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Dio una vuelta por la zona más bien desolada que llevaba a la sala de conferencias principal, donde ya estaban desmontando los stands. Todos parecían cansados.

La verdad es que se sentía fatal. La noche anterior, el Sketch había dado una fiesta y ella se había emborrachado y había acabado bailando con un periodista del Sun, un cámara de Canal 4 y alguien de un programa de Today. Tenía la esperanza de que Nick la viera y se pusiera celoso, pero cada vez que le miraba estaba conspirando con hombres de aspecto horrible. Al menos parecían horribles desde donde estaba ella. Cuando al fin terminó cayéndose, o más bien había tropezado, uno de ellos se había acercado con Nick para ayudarla a levantarse y acompañarla a una mesa. Era un hombre bastante agradable, a su estilo de mediana edad. Estaba claro que debía dejar de beber tanto. Debía…

– ¿Se encuentra mejor hoy?

La voz y la sonrisa penetraron de una manera brumosa en su conciencia. Era Chad Lawrence.

– Sí. Sí, gracias. Estoy bien -dijo enseguida.

– Me alegro. Ayer se dio un buen batacazo. Creía que esta mañana estaría dolorida.

Ella le miró despistada.

– ¿Fue usted quien me ayudó?

– No, fue Gideon Keeble.

– ¿Qué? ¿Gideon Keeble, el magnate de las tiendas?

– El mismo.

– ¡Oh, no!

– Le dio las gracias con mucho encanto.Y también le besó con mucho cariño.

– ¡Dios mío! -La cosa se ponía peor-. Fue culpa de los tacones, eran demasiado altos.

– Por supuesto. Pero una monada. Me refiero a los zapatos. ¿Se divirtió en la fiesta? Aparte del golpe, claro.

– Sí, fue divertido. ¿Y usted?

– Oh, sí, supongo que sí. Pero han sido demasiadas fiestas para una semana. Me apetece volver a casa.

– A mí también. Éste no es mi sitio favorito en el mundo. Aunque… -Se interrumpió.

Al otro lado del vestíbulo vio la horrible figura familiar de Gideon Keeble seguida de un lacayo de hotel empujando un carrito de maletas: al menos cuatro, una bolsa Gladstone, una bolsa de avión y una maleta con ruedas, todas ellas (aparte de la Gladstone, que era vieja y de piel) de Louis Vuitton, como era de esperar. ¡Qué tontería! ¿Quién necesitaba tanto equipaje para cuatro días?

Jocasta estaba a punto de largarse con discreción cuando Chad llamó a Keeble.

– ¡Hola, Gideon! Esperaba poder verte. Te acordarás de nuestra amiga de anoche. Me estaba contando lo agradecida que te estaba por tu inestimable ayuda en la pista de baile, anoche, cuando se le rompió el tacón.

Jocasta miró distraídamente a Gideon Keeble. Era muy alto, medía metro noventa, y robusto, aunque no gordo. Estaba bronceado y parecía en plena forma, como si se pasara la vida al aire libre, y desprendía una energía contagiosa. No era exactamente guapo, pero tenía unos ojos azules grandes y brillantes, y los cabellos oscuros y ondulados eran de la medida exacta que le gustaba a Jocasta, un poco más largos de lo que dictaba la moda, y salpicados de gris.

– Sí. Sí, es verdad -dijo sin poder evitar la situación-, muy agradecida. Gracias.

– Fue un placer. -Tenía un ligero acento irlandés y su sonrisa era cálida y luminosa-. ¿El zapato está demasiado herido para que lo curen?

– Oh, no, no lo creo. Espero que no.

– ¿Adónde demonios vas con tanto equipaje, gran farsante? -preguntó Chad.

– A Estados Unidos, dos semanas. Te llamaré cuando vuelva.

– Perfecto. Esperaré tu llamada. Adiós.

– Adiós. Y a usted también, Jocasta. He de decirle que disfruto mucho con sus artículos.

– ¿Los ha leído?

– Por supuesto. Considero mi obligación leer todo lo que pueda. Sobre todo me gustó el artículo de la semana pasada sobre la chica del hotel de Bournemouth. La que decía que los únicos que le habían dado las gracias de verdad por lo que había hecho por ellos, en cinco años de congresos, habían sido Maggie y los Prescott. Suena a programa de televisión, ¿no? Maggie y los Prescott. Alguien debería encargar ese programa. En fin, era excelente. Su artículo, quiero decir.

– Gracias -dijo Jocasta, sonriendo-. Viniendo de usted es un gran cumplido.

