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Miró por la ventana, decidida a no contestar más preguntas sobre su vida familiar. Las otras se miraron y se pusieron a hablar de un artículo de Cosmopolitan sobre cómo tenerlo todo: profesión, amor, hijos…

– No me gustaría tenerlo todo -dijo Martha-. Bueno, al menos hijos, no. Con la profesión tendré suficiente.

Una voz incorpórea les pidió que volvieran a sus asientos.

Pasaron tres días juntos en Bangkok, tres días extraordinarios en los que crearon vínculos, se adaptaron al calor sofocante, al aire contaminado, al olor que todo lo invadía.

– Es como una mezcla de verdura podrida, tubos de escape y caca -dijo Clio alegremente.

Se alojaron en la misma pensión inhóspita de Khao San Road. Fue un impacto cultural increíble y maravilloso: hacía calor, era ruidosa, estaba llena de gente, iluminada con rótulos parpadeantes en tecnicolor, rodeada de salas de masaje y tatuaje y de puestos que vendían desde camisetas hasta Rolex falsos y cedes pirateados. Casi todas las casas eran pensiones, y a lo largo de toda la calle cafés iluminados con fluorescentes pasaban vídeos sin parar.

Las tres chicas llevaban su diario, que se tomaban muy en serio y escribían por las noches. Planearon verse al cabo de un año y leerse sus aventuras unas a otras.

Por supuesto Jocasta se tomaba el suyo especialmente en serio. Al leerlo muchos años después, aunque el estilo afectado le hiciera pestañear, la transportó a aquellos días pasados, en que deambulaban por aquella ciudad sucia, atestada de gente y fascinante. Volvía a sentir el calor, el nerviosismo, y con él, la sensación de intriga absoluta.

Sentía el sabor de la comida, que vendían en los puestos callejeros, pollos muy pequeños pinchados en un palo, que se comían con hueso y todo, kebabs, incluso cucarachas y langostas, fritas en woks; volvía a ver las cascadas de lluvia cálida cayendo verticalmente sobre las calles, la lluvia que en cinco minutos las sumergía en agua hasta los tobillos -«Bangkok tiene lo contrario al desagüe»-, y sonreía al recordar los increíbles atascos de tráfico que llenaban las inmensas calles todo el día, los autobuses llenos a rebosar, los tuk tuks o taxis motorizados de tres ruedas, que se escabullían entre los coches, y las motos scooter que transportaban a familias de cinco miembros, o de vez en cuando a una glamurosa pareja, que se besuqueaba tan feliz en medio de los tubos de escape.

De lo que ninguna escribió, pensando en la cita de un año después, fue de las otras chicas, ni siquiera sobre Josh, pero aprendieron muchas cosas las unas de las otras en esos tres días. Que Jocasta había librado una batalla toda su vida con Josh para conseguir el afecto y la atención del padre; que Clio había crecido envidiando inútilmente la belleza y la inteligencia de sus hermanas; que las quejas jocosas de Martha de su remilgada familia disimulaban un feroz sentido de protección hacia ellos; y que Josh, el inteligente y encantador Josh, era tan arrogante como perezoso. Aprendieron que Jocasta, con toda su impactante belleza, carecía de confianza en sí misma; que Clio se consideraba sumamente aburrida; que Martha deseaba por encima de todo el dinero.

– He decidido que seré muy rica -dijo, mientras estaban sentadas en uno de una infinidad de bares, tomando un cóctel tras otro, y desafiándose entre ellas a comer los insectos fritos-. Pero rica, rica.

Y cuando se separaron, Clio y Jocasta para ir a Koh Samui, Josh al norte y Martha para quedarse un par de días más en Bangkok, tuvieron la sensación de que eran amigos desde hacía años.

– A la vuelta nos llamamos -dijo Jocasta, dando un último abrazo a Martha-, pero si una de nosotras no lo hace, la localizaremos de todos modos. No habrá escapatoria.

