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– Así está mejor. ¿Quieres hablar de tu padre? Podría ayudarte. Puede que me ayude a mí también. Nunca se sabe.

– No te interesa mi relación con mi padre.

– Ahora mismo no tengo nada mejor que hacer. Podría ser relevante, como has dicho tú.

– Me intimidaba -dijo Jocasta-. No físicamente, porque nunca me pegó, pero se burlaba de mí, me despreciaba, incluso cuando era pequeña, me hacía sentir inferior. Siempre me comparaba con Josh, aunque yo montara mejor y lo hiciera todo mejor. «¿Por qué no puedes parecerte más a tu hermano?», decía. Caramba, lo llevo grabado en el corazón. Y además lo pasaba en grande haciendo planes y anulándolos en el último momento, como las vacaciones, o no tener en cuenta mi cumpleaños, cosas así. Me esforzaba por complacerle pero no había manera. No recuerdo que me haya dicho nunca nada agradable, ni siquiera que me haya sonreído. Cuando tenía siete años, empecé a enfrentarme a él, a discutir con él, y eso lo empeoró, le puso terriblemente furioso. Josh no lo hacía nunca, se lo aguantaba todo.

– ¿Y no tienes ni idea de por qué le desagradabas tanto?

– Un tío nuestro, un día que estaba borracho, le dijo a Josh que nuestra madre le había obligado a casarse con él, que se quedó embarazada a propósito. Sin duda la odiaba.

Y probablemente por eso me odiaba a mí. A menudo he pensado que él había pensado en tener sólo el hijo, y después dejarla, y fui una niña y tuvo que quedarse esperando el hijo. Prácticamente en cuanto nació Josh, la dejó.

Suspiró y entonces, secándose la nariz con el revés de la mano, dijo:

– ¿Tienes un pañuelo?

– Claro -dijo Gideon, y sacó un pañuelo del albornoz-. Toma, y mira, tengo otro.

– Gracias.

Cogió uno, se sonó la nariz, le miró y sonrió débilmente.

– Lo siento -dijo-. Ni loca te compararía con mi padre.

– Es un alivio -dijo Gideon-, teniendo en cuenta lo mucho que le odias. Veamos, ¿te apetece una taza de té bien fuerte con mucho azúcar? Es el remedio de mi madre para todo.

– No. No, gracias. -Se calló un momento y después dijo-: Antes pensaba en lo que me dijiste un día de que te recordaba a tu madre. Y que ahora no me lo dirías.

– Al contrario. Ella también era muy valiente. Como una leona. Ella es la única persona además de ti que ha osado decirme esas cosas.

– ¿Qué cosas?

– Sobre cómo trataba a Fionnuala. Decía que la tenía descuidada, que quería ganarme su cariño con cosas materiales, y todo eso. Y yo no le hacía ni caso. Es verdad, dije que te parecías a ella. Recuerdo que te lo dije. Lo dije en serio. Es verdad.

– Oh -dijo Jocasta, y se preguntó qué más recordaba de aquella conversación, de las cualidades que le había atribuido-. Bueno -dijo con un suspiro-, de todos modos me he comportado fatal. No debería haber venido. Y por supuesto no debería haberte dicho esas cosas. No son asunto mío.

– Creo que me ha sido útil -dijo Gideon-. Una de las cosas de ser una persona importante… -le sonrió para que viera que eso al menos era broma- es que pocas personas son lo bastante valientes para cantarte las cuarenta. Seguramente me has hecho un favor, señorita Jocasta Forbes. Y a Fionnuala también. Si me disculpas, tengo que marcharme. Aisling va a ir a buscarla y la traerá, para que podamos hablar con ella juntos, y enterarnos de qué ha pasado. Y después supongo que Aisling se la llevará a esa horrible isla donde vive. El semestre está a punto de terminar, y ella iba a marcharse de la escuela dentro de unas semanas de todos modos.

– ¿A Fionnuala le parece horrible Barbados?

– La verdad es que no lo sé. Creo que se lo pasa bien. Está aprendiendo a jugar al polo. Aisling tiene amigos en los Kidds.

– Ya. Venga, vete. No puedes ir a la comisaría vestido así.

– No pensaba ir -dijo-, ella me ha dejado muy claro que no quiere verme. Me odia; me lo dijo anoche y sin duda esta mañana lo habría vuelto a hacer de no haberla interceptado tú. Es probable que me escupa en la cara si me presento.

