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Entonces ¿cómo coño había podido donar Jonny un millón de libras al Partido Progresista de Centro?

– ¿Que tú qué? -dijo Chad-. Por Dios, ¿cómo has podido hacerme eso? Jonny, no puedo creer que hayas sido tan estúpido.

– Venga, Chad. -El fanfarrón acento de Eton era casi lastimero-. Le regalé a tu partido un millón de libras. Entonces parecía que estabas encantado.

– Porque lo estaba, evidentemente. Lo que no sabía era que Farjon era una empresa que operaba desde Hong Kong. Con dinero chino. Podrías habérmelo comentado.

– Lo siento, Chad. No me lo preguntaste. Deberías haberlo hecho. Es importante, ¿no?

– ¡Pues claro que es importante! Es ilegal que una empresa del extranjero aporte fondos a un partido político inglés.

– ¡No me digas!

De repente la voz era maliciosa y Chad se dio cuenta, sintiendo un vuelco en el estómago, de que le habían tendido una trampa.

Clio había solicitado el empleo en el Royal Bayswater. Había tenido que armarse de valor. Sabía que se hundiría si no se lo daban. Su autoestima estaba por los suelos, y casi todos los días recibía alguna petición, llamada o carta deprimente de su abogado o del de Jeremy.

De todos modos sabía que quedarse en el remanso de la consulta de Guildford acabaría por ser aún más triste. Le gustaba mucho, pero ya no era lo que necesitaba, y le apetecía mucho volver a Londres.

Todavía no le había dicho nada a Mark, pero había seguido el consejo de Donald Bryan y visitaría un par de hospitales del grupo Bayswater, y para hacerlo se había tomado unos días de vacaciones. El primer hospital que visitaría estaba en Highbury, donde le habían prometido que podría presenciar una jornada con los pacientes externos.

– Si puede llegar antes de las ocho, tenemos una reunión de dirección. Podría interesarle.

La idea de tener que llegar a Highbury desde Guildford a las ocho de la mañana la hizo gemir.

– Quédate en mi casa -dijo Jocasta en cuanto se enteró-. De verdad, a mí me encantará que estés y me gustaría poder ayudarte a conseguir tu nuevo empleo. Los vecinos tienen la llave.

Clio llegó a última hora de la tarde, cuando las terrazas y los bares de Clapham y Battersea empezaban a llenarse de jóvenes guapos y animados. Al cabo de diez minutos ya se sentía en casa. La casa era muy bonita. Todas las habitaciones estaban repletas de libros, fotos y recuerdos de toda clase. Había varios collages, hechos con fotos de la infancia de Jocasta, la mayoría de ella y Josh con su madre, una mujer de aspecto más bien severo, y sólo una con su padre, tomada evidentemente con ocasión de los dieciocho años de Jocasta. Ésa era la Jocasta que había conocido, delgada, muy morena, con un vestido negro de tirantes y el pelo recogido. Ronald Forbes era lo que se suele llamar un hombre apuesto, alto y rubio, muy parecido a Jocasta, o a Josh. Estaba vestido con esmoquin, de pie al lado de Jocasta, pero ni la tocaba ni sonreía. Esa foto no estaba en un collage, sino en un marco de plata. Por mucho que dijera, para ella era muy importante.

Había otros collages, de sus días de escuela, de sus viajes y también, de una forma conmovedora, de su vida con Nick, un montón de fotos sacadas en bares y restaurantes, en fiestas y salidas con amigos. Pobre Nick; a Clio le había caído bien a pesar de conocerlo tan poco, y sentía lástima por él.

Había comprado algo para cenar y acababa de descorchar una botella de vino cuando sonó el teléfono.

– ¿Eres Jocasta?

– No, no está, lo siento. ¿De parte de quién?

– ¿Eres Clio? Qué alegría oírte.

Era Fergus Trehearn.

– Sí. ¿Ah, sí? -Por Dios, qué tonta era-. Jocasta me ha dejado su casa un par de días, tengo que estar en Londres y…

– Soy Fergus Trehearn.

– Sí, lo sé, he reconocido tu voz.

– Vaya, me alegro de haberte causado impresión. Al menos mi voz. Sé que es una tontería llamarla a su casa, pero me dijo que pasaba por allí de vez en cuando y no la localizo en ninguna parte. Tiene el móvil apagado. ¿Cómo estás, Clio?

– Estoy muy bien, Fergus. Si quieres hablar con Jocasta, se ha ido a Nueva York. Con Gideon. Están en el Carlyle.

– Ah, sí. Es uno de los favoritos de Gideon. La llamaré allí, pero no es urgente, se trata de Kate.

– Bien. Espero que la localices.

– Lo intentaré. Que te vaya bien a ti también. Seguro que se trata de algún congreso médico importantísimo.

– No, no exactamente -dijo Clio-. Tengo que ir a un hospital. Me presento a un empleo en mi antiguo hospital y voy a uno afiliado.

– ¿Estás buscando empleo? ¿Como especialista?

– Sí. Especialista en geriatría. Que era lo que hacía antes.

– Es un trabajo estupendo, a mí me lo parece. Me rompe el corazón pensar en la cantidad de personas mayores que viven sin nadie que las atienda. Después de todo lo que han hecho por nosotros. Seguro que son más educados que algunos de tus pacientes más jóvenes.

– En eso tienes razón -dijo Clio, sonriendo, y sorprendida al oír su opinión-. Oye, te estoy entreteniendo…

– En absoluto. Me encanta charlar contigo. Pero tengo que hablar con Jocasta. Lástima. Adiós, Clio, ha sido muy agradable hablar contigo.

– Adiós, Fergus.

Clio deseó que no le cayera bien, porque no le gustaba nada lo que hacía. Pero no podía. Le hacía el mismo efecto, pensó al colgar, que tomarse una copa de buen vino tinto. Apaciguador. Agradable. Lo opuesto a irritable.

En un impulso, e inspirada por una foto en la pared de ellas tres en Heathrow con las mochilas, decidió intentar localizar a Martha Hartley. Eran sólo las seis y media, y como en las entrevistas siempre decía que trabajaba hasta medianoche, tal vez la encontraría. Llamó a Sayers Wesley y le pusieron con una chica con un acento cortante y distante, que le dijo que la señorita Hartley estaba fuera pero que le daría su mensaje.

– Aunque le advierto que los próximos días estará muy ocupada. No puedo prometerle nada.

A la mañana siguiente, Nick Marshall estaba cruzando Westminster Bridge cuando sonó su teléfono. Era Theodore Buchanan.

– Hola, Nicholas, chico. Un buen artículo el de ayer. Bien hecho.

– Gracias -dijo Nick.

Había publicado un artículo sobre el desempleo rural, citando a varios diputados sobre el efecto devastador que tendría una prohibición de la caza en el paro en la zona. Era una compensación por el soplo que le había dado Buchanan sobre Chad Lawrence.

– Creí que debías saberlo -estaba diciendo Buchanan-. Esta tarde voy a plantear el otro asunto como un punto del orden del día. Seguramente será tarde, sobre las nueve, porque hay muchos asuntos sobre la reforma de los Lores. Mira, esto es lo que voy a decir…

Más tarde, Nick escribió su artículo y lo mandó, tras confirmar con Buchanan que lo había puesto en el orden del día.

Theodore Buchanan volvió a asegurarle que no tenía ninguna duda de que se tocaría el punto.

– En un par de horas, diría yo.

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