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– Pues ponte manos a la obra -dijo- o llegarás tarde. Y tu exclusiva se echará a perder.

– No voy a escribirlo. No voy a mandarlo. No hay artículo, en lo que a mí respecta. ¿Entendido?

– ¿Qué? -exclamó Gideon.

– Gideon, no hay artículo. Mío no, al menos.

– No entiendo nada.

– Entonces es que te falla el cerebro. Y tus instintos animales, francamente. No puedo hacerte esto, Gideon, no puedo. Me gustas demasiado. Es así de sencillo. Contesta el teléfono… -señaló el aparato que sonaba-, podría ser importante. Te dejaré tranquilo. Estaré en la sala de juegos por si quieres verme.

Unos minutos después, entró, se sentó a su lado y la miró como si no la hubiera visto antes. Después le apartó los cabellos de la cara con la mano, se inclinó y la besó, con mucha suavidad, en la mejilla.

– Gracias -dijo.

– No es nada. En serio.

– Es mucho, Jocasta. Puedo imaginarme lo que te ha costado.

– No tanto como crees.

– ¿De verdad? Me sorprende.

– No me conoces muy bien -dijo Jocasta-. Todavía no. ¿Quién te ha llamado?

– Era… era Fionnuala.

– ¿De verdad? ¿Y qué te ha dicho?

– Me ha dicho… ¿Quieres saberlo, de verdad?

– Pues claro.

– No me ha dicho mucho. Sólo ha dicho… -la voz le tembló ligeramente-, sólo ha dicho: «Hola, papá, gracias por venir a recogerme».

– A mí me parece que es mucho -dijo Jocasta-. No le habrá sido fácil. Ahora, me apetece dar un paseo. He estado encerrada todo el día. Y…

– Diría que ha sido culpa tuya y sólo tuya -dijo él, y entonces la besó, muy suavemente, en los labios, se apartó y le sonrió-. ¿Te apetece que te acompañe? Creo que tenemos mucho de qué hablar.

– Yo también lo creo -dijo Jocasta.

Capítulo 22

Nick caminaba por la calle Birmania, como se solía llamar al pasillo de prensa de Westminster («Porque todos acaban aquí», había explicado a una encandilada Jocasta hacía una eternidad, o eso le parecía ahora), cuando le sonó el móvil. Miró el número: era ella. Por fin se dignaba a llamarle.

– ¿Sí? -dijo secamente.

– ¿Nick? ¿Te lo ha dicho Chris?

– Me lo ha dicho. Creía que me lo dirías a mí primero, Jocasta.

– Lo siento mucho, Nick, pero tenía que decirle a Chris lo del artículo. Además, tenía que pensar lo que iba a decirte a ti.

– ¿Y no se te ocurrió que podía estar loco de preocupación por ti? ¿Qué vas a decirme? ¿Qué planes tienes? A lo mejor te dignas explicármelos.

– Pues pensaba quedarme aquí unos días más.

– ¿Debo deducir que estás con Gideon Keeble? ¿Quiero decir con él? En su… -Se calló. No era capaz de pronunciar la palabra «cama», le dolía demasiado-. ¿En su casa?

– Pues… sí. En su casa. Es evidente.

– ¿Evidente? No entiendo por qué es tan evidente.

– Bueno, no he podido escribir el artículo por… por Gideon.

– Pero el artículo trataba de Gideon. Ya te darías cuenta, antes de marcharte.

– Sí. Lo sabía. Pero entonces no me importaba.

– ¿Y qué? Después de cuarenta y ocho horas de no importarte nada, ¿te empezó a importar tanto que tiraste tu carrera por la borda?

– Es un poco más complicado que eso -dijo Jocasta-. No fue sólo por Gideon. Me di cuenta de que podía hacerles mucho daño a todos si escribía el artículo.

– ¡Venga ya! -dijo Nick-. Se te ha despertado la conciencia social, ¿es eso lo que estás diciendo?

– Más o menos, sólo que sí tenía que ver con Gideon. Eso es lo que hizo que me diera cuenta, supongo.

– ¡Qué conmovedor!

Ella calló. Después dijo:

– Lo siento, Nick. Lo siento mucho.

– Jocasta, ¿cómo puedes olvidarte de nosotros? ¿Cómo puedes tirar por la borda una relación estupenda como la nuestra? Sin más ni más.

– No ha sido sin más ni más. No lo ha sido en absoluto. Si te paras a pensarlo, te darás cuenta de por qué ha sucedido.

– ¿Tengo que asumir que esto tiene que ver con mi rechazo a seguirte al altar?

