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– Disculpe, señorita. ¿Puedo ayudarla?

– No -dijo Kate-, estoy buscando a alguien.

– ¿A quién busca?

– A alguien que trabajaba aquí hace quince años.

– ¿Y para qué busca a esa persona?

– Lo siento, pero no puedo decírselo.

– En ese caso, debo pedirle que deje de hacer perder el tiempo a mis empleados. Si tiene alguna solicitud, puede presentarla a través de los canales previstos. Escriba al departamento de Recursos Humanos. Pero no la ayudarán si no les da una razón satisfactoria.

Kate cogió el metro hasta Ealing y pasó la tarde en su habitación. Aquel día no dejó que Helen entrara.

Y ése, otra vez, más sollozos. Helen se armó de valor y llamó a la puerta. No podía dejarla así, y además creía saber por qué lloraba. Al día siguiente era el cumpleaños de Kate.

– ¿Kate? Cariño, ¿puedo ayudarte?

– No, gracias -dijo ella, después de un rato.

– ¿No puedo escucharte al menos?

– He dicho que no.

– Bien. Entonces…

Sonó el teléfono. Agradecida, Helen fue a cogerlo.

– Era la abuela -comentó, volviendo a la habitación de Kate-. Quiere invitarnos a todos a cenar mañana, para celebrar tu cumpleaños. ¿No es estupendo? Al Joe Allen's, en Covent Garden. Dice que es muy divertido.

– ¿Al Joe Allen's? -Kate se esforzó por parecer desinteresada, pero no lo logró-. Bien por la abuela. Es una caña.

– Me alegro de que te guste. En fin, ¿seguro que no quieres contarme nada?

– ¡Mamá! ¡Te he dicho que no! -Pero sonrió a Helen y le dio un breve abrazo-. Estoy bien. En serio.

Aliviada, Helen bajó a comunicarle a Jim la invitación de Jilly. No le hizo mucha gracia y dijo que creía que no debían ir.

– Siempre hemos celebrado los cumpleaños en casa. Es una tradición familiar. Y tú ya le habías hecho un pastel. ¿Qué vas a hacer con él?

– Nos lo comeremos antes de marcharnos. O a la vuelta. Jim, creo que es importante que vayamos. Y es muy generoso de su parte. Por favor, ¿puedo llamarla y decirle que sí?

Un silencio. Por fin:

– Bueno -dijo Jim de mala gana.

– Bien, gracias.

Fue a llamar a Jilly para decirle que todos irían encantados. Por Dios, qué difícil era la vida. Y desde luego la velada tampoco sería pan comido. Por mucho que se esforzaran por disimular, siempre afloraba la tensión entre su madre y Jim. Sin embargo, valía la pena hacerlo por Kate. Como tantas cosas…

Jilly había fingido desde el principio con todo el mundo que le gustaba mucho Jim. En realidad, le parecía aburrido, pretencioso y vulgar. Incluso su aspecto era vulgar, con su cabello castaño bien cortado, su cara redonda y la barriga incipiente. La clase de persona con la que Helen no se habría casado nunca, si las cosas hubieran sido diferentes.

Si Jilly no se hubiera quedado viuda tan cruelmente, cuando Helen tenía sólo tres años. Y no sólo se había quedado sola, sino en condiciones deplorables. Con un valor y una determinación admirables, había cambiado su elegante casa de Kensington Mews (por la que había obtenido un precio decepcionante por culpa de la hipoteca) por una casita eduardiana bastante modesta en Guildford. Había seguido un curso de taquigrafía y se había pasado diez años trabajando de secretaria a tiempo parcial.

Podría haberse casado otra vez, tuvo bastantes proposiciones. Pero Mike Bradford había sido su amor verdadero, y no soportaba la idea de que otro fuera el padrastro de Helen. Ella era el trabajo de su vida y no lo echaría a perder por un hombre mediocre. Sin embargo, Helen se había echado a perder ella solita con un hombre así. Muy mediocre. No había duda de que Jim era muy inteligente, porque no llegabas a ser director de un instituto a los treinta y ocho si no lo eras. Pero aun así, ¡un profesor! ¡Para Helen! Viviendo en una casita miserable de Ealing. Y… Jim. ¿Por qué Jim? ¿Por qué no James, un nombre tan distinguido? Lo había pensado la primera vez que lo había oído, el día de su boda. Yo, James Richard, te tomo a ti, Helen Frances…

En fin, ¿por qué Jim?

