le vio. Sólo porque la hacía sentir muy feliz.

Gran parte del tiempo que estaba con él se sentía insegura. Era parte de su encanto. O del encanto que ejercía sobre ella.

– ¿Por qué? -decía él-. ¿Por qué trabajas el domingo, caramba?

– Porque tengo mucho trabajo. El cliente lo quiere a primera hora.

– Y se marchará, ¿no? Se irá a otra empresa de ricachos si no lo tienes a primera hora.

– No, por supuesto que no.

– Entonces no trabajes. Sal conmigo. Lo pasaremos bien.

O:

– ¿Por qué? ¿Por qué no comes más?

– Porque no quiero engordar.

– Martha, no estás gorda. Ni siquiera te acercas. Además, ¿a quién le importa?

– Me gusta estar delgada.

– Pero seguirías estando delgada, te falta mucho para estar gorda. ¿Te morirías si subieras una talla?

– No, claro que no.

– Entonces come patatas. Están de muerte.

Eso había pasado la primera noche que Martha se había acostado con él. Estaba decidida a resistirse, pero le había permitido convencerla para ir a la cama.

Echada en la cama, viendo cómo se desnudaba, mirando su hermoso cuerpo joven, sintió una punzada de terror. ¿Y si le desilusionaba? Casi con seguridad Ed sólo había conocido chicas jóvenes. ¿Y si a pesar de su dedicación y atención, su cuerpo ya no era tan apetecible? ¿Y si…? Se sintió tensa de miedo, estuvo a punto de decirle que se fuera, que la dejara sola. Pero…

– Eres tan bonita -dijo él, deslizándose a su lado, apartando la sábana, contemplándola-, eres tan bonita…

Y cariñosa, lenta y muy dulcemente, de repente estaba encima de ella, por todas partes, besándole los pechos, acariciándole el estómago, palpándole las nalgas. Después se introdujo en ella, con una lentitud infinita y desesperante, y ella ya lo deseaba terriblemente, y le acogió, levantándose, empujando, introduciéndose en él, y las agradables olas arremolinadas de deseo se hicieron más y más intensas, y pensó que nunca llegaría, que nunca alcanzaría la cima. Se esforzaba, luchaba, desesperada, y entonces llegó y lo disfrutó gritando de placer, y duró lo que le pareció mucho tiempo, descendiendo y volando, y luego, poco a poco y casi de mala gana lo dejó, se soltó y se dejó caer despacio y con suavidad en paz.

Después, echada a su lado, su cuerpo al fin se relajó, fracturado por el placer, más del que podía recordar haber experimentado nunca, sonriéndole, medio sorprendida consigo misma, medio encantada, pensando cómo podría habérsele ocurrido que no sería una buena idea.

Sin embargo, la asustaba: mucho. Sí, pensó, cuando se despertó inquieta y nerviosa de madrugada; lo disfrutaría unas semanas más y le pondría fin, antes de quedar como una idiota, antes de destrozar su vida. Él entendería que no podían seguir para siempre, que necesitaba a alguien de su edad. Igual que ella.

Pero no lo haría enseguida. Era demasiado feliz. Más feliz de lo que era capaz de recordar.

Y saber que no podía durar lo hacía aún más dulce.

Capítulo 10

– ¿Qué? ¿Vamos a un chino? Mi madre me ha dado dinero.

– Qué suerte tienes, Sarah -dijo Kate, envidiosa-. Nadie te da la lata todo el día para que hagas los deberes y arregles la habitación o bajes la música. Y puedes comer donde te da la gana. Nosotros tenemos que sentarnos cada noche a la mesa, y conversar educadamente. Es un asco. Mi padre lo llama comunicarse. ¡No fastidies! No sabe lo que significa esa palabra.

– Sí, bueno, a veces está bien -dijo Sarah-. Otras no tanto. Como tener que cuidar de los pequeños a menudo. Mi madre no está nunca en casa por las noches.

– ¿Adónde va?

– Sale. Cuando acaba en el pub. A tomar una copa. A un club.

