Литмир - Электронная Библиотека
A
A

A las diez todavía no había ninguna cama libre. Kate estaba deprimida en Urgencias, mordiéndose las uñas. Aquello era increíble. Estaba agotada: ¿cómo se sentiría su abuela? Se paseó por la sala, con los brazos cruzados, esforzándose por no gritar. Su madre estaba en el cubículo, angustiada. Su padre había ido a dar una vueltecita, según había dicho. No soportaba los hospitales.

Alguien se había dejado un periódico. Kate lo recogió distraídamente. Era el Sketch. Había un gran artículo en la página interior sobre una anciana que había estado en una camilla de hospital sin comer ni beber durante doce horas y había muerto. Era una vergüenza, decía el Sketch, que esas cosas sucedieran en un país que era pionero de la seguridad social. La hija de la anciana decía que demandaría al hospital, al médico y a la seguridad social.

Al menos tenían agallas, pensó Kate. No se limitaban a decir sí doctor, no doctor, a la mierda doctor.

Aquello era horrible. ¿Qué podía hacer? ¿Quién podía ayudarla?

Y entonces se acordó de la simpática médico de su abuela. La que había ido a la tienda el otro día. Seguro que ella podría hacer algo.

Fue al cubículo donde Jilly dormitaba agitada.

– ¿Abuela?

– ¿Sí? -Se despertó de golpe.

– Abuela, ¿cómo se llama tu doctora? Aquella que vino el otro día a la tienda.

– Ah, la doctora Scott. Sí. Es muy simpática.

– ¿Tienes su teléfono? He pensado que podía llamarla. A ver si puede ayudarnos.

– Está en mi agenda. En mi bolso. -Su voz era un poco pastosa-. Pero es domingo, no vendrá. ¿Qué podría hacer ella?

Kate se encogió de hombros.

– No lo sé, pero puedo intentarlo.

Salió a la calle y llamó a la consulta.

Capítulo 12

En algún momento de sus horas de insomnio, más largas de lo normal, había tomado la decisión. Llamó a Chad a primera hora y le dijo que lo haría. Más bien que empezaría a hacerlo. Les seguiría la corriente, un tiempo al principio, a ver qué pasaba, para juzgar si sería posible. Se tomaría una semana de vacaciones -cuando terminara la importante presentación- y lo intentaría.

– Sólo me comprometo a ir allí con vosotros -le advirtió-. A hablar con la gente de la circunscripción, con Norman Brampton. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Martha, es genial. Sé que funcionará. Estoy seguro.

– No lo estás -dijo ella-. Aunque así lo sabrás con seguridad.

Chad había invitado a Jack Kirkland y a Janet Frean a un almuerzo de trabajo en su piso de Londres, para hablar de política. Al día siguiente, dijo Chad, con un poco de suerte dejarían de ser celebridades de primera página y serían políticos en activo de una vez por todas. El electorado estaba cansado de famosos. Quería que las zonas rurales estuvieran en manos de personas maduras y sensatas.

Lo más difícil era convencer al mayor número de parlamentarios posible para que se unieran a ellos. Esbozaron una lista de posibles, probables e imposibles. Los sopesaron, ajustaron las posibilidades y asignaron un puñado a cada uno, empezando por los probables.

También necesitaban crear consejos locales donde fuera humanamente posible. Tenían algunos en marcha, pero en poco más de dos semanas se celebrarían las elecciones de mayo y eso ponía un límite claro a lo que se podía alcanzar.

Sería difícil, pero cualquier éxito saldría en los titulares y pondría el partido en movimiento. Al mismo tiempo, se embarcarían en un ambicioso programa de charlas por todo el país. Kirkland se encargaría de Londres y los condados circundantes, Janet de la zona central y Chad del norte, «pero el sábado volveré al sur, iré a East Anglia, empezando por Binsmow, en Suffolk, con nuestra encantadora posible candidata, para ver lo que podemos hacer allí. Quiero ir personalmente por varias razones, entre ellas, que ya he mantenido varias conversaciones con Norman Brampton».

– ¿Qué posible encantadora candidata? -preguntó Kirkland.

– Martha Hartley.

– ¡Dios santo! -Había apostado con Chad a que Martha diría que no-. A lo mejor se ha desenamorado del derecho -dijo Kirkland.

