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Kate iba a la escuela pública local. Era una escuela muy buena y ella estaba muy contenta.

Pero había habido un problema considerable cuando Juliet había ganado una beca de música para el instituto local privado. El director de su escuela primaria había propuesto que lo intentara porque tenía muchas posibilidades de que se la concedieran. Jim dijo que sus principios y por descontado su situación económica hacían imposible que aceptara la plaza. Helen se puso firme por una vez y dijo que era una oportunidad maravillosa para Juliet y no pensaba privarla de ella.

– Sólo porque vaya contra el ideal de la escuela pública, no lo rechazaremos. Lo siento, Jim, pero o la dejas ir a Gunnersbury o me voy. Si le dan la beca va a ir y no hay más que hablar.

Muy a su pesar, Jim tuvo que ceder.

Cuando llegaron al restaurante, Jilly ya estaba sentada a la mesa, con una enorme caja al lado. Resultó ser una chaqueta de motorista de piel preciosa. Kate se puso como loca e insistió en llevarla durante la cena.

– Es divina -no paraba de decir, acariciándola y levantándose para exhibirla-. ¿No es una preciosidad?

Cada vez acababa dando un abrazo y un beso a su abuela, y exigiendo que todos afirmaran que era una preciosidad. Jim estaba furioso para sus adentros por que Jilly le hubiera regalado algo tan caro. Helen sabía por qué. Hacía que su propio regalo, un móvil nuevo, pareciera insignificante en comparación.

Las niñas disfrutaron de la cena, armando un escándalo cada vez que localizaban algún famoso. Vieron a Zoë Ball, y también a Geri Halliwell y a una estrella de EastEnders de quien Helen no había oído hablar, y cuando el camarero llegó con un pastel y velitas, y se puso a cantar «Cumpleaños feliz», los ojos oscuros de Kate se llenaron inesperadamente de lágrimas.

– Es todo tan bonito -no cesaba de decir Kate-. Es tan…

Jim logró secundar la canción, pero en cuanto cortaron y repartieron el pastel no pudo evitar decir que era un desperdicio el pastel que Helen había hecho en casa.

– Papá -dijo Kate quejumbrosa-, no seas aguafiestas.

– Kate, no hables así -dijo Helen bastante cortante, y Jilly le dijo que no había para tanto, que Kate estaba nerviosa.

– ¿Por qué no nos calmamos y disfrutamos del pastel? Juliet, cariño, come.

– Es una pasada -dijo Juliet educadamente, y después desvió la conversación con habilidad-. Kate, ¿no es ése el doctor Fox?

– Hablando de médicos -dijo Jilly-. He…

– ¡Abuela! -exclamó Kate-. ¡Foxy no es un médico de verdad! ¡Es un DJ! Deberías saberlo.

– No le hagas caso, mamá -dijo Helen-. Sigue.

– ¿Qué? Ah, sí. Tengo una doctora de cabecera nueva muy buena. Una chica encantadora que acaba de empezar en la consulta. Me gustó muchísimo.

– Qué bien -dijo Helen-. ¿Te encuentras bien, mamá?

– Por supuesto que me encuentro bien -contestó Jilly, casi con indignación.

– Fue una visita social, entonces -dijo Jim en un tono algo crispado-. Como es tan simpática…

– Sí -comentó Jilly secamente-, sí, lo es. Venga, niñas, acabaos el pastel.

– ¿Sabes qué? -intervino Kate con aire soñador, mirando a un camarero que llevaba un cubo de hielo al fondo del restaurante-. Nunca he probado el champán.

– Pues ahora lo vas a probar -dijo Jilly-. Voy a pedir una botella.

Sabía perfectamente lo que hacía, pensó Helen. Las últimas palabras de Jim la habían ofendido y sabía cómo devolverle la ofensa. Ya había levantado una mano para llamar al camarero, pero Helen se la hizo bajar con suavidad.

– Mamá, por favor, no. Es un derroche y las niñas ya han comido demasiado. Se pondrán enfermas.

– No es verdad -protestó Kate-. ¿Verdad que no, Jools?

– No -dijo Juliet un poco nerviosa.

– Bien. Entonces…

– Jilly, no -comentó Jim con voz hosca y expresión de dureza-. Por favor.

