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Maldijo y miró el móvil. Era Ed, que quería saber cómo le había ido. Se agachó a recoger el guante. Y allí estaba: la fotografía. Una fotografía vulgar, en realidad, que ocupaba un cuarto de página. Mostraba a una mujer mayor, en una cama de hospital, y a una chica joven. La mujer llevaba un salto de cama y unos pendientes de perlas bastante incongruentes. La chica, que tenía una larga melena ondulada, llevaba una cazadora vaquera y varios aros en una oreja. Rodeaba a la mujer con un brazo y sonreía feliz a la cámara.

«Lo que hizo Katy», decía el pie.

Y Martha, agachada en el suelo, se sintió de forma extraña forzada a leer, y a descubrir qué había hecho Katy, que era preocuparse por su «querida abuela», que se había puesto gravemente enferma, tras estar veinte horas abandonada en una camilla de Urgencias.

«Pero hubo final feliz. La señora Bradford se está recuperando bien y está muy orgullosa de la valentía de su nieta, que batalló con el personal del hospital para que la atendieran como es debido. Kate Bianca, de quince años, como le gusta que la llamen, aspira a ser modelo. ¿Por qué no gerente de hospital, Kate?»

Martha se inclinó sobre la asquerosa taza del inodoro y vomitó violentamente.

Capítulo 15

Nick no estaba precisamente encantado de que una antigua amiga de la juventud de Jocasta que acababa de dejar a su marido estuviera a punto de entrometerse en su tranquilidad dominical matutina.

– Creía que íbamos a ir a Camden Lock.

– Ella también puede venir.

– ¿Qué? ¿Moqueando todo el rato? ¿Es que no tiene más amigas?

– No lo sé, Nick, ha pasado dos noches en moteles.

– Vale, vale. Pero me parece un poco raro que una mujer no tenga adónde ir excepto a moteles y a casa de alguien que conoció hace dieciséis años.

– Diecisiete. Mira, piensa lo que quieras. Seguro que tiene amigos, pero no le apetece dar explicaciones.

Clio estaba delante de la puerta, mirando la bonita casa de Jocasta e intentando reunir el coraje suficiente para llamar. ¿Qué demonios hacía allí, en el peor momento de su vida, visitando a alguien que era prácticamente una desconocida? La hacía sentir más lastimosa que nunca. La verdad era que, en aquel preciso momento de aguda soledad, Jocasta la había llamado. Y había sido muy amable y cariñosa, parecía sinceramente preocupada por ella, y entonces había parecido una buena idea.

Estaba sopesando la posibilidad de volver por donde había venido cuando se abrió la puerta y un hombre alto y muy delgado, vestido con ropa deportiva para correr, apareció, le sonrió y dijo:

– Tú debes de ser Clio. Pasa. Voy a correr un poco, así tú y Jocasta podréis hablar con tranquilidad. Soy Nick -añadió, alargándole una mano huesuda-. Nick Marshall. Amigo de Jocasta. Hasta luego.

Clio le sonrió.

– Gracias -dijo, y después se preocupó por si había sonado descortés dar las gracias a alguien por marcharse de su propia casa. O de la casa de su novia.

– Adiós.

Se marchó. Una larga figura saltando. Y a continuación:

– Clio, pasa -dijo Jocasta, y no sólo estaba en la casa, sino en brazos de Jocasta, y se echó a llorar otra vez, y Jocasta le acarició el pelo, y le dijo tonterías, tonterías tranquilizadoras y después la acompañó a una cocina acogedora y caótica donde la hizo sentarse y le colocó una gran taza de café delante y Clio la miró y pensó, como había pensado hacía años, que era una persona asombrosamente buena y deseó no haberla apartado de su vida.

