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– ¿Qué quieres tomar, cariño?

– Un vino tinto doble.

– De acuerdo. ¿Un mal día?

– No, la verdad es que no. Pero estoy cansada. ¿Y tú?

– Yo bien. ¿Alguien más quiere algo?

El grupo exclamó «otra de lo mismo» como un solo hombre y Jocasta sonrió.

– Hola, chicos. ¿Qué hay de nuevo? ¿Algo interesante?

– Bastante soso -dijo Euan Gregory, cronista del Sunday News-. La ventaja laborista se reduce, Blair está perdiendo su toque, demasiados efectos…, lo de siempre, ya lo hemos oído todo. ¿A que sí, Nick?

– Pues sí. Toma, cariño. -Se inclinó para besarla-. ¿Estás contenta de verme?

– Por supuesto. -Y lo estaba. Lo estaba.

– Venga, a beber. Voy a invitarte a cenar.

– Por Dios, ¿qué he hecho para merecer eso?

– Nada. Tengo hambre y no creo que aquí vaya a pasar nada interesante.

– Eres todo un caballero, no se puede negar -dijo Jocasta, acabándose la copa.

De hecho, Nick sí era un caballero. Su padre era un agricultor rico y Nick había sacado la carrera de clásicas en Oxford con mención especial. Tenía modales bastante anticuados, por lo menos de una generación anterior, y había desarrollado una pasión temprana por la política. Tras una incursión en el mundillo había decidido introducirse más rápidamente en los pasillos del poder a través de las páginas de política de un periódico. Era un periodista de investigación muy bueno, y su mayor éxito, aunque el menos importante, había sido destapar que un ministro conservador muy prominente se compraba los calcetines y la ropa interior en tiendas de segunda mano.

Para ella había sido amor a primera vista, decía siempre Jocasta. El primer día de trabajo de Jocasta en el Sketch, Nick había entrado en la sala de prensa, y a ella literalmente le habían temblado las piernas. Le dijeron que era el editor de política, y supuso encantada que lo vería todos los días. Enterarse de que sólo iba a alguna reunión editorial de vez en cuando, o para reunirse con Chris Pollock, el director, fue un golpe muy duro. Como lo fue saber que tenía novia en todos los periódicos. No le sorprendió. Era muy guapo, alto (metro noventa), tenía el pelo castaño ondulado, la nariz larga y recta y una boca increíblemente sensual. Era malo en todos los deportes, pero era un buen corredor y había hecho el maratón de Nueva York además del de Londres, y se le podía ver todas las mañanas, por mucho que hubiera bebido la noche anterior, dando vueltas a Hampstead Heath, donde vivía.

No era del todo cierto que tuviera una novia en todos los periódicos, pero las mujeres lo adoraban. Su secreto era que él también las adoraba. Por algún milagro, cuando Jocasta Forbes llegó al Sketch no había ninguna mujer permanente en su vida.

Ella le había perseguido de forma desvergonzada varios meses y se había desesperado hasta que una noche, hacía un par de años, se habían emborrachado en una fiesta del Spectator, ella decidió que tomar la iniciativa era la única forma de llegar a alguna parte y empezó a besarlo con gran determinación. Decidida a no dejar nada al azar, le propuso que fueran a su casa. Nick se declaró atrapado.

– Hace mucho tiempo que te admiro, no te lo puedes ni imaginar.

– No -dijo ella enfadada-, no puedo. En cambio yo sí te he dejado muy claro que te admiraba.

– Es verdad, pero creía que sólo eras simpática. Creía que una chica como tú tendría al menos una docena de novios.

– Oh, por Dios -exclamó Jocasta, y se metió en la cama junto a él y su relación por fin se selló, y de manera muy feliz.

Aunque sin duda no se firmó. Y a Jocasta eso le preocupaba. A veces ella se quedaba en casa de él, y él en casa de ella (para eso tenía que ir hasta Clapham Common), pero eran una pareja consolidada y sabían que el siguiente paso sería vivir juntos. Nick no cesaba de repetir que no había ninguna prisa: «Tenemos unos horarios espantosos, y nos va muy bien, ¿para qué cambiarlo?».