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Agosto de 2000

Siempre se sentía exactamente igual. Eso la sorprendía, la aliviaba, la excitaba, y también la avergonzaba un poco. Marcharse sabiendo que lo había hecho, resistiendo la tentación de mirar atrás, procurando mantener la seriedad (aún recordaba al viejo Bob de la agencia de noticias diciendo que una de las principales cualidades de un buen reportero era la capacidad de interpretar).

Lo de la vergüenza era bastante raro, pero era una auténtica tragedia; estaba siempre al acecho, la sensación de ser un parásito, de ganarse la vida con las desgracias de los demás.

Aquel caso había sido horroroso: un bebé en el cochecito atropellado por un coche robado. El conductor no se había detenido, pero la policía lo había cogido a unos ochenta kilómetros. El bebé estaba en cuidados intensivos y no estaba nada claro que fuera a sobrevivir. Los padres estaban tan enfadados como desolados, sentados en un banco frente a la puerta del hospital, cogidos de la mano.

Mientras estaba redactando el artículo, recibió un correo electrónico del despacho: ¿podía escribir algo rápido sobre el pelo de Pauline Prescott? (un tema candente porque su marido lo había tomado como excusa para coger el coche y largarse). Iban a mandarle una foto. Jocasta apartó del pensamiento como pudo al bebé malherido, y reflexionó sobre si existiría algún otro trabajo en el mundo que impusiera un cambio de atención tan radical con tanta rapidez. Archivó la foto en el móvil y acababa de ponerse otra vez con el bebé cuando sonó el teléfono.

– ¿Es usted, señorita…?

– Jocasta, sí -contestó ella, reconociendo la voz del padre del bebé-. Sí, Dave, soy yo. ¿Alguna novedad?

– Sí -dijo él-. Sí, se pondrá bien, se recuperará; acabamos de verle y ¡nos ha sonreído!

– Dave, cuánto me alegro, me alegro muchísimo -exclamó Jocasta, enormemente aliviada, no sólo porque el niño sobreviviría, sino porque se había conmovido tanto que veía la pantalla borrosa a través de las lágrimas.

Al menos todavía no se había convertido en una reportera con corazón de granito.

Archivó el artículo, y comprobó sus mensajes. Había mucho correo basura, un mensaje de su hermano y un par de unos amigos; uno de ellos la hizo sonreír.

«Hola, criatura celestial. Nos vemos en la Cámara cuando llegues. Nick.»

Respondió a Nick, diciendo que estaría allí a las nueve. Al hojear su diario se dio cuenta de que hacía exactamente quince años del día que había viajado a Tailandia en busca de aventuras. Siempre se acordaba. Se preguntaba si las otras dos también se acordarían. Y qué estarían haciendo. Nunca habían quedado, como prometieron. Todos los años pensaba también en eso, en que habían hecho una promesa y no la habían cumplido. Aunque tal vez fuera lo mejor, teniendo en cuenta todo lo que había sucedido…

Nick Marshall era el editor de política del Sketch, el periódico de Jocasta. Él no trabajaba en el reluciente edificio de Canary Wharf, sino en uno de los desvencijados despachos encima de las galerías de prensa de la Cámara de los Comunes. «Se parece más a cómo solían ser las salas de prensa», le había dicho un veterano a Jocasta en una ocasión. Y sin duda muchos periodistas, que recordaban Fleet Street cuando era un emplazamiento real de periódicos y no una entelequia, envidiaban a los periodistas de política que trabajaban en el meollo de las cosas, y no en una torre reluciente a un largo trayecto de distancia en taxi.

A Jocasta siempre le había parecido que la vida política y la de la prensa eran extraordinariamente parecidas: las dos eran muy masculinas, se alimentaban de chismes y alcohol (no había un solo momento del día o de la noche en que no fuera posible conseguir una copa en la Cámara de los Comunes) y se basaban en una gran y sincera camaradería, tanto entre rivales como entre colegas. A ella le encantaban ambas.

Nick se encontró con ella en el vestíbulo principal y la llevó al Annie's Bar, en las entrañas de la Cámara -la reserva de primeros ministros, corresponsales y cronistas-, y la guió hacia un grupito situado en el centro.

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