– Papá…

– No te preocupes, Kate -dijo Jilly enseguida-. Te diré lo que haremos: la próxima vez que vengas a pasar el fin de semana, tendré una botella preparada. ¿Qué te parece? ¿Podemos poner una fecha?

– De acuerdo -dijo Kate fastidiada-. Pero sería más divertido ahora.

Helen sintió una oleada de rabia contra su madre, que había hecho enojar a Jim a propósito.

¿Y Juliet qué? ¿Cuándo tendría ella la oportunidad de pasar un sofisticado fin de semana con champán con su abuela?

– A lo mejor Juliet también puede ir a pasar el fin de semana -dijo, consciente mientras hablaba de lo mal que sonaba y de lo embarazoso que era para Juliet.

– ¡Por supuesto! -dijo Jilly-. Será muy divertido. Quedaremos muy pronto. Bueno, si todo el mundo está satisfecho, pediré la cuenta.

– Muy satisfechos, gracias -dijo Jim.

De repente, Helen tenía ganas de echarse a llorar.

El cumpleaños de Kate siempre la hacía sentir muy sensible, como a Kate. Pensó en la madre de Kate, dando a luz sola, sin la ayuda de nadie. Pensó en Kate recién nacida y en el peligro físico que sin duda había corrido, abandonada, fría y sola, y pensó en su terrible vulnerabilidad, mientras su madre se alejaba con determinación.

¿Cómo podía hacer eso una mujer? ¿Cómo? ¿Dónde estaría en ese momento, aquel día preciso? ¿Pensaría en el bebé diminuto y vulnerable que había abandonado de forma tan cruel y despiadada?

Helen esperaba que sí, y esperaba que le doliera.

Capítulo 5

Dolía. Dolía mucho. A veces era como un dolor físico.

Y era muy injusto. Que él la despreciara y despreciara lo que hacía. Se suponía que la amaba, por el amor de Dios. Siempre le decía que la amaba. Y que la necesitaba.

A veces, sólo a veces, pensaba en serio en enfrentarse a él y decirle que no podía más, que aquello no era un matrimonio como ella lo entendía. Pero le faltaba el valor, ésa era la pura verdad. Además, él era demasiado inteligente para ella: siempre vencía en las discusiones. Debería haber sido abogado, pensaba Clio amargada, mientras apretaba el timbre para que pasara otro paciente, y no cirujano, habría…

– Ah, Clio, antes de que te pase a la señora Cudden, Jeremy ha llamado.

¿Otra vez? Hacía sólo media hora que la había llamado por última vez.

– ¡Jeremy! Pero si sólo… Creía que estaba en el quirófano.

– Parece que está en casa. ¿Quieres llamarlo ahora?

– Mmm…

Lo pensó rápidamente. Si no le llamaba, se enfadaría; si le llamaba, también, porque diría que no podían hablar con tranquilidad.

– No, ahora no. La señora Cudden lleva años esperando. Si llama otra vez, dile… dile que estoy ocupada.

– De acuerdo.

Quería a Jeremy, sin duda le quería, y estaba contenta de estar casada con él: al menos casi siempre. Además le gustaba llevar la casa, lo que era bastante irónico, teniendo en cuenta sus logros y ambiciones profesionales.

Y le encantaba su trabajo. Le encantaba. Era un placer llegar a conocer a sus pacientes, involucrarse en sus vidas, saber cuándo ser expeditiva y cuándo dedicarles más tiempo. También era agradablemente diferente del trabajo de hospital, donde veías a gente que no conocías de nada unas pocas veces y después no volvías a verlos nunca más. Era un placer convertirse en una parte de sus vidas, casi una amiga, un consuelo, un apoyo. A Clio le compensaba mucho la relación.

Lo que no sabía antes de trabajar en el hospital era hasta qué punto recaía la responsabilidad sobre el médico de familia. Eras el último en la cadena, el contacto con los pacientes. Confiaban en ti. Sobre todo los mayores. Tenía una pareja, los Morris, que le caían en especial bien. Los dos contaban más de ochenta años, y aún podían cuidarse uno a otro en su casa, que tenían inmaculadamente limpia y ordenada, pero debían tomar pastillas y la dosificación era bastante complicada. Si no se las tomaban, se desorientaban y entraban en una cruel espiral descendente, y su única hija vivía a sesenta kilómetros de distancia y o bien no podía o no quería ayudarles.

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