– A lo mejor. A lo mejor cree sinceramente que puede gustarle -dijo Chad.

– A lo mejor le atrae la popularidad -dijo Janet-. Es difícil de imaginar lo pesado que es hasta que lo vives.

Estuvieron de acuerdo en que era probable que fuera una combinación de todas esas cosas.

Clio llegó poco después de las dos.

– Siento haber tardado tanto -dijo entrando apresuradamente en Urgencias-. He tenido infinidad de visitas esta mañana. Eres Kate, ¿verdad?

– Sí -dijo Kate.

Parecía agotada: tenía los ojos apagados y hundidos y un aspecto bastante desaliñado.

– ¿Cómo está tu abuela? ¿Dónde está?

– En un sitio llamado UCI -contestó Kate, y se echó a llorar.

– Oh, no. Espera, voy a averiguarlo. Ah, hola. Usted debe de ser la madre de Kate.

– Exacto. Ha sido muy amable viniendo, doctora Scott. -Helen parecía muy cansada-. Necesitamos ayuda, acaban de llevarse a mi madre a la UCI y Kate se ha puesto a gritarle a una enfermera.

– No se preocupe -dijo Clio-, ya están acostumbradas. Pero ¿por qué la han llevado a la UCI?

– Por no sé qué de un coágulo. Le dolían las piernas, ha dicho que no le gustaba quejarse y de repente ha empezado a dolerle el pecho. Dios mío, esto es una pesadilla.

– Voy a ver si me entero de algo -dijo Clio acariciándole la mano-. Intente no angustiarse más de la cuenta.

Tras un interrogatorio insistente al médico de guardia se enteró de que Jilly no sólo tenía un trombo -era cuestionable que hubiera sido causado por la larga permanencia en la camilla-, sino que éste se había movido hacia arriba y una parte se había instalado en su arteria pulmonar. Clio volvió con Helen y Kate y les dio la noticia con toda la delicadeza que pudo.

– Sé que es una noticia angustiosa, pero está recibiendo buenos cuidados, y el médico les mantendrá informados. Me ha prometido que bajaría en cuanto supiera algo. Me temo que no me dejarán verla, pero físicamente está en buenas condiciones, y debería ir todo bien. Es una mujer espléndida -añadió-. Es muy lista y atractiva. Me encanta su tienda.

Cuando Clio se marchó, Kate estaba hablando con un joven que acababa de entrar en Urgencias y que estaba claro que no era un paciente. Tal vez había ido a recoger a alguien. Se le veía muy impresionado con Kate y no era de extrañar. Era muy atractiva, incluso con la cara sucia. Pero ¿a quién le recordaba? ¿A quién?

Clio pensó en sí misma a los dieciséis años, rechoncha, sosa, nerviosa, insegura. No habría sido capaz de hacer lo que había hecho Kate: batallar con la burocracia, cuestionar la autoridad. Apenas era capaz de hacerlo ahora, en realidad. Ni siquiera era capaz de enfrentarse a su marido.

– Me recuerdas a mi madre -dijo Gideon Keeble-. Fue el gran amor de mi vida -añadió, sonriendo-, aunque supongo que eso a ti no te parecerá un cumplido. Pero te habría gustado. Y tú le habrías gustado a ella.

– ¿Cuándo… cuándo murió?

– Hace cinco años y medio. Tenía casi noventa años.

– ¡Noventa!

Eso era curioso. Demasiado mayor para ser la madre de Gideon. Él le leyó el pensamiento.

– Fui su último hijo. Tenía casi cuarenta años cuando yo nací. No te estrujes más el cerebro, tengo cincuenta y un años. No soy Matusalén.

– Ya te lo dije, Gideon, para mí no tienes edad.

Era cierto; allí sentado, sonriendo, bajo el sol, con los ojos azules fijos en los suyos, no tenía ninguna edad, sólo era un hombre muy atractivo.

– ¿En qué me parezco a tu madre?

– Era muy lista. Y decidida.

– ¿Cómo sabes que soy esas dos cosas?

– No podrías hacer tu trabajo si no lo fueras. Y además eres encantadora y cariñosa.

– ¿Cómo sabes tú que soy cariñosa?

31
{"b":"115155","o":1}