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– Ah, sí -dijo-, eso sí suena apasionante. Interesante y considerada…

– Para mí lo es, bruja lianta -dijo Fergus.

Ella le miró sorprendida.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que te encuentro apasionante. Que me pareces muy excitante. Y hoy estaba tan orgulloso de ti y…

– Sí, pero ¿qué más has dicho?

– He dicho que eres una bruja lianta. ¿De acuerdo? Lo siento.

– Siete libras -dijo el taxista.

Fergus buscó en la cartera, sacó un billete de diez y se lo tendió bruscamente.

– Quédese el cambio.

– Fergus, qué tontería -exclamó Clio, fastidiada con aquel dispendio gratuito-. No puedes dar tres libras…

– Puedo. Por supuesto que puedo. Vamos. ¡Fuera!

Clio bajó del taxi, le siguió sumisa a la terminal del Eurostar y subió la escalera mecánica. Arriba, él se volvió y la miró.

– Mira -dijo Fergus-, no sé lo que tengo que hacer para convencerte de que te encuentro muy atractiva. Me estás volviendo loco. ¿Qué quieres, chica? ¿Una declaración firmada? Toma… -sacó una hoja de papel de una pequeña agenda que llevaba en el bolsillo-, toma. Yo, Fergus Trehearn, te encuentro a ti, Clio Scott, no sé cuál es tu apellido de casada, pero si pillara a tu marido le cantaría las cuarenta por haberte hecho lo que te ha hecho, te encuentro increíblemente estimulante e interesante y deseable y me gustaría quitarte toda la ropa aquí mismo. -Arrancó el papel, y se lo dio-. Aquí tienes. ¿Servirá? Venga, vamos a ver si encontramos tu maldito tren.

Clio se quedó inmóvil mirándolo, primero a él, y después al papel, y finalmente dijo:

– Fergus, no quiero subir a ningún maldito tren. Ni tengo que irme. Quiero quedarme contigo. Y quiero que me quites toda la ropa. Cuanto antes, mejor. Pero aquí no, mejor.

– ¿Dónde, entonces? -dijo él, hablando lentamente. Alargó una mano y le levantó la cara hacia la suya.

Clio sintió un vuelco en lo que sólo podía describirse como sus entrañas. Una sacudida brutal y profunda. Despertó una parte de su anatomía que había estado dormida mucho tiempo. Ya no lo estaba. Parecía estar totalmente desbocada.

– Creo que tienes un piso -dijo bajito-. ¿Puedes repetirlo?

– ¿Qué?

– Lo de que soy una bruja lianta.

– ¿Por qué?

– Porque demuestra que no estabas siendo cortés. Es el mejor cumplido que me han hecho.

– Puedo hacerlos mejores -dijo Fergus-, bruja lianta.

Y la besó.

Capítulo 34

Martha se despertó el jueves y pensó que, pasara lo que pasara, era la última mañana que Question Time pendería sobre su cabeza, como un depredador al acecho. Al día siguiente se habría acabado. Quedaría como una idiota, a lo mejor la sacarían de antena, pero al menos ya no tendría que temerlo.

Estaba muy asustada. Se preguntó si alguien habría vomitado ante la cámara. Sería una primicia interesante.

Se levantó, se puso la ropa de correr, se ajustó la radio diminuta a los pantalones cortos y fue hacia el Tower Bridge, escuchando a John Humphrys despotricando sobre Tony Blair y el funeral de la reina madre, que todavía duraba. Y sobre el inacabable asunto Hinduja. Y el debate también inacabable sobre los carnés de identidad. Y Cherie y sus comentarios sobre los terroristas suicidas. Y quién podría ser arzobispo de Canterbury. Y por qué era eso importante. El problema era, como le había dicho Janet, que podías pensar que estabas en el candelero de las noticias, y esa misma noche el tema candente podía ser algo de lo que no sabías casi nada. Eso no la había ayudado a sentirse más segura.

Por alguna razón, la otra pesadilla, la realmente horrible, parecía haber cesado un poco. Imaginaba que era sólo porque no tenía más espacio. Volvería, pero estaba agradecida por el respiro.

Janet le había pedido a Nick que quedaran para cenar temprano en el Savoy.

– En el Grill no. En el Savoy Upstairs. Es un sitio tranquilo y podemos hablar cuanto queramos. Así llegaré a tiempo de ver Question Time. ¿Sabes que esta noche sale Martha Hartley?

