Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¡Ed, cuánto me alegro! ¿Dónde?

– En un canal de televisión independiente. Quiero ser investigador. Y es curioso -dijo, mordisqueando una galleta de arroz-, el primer programa en el que trabajaré es sobre política. Conocer personalmente a un político puede serme de gran ayuda.

– Ed -dijo Martha riendo-, que no soy política.

– No, pero seguro que lo serás -dijo-. ¿Más vino?

Era casi medianoche cuando salieron del restaurante.

– Lo he pasado muy bien -comentó Martha-. Gracias. Cuéntame si te dan el empleo. Si te lo dan, puedo concertarte alguna entrevista con miembros del partido.

– ¿Podrías? Se lo diré a los jefes.

Le dieron el empleo. Chad Lawrence aceptó entrevistarse con él y le facilitó una gira por la Cámara de los Comunes.

– Pero con una condición, Martha. Tienes que unirte a nosotros.

– Oh, Chad, no empieces.

– Sí empiezo. ¿Por qué debería ayudarte a conseguir un amante joven a cambio de nada?

Martha hizo la gira con él, y después le invitó a almorzar.

– Te debo un almuerzo.

Fueron al Shepherds, donde se sentía como en casa, le enseñó a los políticos, le contó chismes. Casi contra su voluntad, aceptó volver a verle.

– Preguntaré si te dejan entrar en la oficina -dijo él-, han entrevistado a varios jóvenes sobre política, qué les interesa y qué no. Podrías ver algunas cintas.

Las entrevistas registradas eran más bien deprimentes. Martha empezaba a darse cuenta de por qué algunos, como Chad, querían tenerla en nómina. La actitud general era de desapego total con la política.

Se pasó un par de horas hablando con los colegas de Ed, que le cayeron muy bien. Eran un grupo joven y alegre. Le intrigó su mente creativa, que dijeran «Intentémoslo» o «¿Por qué no?» en lugar de «Es imposible» o «Habría que encontrar un precedente». Ed le había dejado algunas cintas de sus entrevistas políticas y ella estaba intrigada y un poco apabullada por la forma como estaban montadas, sacando citas fuera de contexto y recortando lo que no les gustaba.

– Francamente, es un poco deshonesto -dijo, riendo, mientras miraban la cinta de la primera entrevista y después el resultado editado. Una de las chicas, la más seria, había dicho que le costaba confiar en los políticos, pero que le caía bien Tony Blair, y que admiraba a Cherie, consideraba interesantes muchas de las ideas del nuevo laborismo, y le gustaría saber más de ellos aunque probablemente acabaría no votando. Y de todo eso, había quedado que ella no confiaba en los políticos y no votaría por nadie.

– Es lo que quería decir -comentó el productor-, el resto era paja. Pero vamos a tomar algo. Así podrás contarnos más. Tal vez deberíamos entrevistarte -añadió esperanzado.

– ¿A mí? Creía que el programa era sobre jóvenes.

– Tú eres bastante joven -dijo él-. Para ser miembro del Parlamento, al menos.

– No soy miembro -dijo ella con firmeza-. Sólo estoy trabajando con el nuevo partido.

– Podríamos decir que eres miembro del parlamento, un miembro nuevo.

– No, no podéis -dijo Martha riendo.

– De todos modos, vamos a tomar algo.

Fue entonces cuando empezó a sentirse incómoda. Estaba en un bar de Wardour Street con el brazo de Ed rodeándole los hombros -eso le gustó, era la primera vez que la tocaba aparte de algún breve beso de despedida-, charlando, y se unieron a ellos algunos amigos de Ed, todos de la profesión, y estaba claro que la relación les parecía rara. Todos tenían veintipocos años, ¿cómo podían relacionarse con una mujer que debía de parecerles casi de mediana edad? Y no era sólo la edad lo que les separaba.

Ellos empezaban en su carrera profesional, la mayoría no sabía lo que quería hacer, algunos todavía trabajaban sin cobrar, como becarios, con la esperanza de obtener empleos remunerados: ¿cómo podían hablar con comodidad con una mujer de tanto éxito, con una de las que más ganaban del país? Estaba claro que lo sabían. Sin duda Ed les había hablado de ella.

No se había sentido realmente mal hasta que se marchó el cámara y uno de los chicos comentó:

– Ese vejestorio es enrollado, ¿no?

