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Capítulo 27

Las intrigas entre los políticos y la prensa, su dependencia mutua, su despiadada interacción pragmática, es uno de los ingredientes más cruciales de la vida política.

– No tenemos ningún poder sin los políticos -había explicado Nicholas Marshall en una cena a los fascinados invitados-, pero tenemos mucha influencia sobre los sucesos políticos. Y a ellos les asusta esa influencia. Sobre todo porque no saben de dónde puede llegar la siguiente.

A menudo decía que nadie que no fuera del gremio podía entender su vida. Las llamadas misteriosas con pistas anónimas, las invitaciones para encontrarse con políticos en bares de Londres, las ofertas de filtraciones de documentos, las esperas al acecho en rincones y pasillos de la Cámara de los Comunes para conseguir un chismorreo sobre un tema muy delicado susurrado al oído.

La llamada que recibió a primera hora del lunes, mientras corría por Hampstead Heath, no parecía especialmente intrigante. Theodore Buchanan (diputado conservador por South Cirencester, Tedd para los amigos) le había invitado a almorzar al Ritz y le había dicho que podía tener un buen reportaje para él. Nick conocía a Teddy Buchanan bastante bien, era un carca, un conservador tradicional, que tenía debilidad por Nick porque había nacido en el campo.

Nick estaba en el Ritz, en el restaurante decorado de forma exagerada, diez minutos antes de la hora. Pidió un gin tonic, porque le pareció en consonancia con el local, y pensó con tristeza que últimamente no encontraba nada divertido. Echaba de menos a Jocasta.

La idea del compromiso, del matrimonio incluso, ya no le parecía tan aterradora. De hecho una larga vida de continua soltería le parecía mucho peor. Se preguntaba cuánto duraría su lío con el maldito Keeble, y si después volvería con él. ¡Mierda! ¿Por qué la había dejado marchar? Tenía treinta y seis años, ya era lo bastante mayor para sentar la cabeza. Pero era un idiota que iba por la vida de adolescente penoso.

En el otro extremo de la sala, alguien le sonrió de forma deslumbrante. Una figura alta y esbelta se acercó a él y le estrechó la mano. Era Fergus Trehearn.

– Hola, Nick. Qué sorpresa más agradable. ¿Qué haces aquí?

A Nick le caía bien Fergus. Le había conocido hacía seis meses, cuando trabajaba para una chica de dieciséis años a quien se le había insinuado un diputado conservador.

– Hola, Fergus. He quedado para comer.

– Con una chica guapísima, sin duda.

– Más bien con un político apuesto de mediana edad.

– Vaya, qué lástima. Yo tengo un plan un poco mejor. Ya lo verás. Llegará dentro de un minuto. Habrás oído hablar de la pequeña Bianca, ¿verdad? El bebé abandonado que encontraron en Heathrow.

– Claro que me acuerdo -dijo Nick-. Jocasta tenía tratos con ella. ¿No trabajarás para ella, verdad?

– Pues sí, señor. No hemos encontrado a su madre, pero tenemos un montón de editores de moda babeando por ella y periódicos que quieren entrevistarla.

– ¿Y vas a invitarla a almorzar al Ritz?

– Lo ha elegido ella. Hemos ido a ver al editor de moda de Style y éste es el premio, por aceptar volver a estudiar para los exámenes las próximas seis semanas. Después espero que vuelva al centro del huracán con ganas. Es un encanto; ah, ahí están. ¿Te la presento?

– No me importaría -dijo Nick, mirando transfigurado a Kate, que acababa de entrar en el restaurante.

Era impresionante. Una maravillosa mezcla de juventud tierna y desgarbada e inocencia, y una sexualidad ligeramente descarada. Vestía traje pantalón negro con un top blanco, botas de tacón alto y los cabellos rubios largos y ondulados recogidos en una cola de caballo.

Fergus se acercó a ellas, besó a Kate y a su madre y las llevó a la mesa de Nick.

– Nicholas Marshall, Kate y Helen Tarrant. He quedado con ellas para almorzar. ¿Soy afortunado o no, Nick?

Nick se levantó, les estrechó la mano a ambas, logró murmurar algo a Kate y después, mientras Fergus las acompañaba a la mesa en el otro extremo del comedor, se sentó sintiéndose raro y un poco tembloroso, no por la belleza de Kate, ni por el nerviosismo de Helen, sino por el increíble parecido de Kate con Jocasta.