– En realidad -contestó ella-, yo te seguiría al altar a ti. Es evidente que no has ido a muchas bodas, Nick. Pero sí, tiene que ver. En cierto modo.

– Menuda mierda -dijo él, y colgó.

Ni siquiera una jugosa filtración sobre la reacción de Clare Short a la crisis incipiente en Irak y el papel que había tenido Tony Blair en ella le alivió la tristeza.

Jocasta fue a buscar a Gideon. Hacía un día magnífico, azul, verde y dorado. Levantó la cabeza hacia el sol y sintió su calor y su acogida. Encontró a Gideon caminando hacia los establos.

– Hola -dijo Jocasta, y metió la mano en el bolsillo de atrás del pantalón de Gideon.

– Hola, querida. ¿Lo has hecho?

– Sí, lo he hecho.

– ¿Y? Has llorado.

– Sí, me siento mal y triste. Nick y yo hemos estado juntos mucho tiempo. Es difícil… ponerle fin. Aunque supiera que había acabado… mucho antes…, antes de ti. Pero estoy bien. Sé que he hecho lo correcto. Ha conseguido que me diera cuenta de cuánto te quiero.

– Me alegro mucho de saberlo. Yo también te quiero, horrores.

– No se puede querer horrores, Gideon.

– Yo sí. Como cuando quieres algo horrores.

– Ah, bueno. Pues yo también te quiero horrores. Y te deseo horrores.

– Es agradable oírlo.

¿Cómo habían llegado a aquello? ¿Tan rápido y con una facilidad tan asombrosa? Como en una película, habían avanzado en su historia en una serie de secuencias breves, alternadas, sin diálogo, sólo con una música maravillosamente emotiva. El paseo hasta el lago, los dos juntos, caminando, separados al principio y después cada vez más juntos, hasta que el brazo de él le rodeó los hombros, y el de ella la cintura. El beso, tierno, no apasionado, junto al lago. La cena, servida por la señora Mitchell en el enorme comedor. Él le había cogido la mano y la había guiado arriba, sólo para desearle buenas noches en el rellano del segundo piso, muy correcto. Ella había permanecido despierta con los ojos abiertos en la oscuridad (y lo imaginó a él también despierto en su cama) y había salido al pasillo buscándole, abriendo puertas, guiada por la luz de la luna que entraba por la claraboya enorme de lo alto de la escalera. Y después había oído a alguien detrás de ella en el rellano y se había vuelto, asustada, y le había visto sonriéndole. Y por supuesto la escena de sexo, apasionada (aquí la música subió a un crescendo), y finalmente, antes de que la película recuperara el tempo correcto y el sonido y todas esas cosas, los dos echados en la cama, juntos, sonriéndose, con el sol entrando por la ventana.

Era todo algo exagerado, un escenario magnífico, un héroe deslumbrante, accesorios maravillosos: caballos, criados, coches increíbles, incluso le había dejado conducir el Bugatti, pero era maravilloso de todos modos.

– No dejo de pensar que me despertaré -dijo Jocasta a Gideon-, y descubriré que ha sido un sueño.

– No estás soñando -replicó él-, esto es la vida. Aunque debería haber intentado seducirte mucho antes.

– Ya lo intentaste. Creo -dijo Jocasta-. Pero de una forma terriblemente caballerosa, siempre incluyendo a Nick en tus invitaciones. ¡Qué locura! No me extraña que progresáramos tan despacio.

– Bueno, soy un hombre paciente. Te vi bailando de aquella forma tan tonta en la conferencia, Jocasta, y te deseé. Y supe que tarde o temprano tenía que tenerte. Era así de sencillo. He estado esperando mi oportunidad. Mi único temor era que Nicholas hiciera de ti una mujer decente mientras tanto.

– No pensaba hacerlo -dijo Jocasta- y hasta ayer, me importaba. Ahora ya no me importa. Lo más mínimo.

Y era cierto.

Estaba enamorada de él. Del todo. Estaba enamorada de él con locura. No había ninguna duda. Era inmensamente feliz. Todo el tiempo. No podía creerlo. Y él estaba enamorado de ella. No dejaba de decírselo.

Era absurdamente romántico. Se despertaba por la mañana y él no estaba, y luego entraba, sonriendo, con un gran ramo de flores que acababa de recoger. Fletó una avioneta para un día y la paseó sobre las montañas de Mourne, sólo porque ella dijo que siempre había querido verlas. Cabalgaron a la luz de la luna, bebieron champán en una barca en el lago, y él bautizó a uno de sus potros purasangre con su nombre.

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