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Estaba preparada para esa pregunta; Chad la había aleccionado.

– Yo también me lo pregunto -dijo sonriendo, y esta vez le correspondieron-. Es evidente que soy joven. Eso tiene sus desventajas, por supuesto. Me falta experiencia y formación política, pero eso también tiene sus ventajas. Tengo mucha energía. Estoy muy deseosa de aprender; de hecho, es lo que más me apetece. No tengo ideas preconcebidas. Tengo una mente inquisitiva. Y por ser abogada, una mente analítica, pero no quiero que piensen que soy arrogante, que espero que todo sea fácil. Sólo puedo decir que no lo espero. Sin embargo, tal vez sea una garantía de mi potencial que personas como Chad Lawrence y Jack Kirkland, y por supuesto la maravillosa Janet Frean, me apoyen. Quiero aprender y aprender deprisa, y creo que puedo.

La señora Curtis sonrió de nuevo.

– Bueno, al menos ha sido sincera. ¿Alguien más quiere preguntar?

Había varios. ¿Se instalaría en Binsmow? Al ser soltera y tener una posición acomodada, ¿entendía de verdad las preocupaciones económicas y los problemas que sufrían esas familias? Si se casaba y tenía hijos, ¿continuaría siendo parlamentaria? ¿Qué la había acercado al Partido Progresista de Centro? ¿Qué tenía contra los conservadores tradicionales? (Cuidado con ésta, había dicho Chad, seguro que hay al menos dos dudosos en la comisión que estarán contra ti por principio: no te pongas en contra, di sólo que instintivamente, como joven ambiciosa que eres, crees que éste es el partido para ti.) ¿Qué pensaba de la educación primaria? ¿Qué haría para recrear el sentido de comunidad del que había hablado de forma tan emotiva? ¿Qué pensaba de las donaciones a los partidos? En este punto, Geraldine Curtis decidió que las preguntas estaban siendo demasiado concretas, se levantó mayestáticamente y aplaudió para llamar la atención.

– Creo que es suficiente por ahora. Betty, podríamos tomar un té y continuar hablando con la señorita Hartley de manera más informal. Personalmente me gustaría saber más de su infancia en Binsmow y su educación en la escuela.

Betty, la agotada colocadora de sillas, desapareció detrás de la sala seguida de un par de miembros. Volvieron con un carrito cargado de tazas de té y bandejas de galletas. Martha decidió que ésa sería la única vez en su vida en la que las calorías no contarían, salvo a su favor, y comió varias.

Lo peor era, pensó Clio, la sensación de no tener adónde ir, de que aunque fuera temporalmente, estaba sin techo. Después de pensarlo un momento, había ido a un motel de las afueras y se había inscrito por una noche. Una vez dentro del anonimato de su pequeña celda de color crema, había sentido que la habitación se ajustaba de una manera extraordinaria a su situación: un lugar sin pasado y sin futuro, sólo presente. Sorprendentemente durmió varias horas; se despertó a las seis, con una sensación terrible de miedo y soledad.

¿Y ahora qué?

Se dio cuenta de que tenía muy pocos amigos íntimos. De hecho, no tenía amigos íntimos. Ya no. Lo que no entendía era por qué no se sentía más desgraciada. Miedo, sí; soledad, sí, y una enorme preocupación, sí. Pero no se sentía desgraciada.

Subió al coche y condujo, sin saber por qué, por la A 3 en dirección a Londres. Era una dirección tan buena como cualquier otra. Le apeteció un café y paró el coche en un Little Chef. El café era bueno y de repente le apeteció tomar unas tostadas. Se estaba comiendo la segunda cuando sonó su móvil.

¿Jeremy? ¿Preocupado por ella, preocupado por dónde estaría?

– ¿Clio? Hola, soy Jocasta. Quería saber cómo estabas. Espero que el artículo no te haya creado problemas.

– Oh -dilo Clio en tono frívolo-, no tanto. Por su culpa he dejado a mi marido, ya no tengo casa y todo eso. Pero no te preocupes, Jocasta, no es culpa tuya.

– ¡Dios mío! Estás bromeando, ¿verdad?

– No, no es broma. Estoy en un Little Chef de la A 3, sin casa, y sin lugar adónde ir, y sólo tengo la ropa que llevo puesta. Ah, tampoco tengo trabajo.