Y Martha había pensado que en realidad estaba más cerca del vejestorio por edad que de Ed y sus amigos. La había hecho sentir vulnerable e insegura, y también se había dado cuenta de que eso pasaría una y otra vez si seguía viendo a Ed.

– ¿Va todo bien? -preguntó Ed con expresión preocupada, mirando a Martha.

Estaban en el Pizza Express de Covent Garden. A ella le parecía que estaba repleto de chicos de veintipocos años.

– Sí. Sí, por supuesto. Sólo estoy un poco cansada.

– Eso sí es una novedad -dijo Ed en tono alegre-. Me dijiste que no creías en lo de estar cansada.

– Bueno, pues fui muy arrogante. Pero no puedo creer que haya dicho eso.

– Lo dijiste. El primer día que quedamos. Me quedé impresionado. ¿Has decidido lo que quieres comer?

– Sí. El pollo. Sin guarnición.

– ¿Patatas fritas?

– ¡Oh, no, gracias!

– No hace falta horrorizarse tanto -dijo él-, sólo te ofrezco unas miserables patatas fritas, no un lechón entero.

– Perdona. -Martha sonrió-. Es que no… no me gustan las patatas fritas.

– ¿Tampoco te gustan la crema, el chocolate y los dulces? ¿O la salsa para ensalada?

– Pues no. No me gustan.

– ¿No será porque estás siguiendo un régimen estricto?

No era una buena noche. Estaba tensa, no podía relajarse. La conversación decayó. A las diez y media, Martha dijo que tenía que irse.

– Mañana tengo un día muy lleno. Lo he pasado muy bien, Ed, en serio.

– No es verdad -dijo él-. Ha sido un rollo. En fin, te pararé un taxi.

– No es necesario. Ya llamaré a uno.

– Eres muy autosuficiente, ¿no? -dijo él en un tono inexpresivo-. Y siempre tienes el control…

– Sí, supongo que sí. No tengo más remedio.

– Es una lástima -dijo él-. Deberías soltarte un poco.

– Yo no lo creo -dijo Martha.

– Bien. Sigamos.

– ¿Sigamos qué?

– Parando un taxi.

– Sí, claro.

Parecía desconcertado y ofendido. Ella deseaba explicarle que su malestar no tenía nada que ver con él, pero la única solución era acabar con aquella relación allí mismo. No tenía futuro, era una absurda fantasía, pura vanidad por su parte.

– Ed -dijo Martha, y sus ojos azules la miraron con recelo-. Ed, creo que…

– No te preocupes -dijo él-. Lo comprendo. No soy lo que quieres, ¿verdad? No te gusto. No debería haberlo intentado. Mejor lo dejamos. Lástima. Podría haber sido estupendo. Al menos para mí…

Después Martha pensaría: ¿y si hubiera asentido, le hubiera dado un beso en la mejilla y me hubiera marchado? En lugar de eso, al verle mirando fijamente la mesa, todo él pura desilusión, sintió una necesidad irrefrenable de decirle que no era culpa suya.

– Yo diría que es justo lo contrario. Sin duda lo ves tan bien como yo. No te hace ninguna falta una mujer mayor y mandona, con una vida complicada…

– Oh, por el amor de Dios -dijo él, y su voz delataba un enfado real-, eres preciosa, inteligente y sexy.

– ¿Sexy? Oh, Ed, eso sí que no -dijo ella sonriendo.

– Pues te equivocas. Además, no eres tú quien debe juzgarlo, ¿no? Es cosa mía.

Se quedó mirándolo, sintiéndose muy confusa de repente y… también algo más: un lengüetazo de deseo, breve pero horrible, peligrosamente intenso, y debió de notarse, porque él sonrió de repente, casi con una sonrisa triunfal, y dijo:

– Venga. Paremos un taxi normal, uno que yo pueda pagar, y te acompañaré a casa.

Se sentaron en el taxi negro, y en todo el camino del Soho a los Docklands él la besó, despacio, con suavidad al principio, y después con más intensidad, con una habilidad que ella no se esperaba, y Martha se sintió inmersa en un torbellino de deseo, placer y miedo y una excitación pura y creciente. Cuando el taxi se paró por fin, quería invitarlo a subir más que nada en el mundo, y podría haberlo hecho, porque lo deseaba con todas sus fuerzas, pero él dijo:

24
{"b":"115155","o":1}