– Se lo merece. Es una chica lista -añadió-. Y Nicholas es un hombre afortunado. Anoche mismo le decía que debía hacer de usted una mujer honrada.

Los ojos azules centellearon. Estaba flirteando con ella. Eso sí subía la moral. Porque era muy atractivo.

– Ojalá -dijo ella, riendo. Pero el corazón se le encogió de golpe.

Se preguntó qué habría dicho Nick. Si pudiera preguntárselo… Pero no podía. Aunque podía imaginárselo.

– Creo que me prefiere deshonesta -dijo, intentando darle un tono frívolo.

– Pues está loco. Oh, veo que mi chófer parece muy estreñido. Más vale que me marche. Adiós a los dos.

– Es simpático -dijo Jocasta viendo cómo se alejaba. Se sentía un poco tonta.

– Pero no se deje engañar -dijo Chad Lawrence-. Ese encanto es muy peligroso. Y su mal genio es legendario. Permita que la invite a un café o una copa.

Jocasta estaba de mal humor e irritable cuando llegaron a Londres: Nick se había pasado todo el viaje con un corrillo de periodistas del Sketch, emborrachándose a conciencia.

– Bueno -dijo Nick cuando bajaron del tren-, parece que están decididos. Está en marcha.

– ¿Hacia dónde? -preguntó ella desorientada.

– El nuevo partido. Ahora tienen fondos; Keeble ha aportado un par de millones y Jackie Bragg se va a presentar con una cantidad obscena. Ya la conoces, ¿no?

– Oh, sí -dijo ella-. La inteligente Jackie.

Jackie Bragg acababa de sacar su muy exitoso invento a bolsa. Hair's to You mandaba una flota de estilistas de alto standing por las oficinas a cualquier hora del día para peinar a las mujeres y los hombres ejecutivos, demasiado ocupados para dejar sus mesas. Hacía cinco años era directora de una pequeña fábrica, con un jefe que se quejaba de que ella no tuviera tiempo para ir a la peluquería. Ahora salía en la lista de ricos del Sunday Times con un segundo proyecto a punto (lo mismo pero diferente, era lo que solía decir).

– La misma. Y los dos son buenos nombres comerciales sobre todo cuando se trata de la ofensiva del encanto. Hablo del nuevo partido, claro.

– Creía que a estas alturas ya tendrían un nombre -dijo Jocasta.

– Pues no lo tienen. A mí no se me ocurre. Si tú puedes, seguro que te nombrarán lady cuando lleguen al poder. Ah, ¿no te lo he dicho? El editor está convencido de que es buena idea. Chad le ha invitado de caza un fin de semana y como él y Keeble son colegas. Y…

– Nick, todo esto es muy interesante, pero estoy agotada. Creo que me iré directamente a casa -dijo, esperando que él se lo discutiera, pero él le dio un besito en la mejilla y asintió:

– Claro, cariño, pareces exhausta. Llámame mañana.

Jocasta le miró con fijeza.

– ¡Nick!

– ¿Qué?

– Nick, no puedo creer que hayas dicho eso.

– ¿Decir qué?

– Lo que acabas de decir.

Él la miró.

– Perdón, pero no entiendo nada. Creía que habías dicho que querías irte a Clapham.

– Lo he dicho. Pensaba que querrías venir conmigo. Oh, qué más da.

Tenía ganas de llorar; de llorar o de pegarle un puñetazo.

– Jocasta…

– Nick, he ido a Blackpool para estar contigo.

– Eso no es cierto -dijo él sin acritud-. Tenías que informar de la fiesta.

– Podría haberlo hecho cualquiera. Lo solicité especialmente…, hay que ser estúpida. Pero no se trata de eso.

– Sí se trata de eso. Jocasta, lo siento si te he disgustado, pero de verdad que…

– Oh, cállate, por favor. -No sabía por qué se sentía tan hostil, pero así era.

Él la miró.

– De acuerdo. Me callaré. Adiós.

Se alejó de ella, y su cuerpo desgarbado se perdió entre la multitud, siempre con el móvil pegado a la oreja.

Era necesario que aclararan las cosas, no podían seguir así. Había sucedido ya demasiadas veces. La trataba como si ella fuera una novia cualquiera que le gustaba un poco, y que estaría increíblemente agradecida si él le proponía que pasaran la noche juntos. Jocasta se sentía utilizada, descuidada e infravalorada. No dejaba de oír las palabras de Gideon Keeble: «Debería hacer de usted una mujer honrada».

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