Jocasta veía muchas razones para cambiar las cosas, la más importante de ellas que llevaban juntos más de dos años y si les iba tan bien, ésa ya era una idea muy buena para cambiar. Además estaba el hecho de que tenía treinta y tres años, lo que significaba que cumpliría treinta y cuatro y todo el mundo sabía que treinta y cinco era la edad en que ser soltera dejaba de ser una declaración de independencia y empezaba a ser preocupante.

– ¿Adónde vas a llevarme? -preguntó, mientras caminaban por el pasillo.

– A Convent Garden -dijo él-. Al Mon Plaisir. No quiero ver a nadie del trabajo esta noche.

Eso era raro. Una de las desventajas de pasar una velada romántica con Nick era que estaba tan enamorado de su trabajo y tan contento de ver a cualquier persona que trabajara con él que Jocasta creía que, si algún día se decidía a proponerle matrimonio, y al arrodillarse veía a Trevor Kavanagh del Sun o a Eben Black del Sunday Times al otro lado de la sala, les llamaría para que les acompañaran.

De repente se dio cuenta de que ni siquiera se había peinado desde que había salido del hospital.

– Espera un momento -dijo-. Tengo que ir al baño. Nos vemos en el vestíbulo.

Pero cuando llegó al enorme espacio del centro de la Cámara de los Comunes unos minutos después, vio a Nick enfrascado en una conversación con alguien a quien no conocía. Le indicó con la mano que se acercara.

– Lo siento -dijo, casi sin aliento-, tendremos que subir un momento al despacho. Ha habido una filtración bastante espectacular.

– ¿Sobre qué?

– La última idea de Blunkett para tratar a los solicitantes de asilo. Vamos, cariño, te juro que no tardaré mucho.

– Bueno -dijo él, cuando ya estaban sentados en el Mon Plaisir-. Cuéntame qué has hecho hoy. Pareces cansada, señora Cocinera.

– Estoy cansada, señor Mayordomo.

Una vez habían ido a una fiesta de disfraces vestidos de cocinera y mayordomo y a veces utilizaban esos nombres en sus correos electrónicos (los más indiscretos), y siempre que necesitaban codificarlos.

– Aunque ha ido todo bien. Una tragedia, una trivialidad: los cabellos de la señora Prescott. Estoy harta de escribir esos artículos.

– Pero lo haces mejor que nadie.

– Ya lo sé, Nick -dijo ella, y era verdad que era buena.

Podía entrar en la casa de cualquiera, por muchos periodistas que hubiera en la puerta; sabía introducirse en la vida de cualquiera, gracias en parte a su encanto innato y, hasta cierto punto, y ella lo sabía, a su aspecto. Si la gente tenía que elegir entre hablar con un periodista con un traje o con una chica con aspecto de jovencita, el pelo largo y rubio y grandes ojos azules, cuyo rostro rebosaba simpatía y cuya voz desprendía sentimientos mientras decía que aquélla era la peor parte de su trabajo y que odiaba tener que pedirte que hablaras con ella, pero si podías soportarlo, ella lo haría lo más fácil posible, la decisión no era muy difícil. Jocasta obtenía más exclusivas en las historias de interés humano, y lo que se conocía en el oficio como tragedias, que ningún otro periodista de Fleet Street. Sin embargo, estaba harta, deseaba ser cronista o corresponsal en el extranjero o incluso editora de política.

Por desgracia, ningún director le daría esa oportunidad. Era demasiado valiosa en su campo. En la cultura predominantemente masculina que reinaba en la prensa, una rubia con unas piernas increíbles tenía su sitio, y ese sitio estaba en conseguir los artículos que otros periodistas no podían conseguir. Por supuesto le pagaban muy bien por lo que hacía, pero como en el caso de su relación con Nick, era consciente de que deseaba más.

– ¿Y tú? ¿Has hecho algo hoy? Aparte de la filtración.

– He almorzado con Janet Frean.

– ¿Debo estar celosa?

– Por supuesto que no. El tipo supermujer, política, cinco hijos, famosa proeuropea, expulsada del gabinete en la sombra, no es para mí. No me cae del todo bien, pero es alguien a quien tener en cuenta.

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