Литмир - Электронная Библиотека
A
A

No quería que hicieran de ella una mujer totalmente honrada. No con un anillo de boda. De momento no, al menos. Sin embargo, Nick podría dar un paso, comprometerse con ella, proponer que vivieran juntos.

Se durmió por fin hacia las cuatro, y pasó el día como pudo, esperando a que él la llamara de un momento a otro. Lo hizo, sobre las cinco y media.

– Llegaré muy tarde. Lo siento. Un gran debate sobre seguridad.

– Por mí estupendo -le comentó Jocasta, y colgó el teléfono.

Pasó una tarde larga y triste, y otra noche pésima, y se despertó el sábado con la cabeza a punto de estallar. Fue a dar un paseo y dejó a propósito el móvil en casa. Cuando volvió a media mañana, él había llamado y había dejado un mensaje en su contestador.

– Hola. Soy yo. ¿Quieres que quedemos? Tengo ganas de verte.

Ella le llamó al móvil. Estaba puesto el contestador.

– Sí -dijo-. Tenemos que hablar.

Nick llegó con una botella de vino tinto y unas flores que estaba claro que procedían de un supermercado, y cuando la besó lo hizo con sumo cuidado.

– Hola. -Le dio las flores-. Para ti.

– Gracias. ¿Te apetece un café?

– Me encantaría. Jocasta, ¿de qué tenemos que hablar?

– De mí, Nick. De eso tenemos que hablar. ¿Quieres decirme exactamente adónde crees que vamos?

– Bueno, hacia delante, creo.

– Y… ¿juntos?

– Bueno, es evidente.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que te quiero…

– ¿Me quieres?

– Jocasta, sabes que sí.

– No lo sé -dijo ella-, francamente. ¿Qué has hecho para que yo lo sepa? Nick, llevamos juntos dos años y medio y no hemos pasado juntos ni unas vacaciones.

– Bueno -repuso él con ecuanimidad-. Yo no soporto el sol. Tú odias el campo. ¿Qué íbamos a hacer?

– Nick, no se trata de las vacaciones. Se trata de nuestra vida. Ya lo sabes. De planificar un futuro juntos. De estar juntos siempre, no sólo cuando conviene. Decir: sí, Jocasta, quiero estar contigo. Como Dios manda.

– Prefiero estar contigo como Dios no manda -dijo, acercándose a ella para besarla.

– No intentes encandilarme, por favor, Nick. Ya estoy harta. Quiero que digas o hagas algo que… que… Quiero que te comprometas conmigo -dijo-. Quiero que digas… -Se calló.

– ¿Que diga qué?

– Te diviertes, ¿no? -dijo, con la voz más aguda por la impotencia-. Te divierte verme sufrir, te divierte verme decir cosas que… que…

– Jocasta -dijo él, de repente con una voz más amable-. No me divierto en absoluto. Me pone muy triste verte tan disgustada, pero si quieres que me arrodille y te pida que seas la señora Marshall, no puedo hacerlo. Todavía no. Aún no me siento preparado.

– No -dijo ella con tristeza-, no, eso es evidente, pero, Nick, tienes treinta y cinco años. ¿Cuándo vas a tener ganas?

– No lo sé -contestó él-. La mera idea me aterroriza. No me siento bastante centrado, no me siento lo bastante bien situado económicamente, no me siento…

– ¿Bastante maduro? -dijo ella, con un tono rebosante de ironía.

– Sí, supongo que es eso. Lo siento, pero es así.

De repente Jocasta se sintió agotada.

– Jocasta -dijo él con cariño. Le puso una mano en el brazo-. Lo siento. Ojalá…

Ella le interrumpió en un acceso de rabia y desesperación.

– Oh, ¿quieres callarte de una vez? Deja de decir que lo sientes cuando sabes perfectamente que no es verdad. -Estaba llorando, dolida en lo más profundo-. Vete, ¿por qué no te vas? Vete y…

– Pero… pero ¿por qué? -La voz de Nick era de verdadero desconcierto-. Nos encanta estar juntos. Y yo te quiero, Jocasta. Es una lástima para ti que yo sea un inmaduro con fobia al compromiso. Pero estoy madurando. Tiene que haber esperanza. Mientras tanto, ¿por qué no podemos seguir como hasta ahora? ¿O es que hay otro? ¿Es eso lo que intentas decirme?