Teddy Buchanan llegó casi a la una y media, deshaciéndose en excusas. Le habían retenido en una reunión de la comisión.

– Lo siento mucho, Nicholas. ¿Ya has pedido, verdad? ¿Eso es un gin tonic? Me apunto. Qué buena idea. Pidamos enseguida y luego iremos al grano.

– Bien -dijo Nicholas, pero hasta que Teddy no tuvo el segundo plato delante, un bistec con trufas y hojaldre, no soltó el tenedor y el cuchillo, cogió su copa de clarete y dijo-: Bueno, te estarás preguntando por qué te he traído aquí, Nick.

Nick dijo que sí, que se lo preguntaba, pero que de todos modos estaba disfrutando.

– Excelente -comentó Buchanan-. Bien, tengo una buena historia para ti.

Se inclinó y habló a Nick al oído. Tras unos minutos, Nick había olvidado a Kate Tarrant e incluso a Jocasta. Era una historia muy muy buena, sin duda.

– Chad, hola. Soy Nick Marshall.

– Hola, Nick. ¿Cómo va todo?

– Oh, muy bien.

– ¿Cómo está la encantadora Jocasta?

– No lo sé -dijo Nick secamente.

– Ah, bueno. ¿Qué puedo hacer por ti?

– ¿Podemos vernos? -preguntó Nick.

– Claro. ¿Dónde?

– Donde te vaya bien. ¿En el Red Lion?

– Está bien. ¿Vas a decirme de qué se trata? -La voz algo cortante de Chad era muy tranquila; estaba claro que no tenía esqueletos guardados en el armario, pensó Nick. Al menos que él supiera.

Chad miró a Nick con cara inexpresiva.

– ¿Te importaría decirme quién te ha transmitido esta información tan fascinante? -preguntó.

– Vamos, Chad, sabes que no puedo decírtelo. Es imposible.

– ¿Y piensas utilizarlo?

– Es una gran historia -dijo Nick.

– Sí, y eso es lo que es. Una historia. Una sarta de chorradas.

– Bien. De acuerdo. Entonces no te importará que lo compruebe.

– ¡Por supuesto que me importa que metas las narices en mis asuntos!

– Chad -dijo Nick casi con pesar-, ése es mi trabajo.

Chad y Jonny Farquarson habían ido a Eton juntos. Habían sido buenos amigos. Habían asistido a las respectivas bodas; los dos eran padrino de un hijo del otro. Después se habían ido alejando. Chad para dedicarse a su carrera política, Jonny para dirigir el negocio familiar, una empresa de tecnología llamada Farjon, muy próspera desde hace años. Cuando William Hague Chad promocionó al gabinete de la oposición, Jonny le llamó y le invitó a almorzar en el Reform. Charlaron, y Jonny dijo que en Farjon todo iba de maravilla.

– Bien -dijo Chad-, sé que algunos de vosotros habéis pasado épocas malas, se está volviendo más barato comprar en el extranjero.

– Eso es cierto -dijo Jonny-, pero no nos va mal. No hay tantos beneficios, claro, pero no podemos quejarnos.

– Estupendo -dijo Chad. Rechazó el brandy, comentó que tenía un debate por la tarde, le dijo a Jonny que se alegraba de saber que las cosas iban bien y se dijeron adiós hasta cinco años después.

Jonny llamó a Chad cuando se formó el Partido Progresista de Centro: ¿podía ayudar en algo?

– Me refiero a dinero. Ahora mismo.

– Podría ser. Lo pensaré.

Y así fue como Jonny Farquarson había suministrado a Chad Lawrence un millón de libras para financiar el Vivero de Ideas del Partido Progresista de Centro.

Dios mío, ¿por qué no lo había comprobado? ¿Por qué? Porque estaba tan ocupado, por eso. Además hacía mucho que conocía a Jonny, confiaba por completo en él. No concebía que pudiera engañarle.

De todos modos, al consultar la página web del Financial Times, sudando copiosamente, sintiéndose cada vez peor, Chad descubrió que Farjon se había declarado en bancarrota dieciocho meses antes, justo lo que le había dicho Nick Marshall.

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