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– Bueno, ya hemos llegado… -Jilly paró frente a la casa. Llovía-. Coge la comida, cariño, y yo abriré la puerta. Camina con cuidado porque el sendero se pone muy resbaladizo.

Kate la miró caminar por el sendero sobre sus altos tacones. Había oído decir que cuando ocurría un accidente todo pasaba a cámara lenta y nunca se lo había creído, pero vio a su abuela volverse para comprobar que la seguía, y después, muy, muy lentamente y con elegancia, hacer casi una pirueta y resbalar hacia un lado, con la falda flotando hacia arriba y luego hacia abajo, envolviéndola en una especie de manta al caer, también muy despacio, al suelo, y quedarse allí, completamente inmóvil.

Jocasta apagó el móvil y sonrió a Josh.

– Lo siento.

No estaba muy segura de lo que sentía. ¿Culpabilidad? Un poco. ¿Preocupación? Era probable. ¿Y qué más? Bueno, ya sabes qué más, Jocasta. Excitación. Mucha excitación.

Estaba cenando con Josh, con un Josh bastante apagado, porque era su cumpleaños y Jocasta había pensado que no podía dejarlo solo. Nick no había querido ir. Cuando por fin habló con él sobre su desaparición de la noche anterior, estaba furioso.

– Habría sido un detalle que intentaras hablar conmigo. Estuve muy preocupado por ti, Jocasta.

Ella le dijo que no recordaba la cantidad de veces que él no la había llamado en circunstancias parecidas, y él dijo que de acuerdo, que no siguiera por ese camino, pero que no le apetecía cenar con Josh.

– Es que está muy solo, Nick.

– Se lo merece. Es un estúpido. ¿Cumple tres años? ¿O son cuatro? En fin, acabo de tener una entrevista en exclusiva con Iain Duncan Smith, con comentarios sobre el nuevo partido y el futuro que él le ve. El periódico del domingo lo quiere a primera hora.

– Bien. Perfecto. No te preocupes por mí.

– Te llamaré mañana.

– ¿Qué crees que podemos hacer mañana? ¿Leer tu artículo? ¿Leer el artículo de otro y después releer el tuyo y decir que es mucho mejor que el otro?

– Oh, Jocasta, no seas tonta. Te llamaré por la mañana. Almorzaré con David Owen, pero aparte de eso estoy libre.

– Uau -dijo ella-, suena de maravilla, el domingo por la noche, a lo mejor, cuando hayas acabado tu artículo. No te molestes, Nick. -Colgó, consciente de que en cierto modo había provocado una pelea y del porqué. Iniciar peleas era uno de sus talentos. O eso decía Nick.

Entonces fue cuando empezó a preguntarse qué sentía. Y en aquel momento estaba en pleno debate. Había sido culpa de Gideon Keeble, que la había llamado al móvil. ¿Les apetecía a ella y a Nick almorzar con él al día siguiente?

– Nick no podrá -dijo ella, con la cabeza a cien por la excitación-. O sea que…

– O sea… -comentó él, y calló un momento-. ¿Y tú qué? Si te arriesgas a pasar un domingo aburrido con un viejo, por mí encantado. Tú decides.

– Me gustaría mucho -dijo ella-. Gracias.

– Excelente. Te recogeré, ¿a qué hora? ¿A las once y media?

– Estupendo. Estaré a punto. Adiós, Gideon.

En realidad se sentía culpable, eso lo tenía claro mientras jugueteaba con los calamares en el plato: muy culpable…

– Tengo que pedirte que apagues inmediatamente el teléfono.

La voz resonó en la sala de espera: una voz áspera y aburrida.

– Es que quiero llamar a mi madre. Esa es mi abuela… -Señaló el cubículo donde tenían a Jilly.

– Pues utiliza el teléfono público. Los móviles interfieren con el equipo del hospital. Ahí lo dice bien claro.

– ¿Dónde hay un teléfono público?

– Hay uno en la entrada principal.

– Sí, uno que no funciona. ¿Alguna sugerencia?