– Por supuesto que no -dijo ella, sorbiendo por la nariz, y cogiendo el pañuelo que él le tendía-. Ojalá lo hubiera. -Logró esbozar una pequeña sonrisa.

– Pues yo no pienso igual. Y en mi caso no hay nadie más. No podría haberla. Después de ti, no. Por favor, Jocasta, dame un poco más de tiempo. Me esforzaré por madurar. Te quiero, te lo prometo -dijo-, yo te quiero. Lo siento si no lo he dejado bastante claro. ¿Por qué no nos echamos un rato y nos recuperamos?

Pero durante el sexo que siguió, por agradable y apaciguador que fuera, por cariñoso y tierno que fuera Nick, que esperó a que ella estuviera a punto, mucho tiempo, a que se tranquilizara y se ablandara debajo de él, manipulando su cuerpo de la forma que sabía hacer tan bien, para que alcanzara el placer, incluso cuando sintió que se acercaba el clímax, que crecía y se esparcía convirtiéndose en un alivio estrellado y penetrante, seguía sintiéndose desconfiada y dolida. Echada al lado de él, mientras él le acariciaba el pelo y la miraba a los ojos sonriendo, supo que, por mucho que dijera que la quería, no era suficiente. Y que de nuevo ella amaba más a alguien de lo que ese alguien la amaba a ella.

Capítulo 8

Clio estaba sentada mirando a Jeremy y estaba espantosamente asustada. Estaba tan asustada como para vomitar, como para mojar los pantalones.

Él la miraba, con una expresión fría y disgustada.

Todo había empezado, de una forma bastante tonta, por los Morris. Les habían encontrado en el pueblo, en pijama. La señora Morris no se había tomado las pastillas, se había levantado con hambre, se había ido caminando a la tienda y la habían visto guardándose caramelos y galletas en los bolsillos de la bata.

Por su parte, el señor Morris había salido a buscarla, también en bata, y la policía lo había localizado conduciendo en dirección contraria por una calle de un solo sentido, angustiadísimo. Los servicios sociales habían ido a la casa y habían concluido que los Morris no podían arreglárselas solos y tendrían que ingresar en una residencia.

– Pero no puede ser -dijo Clio a Mark Salter, casi llorando-. Están perfectamente si toman las pastillas. Debería haber pasado a verles cada día, y estarían bien.

– Clio, tranquilízate -dijo Mark-. Los Morris no son tu responsabilidad personal. No conozco a nadie que haya hecho lo que has hecho tú.

– Pero no es suficiente, ¿verdad? -dijo Clio-. Los pobres acabarán en un lugar horrible, les apartarán de su entorno conocido y entrarán en barrena.

– Clio, querida, eso no lo sabes.

– Lo sé -dijo Clio-, y me preocupa mucho.

Cuando estaba a punto de marcharse, sonó el teléfono. Era una amiga, Anna Richardson, otra geriatra, del Royal Bayswater Hospital, donde Clio trabajaba antes de mudarse a Guildford.

– Hola, Clio, ¿cómo va la vida?

– Oh, bien, gracias. Qué alegría oírte, Anna. Perdona que no te haya llamado.

– No te preocupes. Ninguna de las dos tiene mucho tiempo. ¿Cómo está Jeremy?

– Oh, como siempre. Sigue siendo Jeremy. Por eso no he llamado. ¿Cómo está Alan?

– Sigue siendo Alan. ¿Somos tontas o qué?

– Somos tontas. ¿Cómo va todo por ahí?

– Bien. ¿Sigue gustándote la medicina de familia?

– Me chifla. Es más… personal. Como si controlaras algo.

Anna se rió.

– Eso sí que no se puede decir de la vida de hospital. Oye, he llamado para despedirme por una temporada. A Alan le han ofrecido un empleo en Estados Unidos. En Washington. Un gran sueldo, beneficios extra. Así que nos vamos.

– Es estupendo.

– Espero que sí. Preferiría quedarme, pero así son las cosas. No puedo elegir. ¿Quién es el gran profesional? En fin, he decidido dejar mi carrera unos años y tener un par de hijos.

– ¿En serio? -Clio intentó mantener un tono normal. Era la tercera amiga que le hacía un anuncio parecido en un mes. Le daba pánico.

– Sí. ¿Tú no?

– Oh, no por Dios. Todavía no.

– Bueno, mira, Clio, otra cosa. El viejo Piquito se retirará dentro de un año más o menos.

21
{"b":"115155","o":1}