– ¡Gideon! -exclamó Jocasta-. No te has enterado de nada de lo que te hemos dicho tu madre y yo. Haz el favor de ir. Si te escupe en la cara, al menos que lo haga sabiendo que estás lo bastante preocupado para ir. Ve. Corre a vestirte.

Gideon volvió diez minutos después. Llevaba un vestido de cheviot de corte perfecto, bajo un largo Barbour. Estaba muy elegante: una caricatura de un caballero rural.

– Me he afeitado -dijo-, para recibir bien el escupitajo.

– Bien hecho. Te prometo que valdrá la pena. ¿De verdad la traerás aquí?

– Oh, sí.

– Bien. Entonces la conoceré.

Ya era tarde cuando volvieron. Jocasta observaba desde la ventana de su dormitorio. Las nubes se estaban deshaciendo por fin y el sol se filtraba entre ellas. La hierba empapada se secó un poco al aterrizar el helicóptero. Gideon bajó primero, después Aisling, y después él se volvió y alargó una mano hacia la escalerilla. Bajó una chica: esbelta, morena, con vaqueros y chaqueta de piel. Fue todo lo que Jocasta pudo ver, excepto cómo rechazó la mano de su padre y después caminó a zancadas por delante de él hacia la casa, detrás de su madre. Estaba encogida dentro de la ropa, con las manos en los bolsillos.

Pasaron dos horas, se oyeron gritos, primero en la planta baja, luego en el porche. Eran palabras ininteligibles, ocasionalmente frases tópicas, lanzadas como proyectiles. «¿Qué esperabais?», «Con lo que habéis hecho», «¿Cómo podéis ser tan estúpidos?», «Habéis destrozado mi vida», «¡Os odio a los dos!».

Después portazos, pasos apresurados, escaleras arriba y por el pasillo. Y más portazos. Jocasta lo observó todo, dando vueltas a las frases en su cabeza. Era un artículo perfecto, con todos los elementos imaginables: no sólo amor, lujuria y delito, sino ricos, poder, belleza y juventud rebelde. Incluso, si quería mencionarlo, su propia encarcelación.

Y entonces les vio, caminando por el césped: Aisling y Fionnuala, y Gideon detrás de ellas. Las hélices del helicóptero empezaron a girar y las dos corrieron para evitar el viento y subieron. El aparato ascendió despacio, inclinándose peligrosamente, y luego cobró altura muy rápido. Lo único que podía verse era un círculo blanco en la ventana, una cara, la cara de Fionnuala, mirando hacia abajo. Gideon la saludó y Jocasta pensó, «por favor, por favor, devuelve el saludo», pero el círculo no se movió y no hubo ninguna señal de respuesta. Gideon se volvió y regresó caminando a la casa, y parecía la última persona viva en el mundo.

Jocasta también se volvió y, por primera vez desde aquella mañana, salió de su habitación.

Gideon estaba en el estudio, como Jocasta se imaginaba, mirando la pantalla del portátil, moviendo las manazas con singular destreza por el teclado. Jocasta llamó a la puerta.

– Ahora no, señora Mitchell -dijo.

– No soy la señora Mitchell. Soy yo.

Él se dio la vuelta. Tenía la cara gris de tensión.

– ¿No te habías ido? -preguntó en un tono de voz inexpresivo.

– ¿Puedo quedarme un poco más?

– Preferiría que no. Lo siento, Jocasta, pero estoy muy cansado y…

– ¿Cómo ha ido?

– ¿Qué?

– He dicho que cómo ha ido.

– No muy bien -contestó-, pero no me apetece hablar de eso. Ya tendrás suficiente para tu artículo. Sobre todo si has estado aquí todo el día, recogiendo material para tu maldita y sin duda sensacional historia. ¿Estás contenta ahora, Jocasta? Espero que sí.

– Oh, muy contenta -dijo-, y seguro que será sensacional.

– Bien. A lo mejor te dan un premio. Espero que no me preguntes si puedes mandarlo desde aquí. Hay límites, incluso para mi buen carácter.

– Claro -admitió-, soy consciente de ello. Y también hay límites para mi inmisericordia. Para que veas.

– Me alegro por ti -dijo, e hizo ademán de levantarse-. Iré a buscar a la señora Mitchell.

– Sí, gracias. Una cosa, Gideon.

– ¿Qué?

– No está a punto para mandarlo. De hecho no está escrito. Sólo en mi cabeza.

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