– ¡A un club! ¿A su edad?

– Ya lo sé. Es patético. Y también se queda en casa de Jerry a menudo.

– ¿Con el tío de la moto?

– Sí, es su novio. ¿No lo sabías?

– La verdad es que no. -Kate lo digirió en silencio-. ¿Crees que ellos…?

– Sí, por supuesto -dijo Sarah-. ¿Qué crees tú que hacen?

– No lo sé… -contestó Kate. Miró a Sarah en silencio un momento y añadió-: Tú no lo has hecho todavía, ¿no?

– No, claro que no. Pero lo estoy pensando.

– ¿Con Darren?

– Sí, es el adecuado.

– Pero… ¿para qué? ¿Por qué?

– Porque me apetece -dijo Sarah-. Al menos creo que me apetece. La mitad de la clase lo ha hecho. Empiezo a sentirme marciana. ¿Tú no?

– No -dijo Kate con firmeza-. Yo no.

– ¿Aunque al final te enrolles con Nat Tucker?

– ¡Ni hablar!

Nat Tucker iba un curso por delante de ellas y había sido objeto del deseo de muchas chicas. Era alto, moreno y, aunque no era demasiado guapo y a veces le salían granos, era muy sexy. Había dejado la escuela y trabajaba de aprendiz en el taller de su padre; se había comprado un coche con el que paseaba por el barrio, con la música a todo volumen, y un brazo colgando fuera de la ventanilla, sosteniendo un cigarrillo. Le había dicho a Kate un par de veces que la llevaría a dar una vuelta, pero hasta entonces no lo había hecho.

– Escucha -dijo Kate-, he tenido otra idea.

Había visto un anuncio en un periódico local. «Agencia de detectives privados -decía-. Investigaciones de empresa, matrimonios, personas desaparecidas, etc. Discreción y confidencialidad.» Y después las palabras mágicas: «Si no obtenemos resultados no cobramos». Valía la pena intentarlo. Con la voz temblorosa, Kate había llamado a la agencia. Una mujer de voz alegre y despreocupada atendió la llamada.

– ¿Sí?

– Quiero hablar con alguien para encontrar a una persona. Por favor.

– Sí. ¿Puede decirme algo más? ¿Se trata de un familiar?

– Sí. Un familiar. Quiero… encontrar a… a mi… -Se interrumpió. Por Dios, cómo le costaba siempre decirlo-. A mi madre -dijo con voz firme.

– Ya. -La voz continuaba siendo tranquila-. Bien, haremos todo lo posible. Pero antes de seguir adelante, debo saber algunos detalles.

– No… no sé su nombre. Ningún nombre…

– Eso lo hace más difícil, pero no imposible. Hemos resuelto casos parecidos.

Llovía, era un día gris y deprimente. A Kate, de repente, le pareció que había salido el sol.

– ¿Puede darnos alguna idea de su situación, de dónde podría estar?

Se avecinaron algunas nubes.

– No. Ninguna idea, lo siento.

– Bien, ¿tiene algún punto de partida? Por ejemplo, ¿dónde nació usted? ¿Y cuándo?

– Oh, sí. -Eso era fácil. Muy fácil-. Nací en el aeropuerto de Heathrow. El 15 de agosto de 1986.

Un largo silencio y después:

– ¿En el mismo aeropuerto?

– Pues sí. Y entonces ella… El caso es que me encontraron poco después.

– Creo que debería venir a vernos. Es evidente que tenemos que hablar de esto con calma -dijo la voz.

Sarah se ofreció a ir con ella, pero Kate pensaba que debía ir sola.

– Parece más… más adulto.

Fue al día siguiente, después de la escuela. La oficina estaba encima de una joyería, y era bastante lujosa, no miserable, como esperaba Kate, y el señor Graham tampoco era el vejestorio tristón que había imaginado. Era apuesto, bastante guapo y bien educado. Era bastante mayor, pensó, pero no tanto como sus padres, probablemente rondaba los cuarenta. Le ofreció una taza de café espantoso y le pidió que le explicara lo que quería.

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