Todos la miraban: Urgencias estaba atiborrado. Familias jóvenes con bebés y la cara pálida; niños llorando; uno que no paraba de vomitar en una caja de bocadillos de plástico; un borracho que sangraba por la cabeza; varios borrachos más acurrucados contra la pared; una jovencita asiática que daba lástima, muy embarazada, cogida de la mano de su marido; al menos tres parejas de ancianos; una pareja de hombres de mediana edad, uno con un pie vendado de cualquier manera: una ola de tristeza, miseria, dolor y ansiedad que golpeaba contra una costa hostil, esperando con dolorida paciencia. Todos agradecían la distracción de un pequeño drama.

– No hay necesidad de ser grosera -dijo la mujer detrás del mostrador.

– No pretendía ser grosera. Como su sugerencia no me vale le pedía una alternativa.

La angustia y la ansiedad estaban haciendo sentir peor a Kate a cada minuto que pasaba. Esperaba consuelo, atención, una solución rápida a los problemas de su abuela. Quería verla pronto a salvo y cómoda en una cama de hospital, aliviada de su dolor. En cambio, su abuela llevaba más de dos horas metida en un cubículo en una camilla, después de que la ambulancia llegara tras cuarenta largos minutos y la llevara al hospital, esperando para que le hicieran radiografías, sin ninguna mejora visible en su estado. Un médico la había examinado, había dicho que tenía una cadera rota o la pelvis fracturada. No podía hacer nada hasta que le hicieran las radiografías.

Seguía llevando la ropa empapada, a pesar de que una enfermera había prometido tres veces ponerle algo seco, y temblaba violentamente.

Por fin, a la una de la madrugada, le hicieron las radiografías. Tenía fractura de pelvis, pero la cadera no estaba rota.

– Eso significa que no hay necesidad de operar -dijo el médico, cuando pasó de nuevo por el cubículo-. La pelvis se curará sola, con tiempo. Teniendo en cuenta que puede tener conmoción, y en vista de su edad, la ingresaremos, que pase la noche aquí, y le daremos analgésicos.

– Tiene mucho frío -dijo Kate-, no para de temblar.

– Es el shock -dijo.

La enfermera, detrás de él, asintió con connivencia. En cuanto aparecía un médico, aquello se llenaba de enfermeras. El resto del tiempo no se veían por ninguna parte. Incluso habían encontrado un momento para quitarle la ropa mojada.

El médico acarició la manta de Jilly con condescendencia.

– Pobrecilla. Cómo te llamas, oh, sí, Jillian. Enseguida te sentirás mejor, Jillian.

– Me llamo -dijo Jillian, con una voz firme de repente- señora Bradford. Así es como quiero que me llamen.

El doctor y la enfermera se miraron.

Cuando llegaron Helen y Jim eran las dos de la madrugada. Finalmente Kate había salido fuera y les había llamado, después de que el médico pasara a ver a su abuela.

– ¿Dónde está? -dijo Helen-. ¿Está en una cama?

– No -contestó Kate-, está en una camilla. Son un hatajo de inútiles. Estaba muerta de frío hasta que he conseguido que le pusieran una manta. Sólo ha tomado una taza de té que le he llevado yo. Ni analgésicos ni nada. ¡Gilipollas! -añadió en voz alta.

– Kate, hija, no hables así -dijo Helen-. ¿Podría ver a mi madre? -preguntó con voz insegura a la mujer que estaba en el mostrador.

– Por supuesto que puedes -respondió Kate-. No preguntes, sólo saben decir que no.

Una anciana sin dientes soltó una risotada.

– Es buena, ¿eh? -dijo a Helen-. Tiene más agallas que el resto de nosotros juntos. Debería estar orgullosa.

Helen sonrió con nerviosismo y siguió a Kate hasta el cubículo de Jilly.

Kate se despertó sobresaltada. Tenía la cabeza apoyada en el regazo de su madre. Ella también se había dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Jim. Kate miró el reloj, eran más de las seis.

Se sentó y después fue al cubículo. Por favor, por favor, que ya no estuviera.

Sí estaba. Seguía allí, muy despierta, y afiebrada.

– ¡Kate! Oh, creía que os habíais marchado.

– No nos hemos marchado, abuela. Lo siento. ¿Cómo estás?

– Duele -dijo Jilly-. Duele muchísimo. ¿Puedes volver a pedirme un analgésico? No podré soportarlo mucho rato más. ¿Y podrías traerme otra taza de té, Kate?

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