Chad habría estado orgulloso del día siguiente a la presentación, pensó Martha, medio impresionada, medio avergonzada de sí misma. Tras una noche febril y agitada, se levantó temprano, sacó a Bella, la anciana labrador, a dar un paseo (consciente de que se encontraría con otros dueños de perros a los que podría hablar de sus ideas políticas) y después asistió a la comunión familiar y a la reunión con café y galletas en la sacristía por la tarde: dijo que sí, que era cierto, que tenía el apoyo de Norman Brampton, que se quedaría allí toda la semana, menos el lunes, que si alguien quería hablar con ella, estaría en la vicaría; dijo que el nuevo partido representaba todo lo mejor del antiguo partido conservador, pero con algunas ideas nuevas y muy buenas, y que si alguien quería ver fuera a Tony Blair, el Partido Progresista de Centro era el que tenía más posibilidades y que tenía folletos si alguien estaba interesado.

Después de eso, fue a ver a Norman Brampton, que estaba sentado, muerto de aburrimiento, mientras su esposa le volvía loco.

– Daría lo que fuera por estar en tu lugar -dijo-, me estoy volviendo loco. En fin, estoy encantado con cómo han ido las cosas, está claro que te he votado y a los demás les has impresionado. ¿Qué tal es Jack Kirkland? Siempre le he admirado, pero mantiene las distancias.

– Para mí es más bien un enigma -dijo Martha-. Parece muy estricto y severo, pero de hecho es muy buena persona y considerado. En la Cámara es una maravilla.

– Veo que ya se te ha pegado el argot -dijo, sonriéndole-. Bien hecho. ¿Tomamos otro café, mientras hablamos del año que viene?

Y así se pasó el día.

La noche antes había estado un buen rato mirando, en un aparcamiento, la fotografía, leyendo y releyendo el pie, y calmándose a base de fuerza de voluntad. Era una estupidez, estaba claro. Se estaba poniendo histérica. El país estaba lleno de miles, de millones de chicas de quince años. Varios centenares de ellas sin duda se llamaban Bianca. Además, ésa, la de la amada abuela (¿es posible que estuvieras tan unida a una nieta adoptada? Seguramente no), no se llamaba Bianca, se llamaba Kate. Bianca sólo era el segundo nombre, un añadido. ¿Y qué si tenía ese pelo? Millones de chicas tenían ese pelo, largo y ondulado. Rubio. Y sólo tenía quince años. No, casi dieciséis. Lo dirían si fuera así. De hecho, Kate Bianca habría dicho que tenía dieciséis. Todas las chicas de esa edad querían parecer mayores de lo que eran. No, todo era una ridiculez.

Tiró el periódico al contenedor de basura, con cuidado e intención, y mandó un mensaje a Ed -no se atrevía a hablar con él todavía-, volvió a casa despacio y se sentó a mirar la televisión con su madre, un sinfín de estupideces atontadoras. Sólo que a ella no la atontaron lo suficiente. Cuando subió a su habitación seguía dándole vueltas a lo mismo, de manera incansable.

Tenía un mensaje de Ed. «¡Salve, nueva parlamentaria! -decía-. Te quiero. Ed.» La hizo sentir mucho mejor de repente.

No por mucho tiempo…

Se acercó a la ventana, contempló el cielo estrellado y deseó que se acabara la noche. Por la mañana estaría mejor, todo se veía mejor por la mañana. ¿Cuántas veces se lo había repetido a sí misma, desde hacía casi dieciséis años?

– ¿Estás segura de que estarás bien? -Jocasta miró a Clio dudosa.

– Por supuesto. Iré a casa de unos amigos en Guildford; me alojarán unos días, mientras me organizo.

– ¿Ya has hablado con ellos?

– Sí.

Mark Salter la había llamado y le había dicho que nada le haría más feliz que readmitirla en la consulta, pero que tenía que respetar el compromiso de quince días de prueba con el primer candidato.

– Lo que lamento es que las circunstancias te sean poco favorables.

– Clio -dijo Jocasta, llenándole de nuevo la copa-. Creo que esta noche deberías quedarte conmigo.

– Jocasta, no puedo. ¿Qué diría Nick?

Jocasta la miró fijamente.

– Me importa un rábano lo que diga Nick. Ésta es mi casa, mi vida. No tiene nada que ver con Nick.

– Sí, pero…

– Mira -dijo Jocasta-, uno: no volverá, se ha ido a su casa, y dos: si vuelve, será bien recibido. No estamos en los años cincuenta. Y todavía no hemos hablado de Martha.

– ¡Martha! ¿La has visto?

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