Nick dijo que lo sabía. Y que también pensaba verlo.

– Es muy lista. Hemos coincidido un par de veces. Estuvo viajando con Jocasta, en los ochenta, ¿lo sabías?

Janet dijo que sí, que lo sabía.

A las dos menos cinco sonó el teléfono. Martha dejó que saltara el contestador. Era Ed.

– Hola, Martha. Acabo de saber que esta noche sales en la tele. Me lo ha dicho mi madre. Qué bien. Buena suerte. Y…

De repente, Martha quería hablar con él. Mucho.

Descolgó el teléfono.

– ¡Hola, Ed! Estoy aquí. A punto de salir.

– ¿Sí? ¿Cómo estás?

– Fatal. Muy mal. Estoy tan asustada, no te lo puedes imaginar.

– ¿Te gustaría que fuera?

– ¿Qué? ¿A Birmingham?

– ¿Se hace allí? Bien, me encanta Birmingham, tienen unos clubes estupendos. Luego podemos salir.

– Ed, no estaré en condiciones de salir.

– De acuerdo, nos sentaremos en el salón y veremos reposiciones. ¿Tienes pensado algo para después?

– Suicidarme -dijo Martha.

– Sería un desperdicio. Oye, lo digo en serio. Iré contigo si quieres. Me gustaría mucho.

Martha se quedó un rato en silencio, y después:

– Me encantaría -dijo sencillamente-. Sería muy importante para mí. Pero no creo que te dejen entrar.

– Ya pensaré algo. Si puedo entrar, esperaré en recepción y te veré en la pantalla.

– Oh, Ed. -Los ojos se le llenaron de lágrimas. Cuánto le había echado de menos. Sólo Dios sabía lo que estaba haciendo, permitiendo que volviera a su vida. Era muy peligroso, podría decir o hacer algo. Era de un egoísmo increíble. Pero ya se preocuparía de eso más tarde.

– Vaya -dijo Clio-. Martha sale esta noche en Question Time. Te acuerdas de Martha, ¿verdad, Fergus?

– ¿Cómo iba a olvidarla? La llevé en brazos al dormitorio, la puse en la cama. Soy afortunado. Es muy guapa.

– Mmm… -dijo Clio.

– No tanto como tú, claro, no te me pongas neurótica. Y seguro que sus pechos no son tan bonitos.

Tenía una fijación con sus pechos. Decía que eran los más bonitos que había visto en su vida.

– Son como tú -había dicho la noche anterior, mirándolos tiernamente, mientras ella estaba sentada en la cama, todavía un poco aturdida por el giro que habían tomado los acontecimientos-. Preciosos y adorables.

– Fergus, ¿cómo pueden ser adorables unos pechos? -le preguntó, riendo, más relajada.

– Los tuyos lo demuestran. ¿Puedo besarlos?

– Claro.

Se inclinó y los besó, lenta y pensativamente, uno después de otro. Su último recuerdo claro era de su lengua rodeando los pezones, rozando, acariciando, infinitamente cariñoso. Y después de eso el recuerdo se difuminaba, alegre, ávido, fundiéndose, asombroso. Y después de eso, paz, silencio, quietud. Y a continuación:

– Bruja lianta -dijo-. Eres preciosa, un amor, bruja lianta. Piensa en todo el tiempo que hemos perdido.

– Bueno, podemos recuperarlo ahora -dijo Clio.

– Creo que el rojo… -El regidor estudió los trajes de Martha-. Te sienta bien y tiene chispa. Bien. Si quieres cambiarte, la cena empieza dentro de media hora. Va a venir gente muy agradable, dignatarios locales y los otros contertulios del programa.

– Oh, genial -dijo Martha.

Bajó al comedor sobre las siete. Estaba lleno. En el centro de la sala había una larga mesa, dispuesta para una cena formal, con un grupo de personas en un extremo, al menos tres de ellos le resultaron aterradoramente reconocibles. Se los presentaron, le dieron el vaso de agua que había pedido, y la dejaron a su aire. Dos de los rostros le sonrieron amablemente, le preguntaron cómo estaba, le aseguraron que todo iría de maravilla y volvieron a sus conversaciones. Martha se moría de ganas de huir. Fue al lavabo y encendió el móvil sintiéndose culpable. No había noticias de Ed. Eran casi las siete.

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