– ¡Dios santo! Oh, Clio, no sabes cuánto lo siento. Ya sé que no te sirve de nada. Dios mío. ¿Qué ha pasado? ¿Ha sido culpa mía?

– No, de hecho, no -comentó Clio suspirando-. Bueno, tú puedes haber sido el catalizador, o lo ha sido el artículo, pero el problema ya existía.

– ¿Qué problema existía?

– No me apetece hablar, Jocasta. Lo siento.

Y de repente su calma y su fanfarronería la abandonaron y se echó a llorar, con enormes y pesados sollozos. Las tres personas que había en el Little Chef se quedaron mirándola. Colgó el teléfono y se fue corriendo al servicio, donde se encerró en un lavabo, se sentó en la taza, apoyó la cabeza en las manos y lloró hasta cansarse.

– Ha estado maravillosa. Realmente maravillosa. -Chad sonrió a Grace Hartley. Estaban en la sala de la vicaría, usando la mejor porcelana, y con suficientes pasteles en el carrito para alimentar a todo el Partido Progresista de Centro-. Se lo agradezco mucho, señora Hartley, el pastel de limón tiene un aspecto muy apetitoso. Venga, Martha, come un pedazo.

– Martha no come nunca nada -dijo Grace suspirando-, y menos pasteles.

– Pues ha devorado las galletas de la comisión. ¿Verdad, Martha?

– Es que he pensado que debía hacerlo.

– Y también debes comer el pastel de tu madre. Venga.

Martha levantó su plato con resignación. Ahora se daba cuenta de por qué la política engordaba.

Chad contó lo bien que lo había hecho Martha, pero que no sabrían nada hasta después de unos días, probablemente una semana.

– Sólo para demostrar quién manda en realidad en Westminster.

Sonó su teléfono y todos se sobresaltaron. Salió de la habitación, y cerró la puerta. Evidentemente era alguien de la comisión: una decisión tan rápida sólo podía ser una mala noticia, pensó Martha con tristeza. Se sentía muy mal. Había fallado en algo muy importante. En algo que quería de verdad. Y además en público. Todos estarían muy decepcionados. Ella estaba aún más decepcionada consigo misma. Tardaría mucho tiempo en…

La puerta se abrió y entró Chad sonriendo.

– Bien -dijo-, tengo muy buenas noticias. Era Norman Brampton. No es oficial pero… Martha, ¡te quieren! Geraldine Curtis le ha llamado. Están muy impresionados contigo.

– ¡Dios mío! -exclamó Martha. Se sentía increíblemente bien. En ese momento podría haber volado. Se sentía por completo invulnerable. No había fallado. No había quedado como una idiota. Lo había conseguido. Había triunfado. Había…

– Oh, es maravilloso, querida -dijo Grace-. Te felicito. Dame un beso.

– Maravilloso -dijo Peter Hartley-. Eres una chica muy lista. Qué contento estoy. Estamos muy orgullosos de ti, Martha. Será maravilloso tenerte por aquí…

– Pero esto es absolutamente confidencial -comentó Chad-. Norman no debería habérmelo dicho, pero estaba muy seguro, ¡lo has conseguido!

Martha volvió al pub con Chad a recoger su coche y se dio cuenta de que casi no le quedaba gasolina. Llenaría el depósito al volver a casa de sus padres, quizás iría a dar una vuelta. Necesitaba despejarse.

Uno de los surtidores no funcionaba del todo bien, había que sacudirlo y después echaba la gasolina con demasiada fuerza. ¡Qué asco! No le haría ningún bien a su traje. Y parecía que tendría que ponérselo mucho. Acabó de llenar el depósito, pagó y fue al servicio a lavarse las manos.

Como era de esperar, estaba hecho un asco, con toallas de papel tiradas en el suelo, además de colillas, un trapo grasiento en el lavamanos y un periódico olvidado sobre el secador de manos. Cuando lo puso en marcha, el periódico cayó al suelo. Martha decidió que era donde debía estar, y estaba a punto de abrir la puerta para salir cuando sonó su móvil. Mientras hurgaba en el bolso, uno de los pulcros guantes que llevaba para completar su nueva personalidad cayó al suelo.

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