Porque Helen le quería. Le quería mucho. Era amable y cariñoso, y le daba confianza en sí misma, no sólo porque la consideraba muy atractiva y se lo decía («siempre soñé con una chica alta con el pelo oscuro y los ojos azules, pero nunca creí que la tendría»), sino porque la encontraba interesante y también solía decírselo.

Además Jim era un padre estupendo. Siempre estuvo a su lado con lo de la adopción y participaba en todos los aspectos de la educación de las niñas. Demasiado anticuado para creer que era su obligación levantarse por las noches o cambiar pañales, pero dispuesto a hablar de todo con ella, con la seriedad y la atención que ponía en todo lo que hacía en la vida. Del orinal, de la guardería, de la disciplina. Y estaba muy orgulloso de las dos: de Kate y de Juliet. Helen sabía que todo el mundo se preguntaba si sentían un afecto distinto por Juliet, porque era su hija biológica y no la de otros, pero los dos decían con total sinceridad que no era así. Las dos eran sus hijas y las querían, así de sencillo.

Cuando llegaron Kate y Juliet, Jilly ya no trabajaba de secretaria. Un empleo en el departamento de personal de Allders of Croydon había llevado a una amistad con una de las compradoras de moda, que estaba a punto de abrir una tienda propia en Guildford. Caroline Norton le ofreció empleo como gerente.

– Sé que en teoría no sabes nada de ropa -dijo-, pero salta a la vista que lo sabes todo en la práctica. Por favor, ven conmigo.

Y Jilly lo hizo, y Caroline B (la B fue un bonito cumplido en honor de Jilly) inauguró su tienda en Guildford en 1984. Tuvo un gran éxito entre las señoras de Guildford, porque ofrecía ropa de verdad para mujeres de verdad, según decía en el escaparate. Abrigos y vestidos sencillos y elegantes, trajes de cheviot bien cortados, y para la noche, trajes pantalón, que sentaban bien a mujeres con piernas menos largas y esbeltas. Y Jilly y Caroline no sólo ofrecían ropa elegante, también ofrecían un servicio personal. Si un traje no sentaba bien a una clienta, se lo decían, aunque con cariño y tacto. Si la clienta quería un traje para una ocasión particular, no paraban hasta que le encontraban uno. Ahora había cinco Caroline B, todas con mucho éxito, todas dirigidas con la misma filosofía de servicio y atención personal. La más cercana a Londres era la de Wimbledon. Como decía Caroline, en la ciudad estarían perdidas.

Helen quería a su madre y estaba muy orgullosa de ella. Sabía lo mucho que había trabajado para que a ella no le faltara de nada, pero desde que había empezado a ser mayor Helen supo que era una desilusión para ella (demasiado pacífica, demasiado tímida, poco ambiciosa). Y sin el éxito suficiente con los hombres. Por eso había sido maravilloso conocer a Jim. Tranquilo, cariñoso, interesado en ella.

Helen nunca había pensado en volver a trabajar (antes era secretaria). Una de las muchas cosas en las que ella y Jim estaban del todo de acuerdo era que las madres debían estar en casa para cuidar a los hijos.

De todos modos, económicamente iban muy justos. Había poco dinero para lujos y a medida que las chicas crecían y salían más caras, sobre todo Kate, el problema era mayor. Hacía meses que Kate pedía que la dejaran trabajar los sábados.

– Sarah trabaja en la peluquería, le gusta mucho y gana dinero. No sé por qué yo no puedo.

Pero Jim y Helen tenían muy claro por qué no.

Jilly les ayudaba en todo lo que podía, le regalaba ropa a Helen que aseguraba que ya no podía venderse en la tienda y que Helen le agradecía demasiado para discutírselo. Jim no aceptaba nada más, salvo un regalo de vez en cuando, y habían tenido una pelea terrible cuando Jilly se había ofrecido para pagar la escuela a las niñas.

– En primer lugar, no pienso aceptar el dinero, y en segundo lugar, no quiero ni oír hablar de que las niñas vayan a una escuela privada.

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