Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Lo siento mucho. ¿Está en el campo?

– Sí, por supuesto. No estoy en Londres con él.

– Claro. Por favor, dele recuerdos. Dígale que lo siento. Y que gracias por las postales. ¿Cuándo volverá a Londres?

– Hasta dentro de dos semanas no creo. Le diré que te llame.

– Sólo si le apetece. Gracias.

– ¿Estás en casa?

– Sí -dijo, y rápidamente añadió-: dígale que estoy en la Casa Grande. Él lo entenderá.

– Muy bien.

Cuando Nick se despertó, Pattie Marshall le dijo que Jocasta había llamado y le mandaba recuerdos. Y que estaba viviendo en la Casa Grande.

– Ha dicho que tú lo entenderías.

Nick lo entendía; estaba viviendo en la Casa Grande, no dejándola. Había vuelto a perderla.

Capítulo 4 4

Al día siguiente, a esa hora todo habría acabado. Acabado. Ya no estaría embarazada. Fantástico. De todos modos no se había sentido embarazada; nunca había sido real. No había ocurrido nada. Una falta y ahora casi otra. Eso era todo. No se había sentido mal, no había sentido nada. La gente armaba mucho jaleo por nada, por lo que estaba viendo. Y no se había puesto emocional en absoluto. En absoluto. Ella no era maternal, no tenía instintos maternales. Habría sido una madre horrible.

Jocasta se miró el estómago: era totalmente plano. Era imposible creer que hubiera algo vivo allí dentro, y mucho menos un bebé. Un hijo. Un hijo suyo y de Nick. Tal vez todo era sólo una fantasía, algo que se había imaginado. Pero ya se había hecho tres pruebas y Sarah Kershaw había hecho otra: no había duda. El hijo de Nick estaba allí.

No se podía imaginar qué diría Nick si lo supiera: si supiera que estaba embarazada. Se sentiría aterrado horrorizado. Querría huir. ¿Y si se enteraba de que ella había abortado sin decírselo? Vaya, eso era un poco… delicado. Podría enfadarse. Podría decir que tenía derecho a saberlo. De todos modos no lo querría, así que era infinitamente mejor que no lo supiera. Mucho mejor. No lo sabría nunca. La única persona que lo sabía era Clio, y ella no se lo diría nunca. Nick seguía en Somerset: eso era una suerte. Lamentaba que se hubiera roto un brazo, o lo que fuera, pero era una suerte.

Clio siguió comportándose de una forma rara, muy fría y distante, cuando ella le había llamado. Ni siquiera se había interesado por cómo le iba a Josh con Kate. No entendía qué le pasaba.

Le había preguntado a Fergus y él había dicho que no tenía ni idea; hacía unos días que no hablaba con ella. Parecía deprimido, pero cuando Jocasta le preguntó si pasaba algo, él dijo que nada en absoluto. Estaba claro que sí pasaba algo; se habían peleado, seguramente. Ya se les pasaría.

En fin, al día siguiente estaría bien. Le habían avisado de que podría sentir un poco de dolor, pero que era un procedimiento relativamente menor.

El asesoramiento había sido un asco. ¿Lo había pensado bien? ¿Estaba del todo segura acerca de la esterilización? Era un gran paso. Jocasta dijo que lo sabía y que lo había pensado. Era lo que quería. Desde luego.

– Tengo entendido que usted y su marido se están separando -dijo la mujer.

– Sí, es cierto.

– Es una razón perfectamente aceptable para abortar, para nosotros. La doctora Kershaw también dice que tiene muchas fobias sobre el parto. Es interesante. ¿De dónde cree que proceden?

– Oh, una experiencia horrorosa en Tailandia -dijo Jocasta-. No mía, de una chica con la que compartí habitación de hospital. No me apetece hablar de eso.

– Está bien. ¿Cómo está de salud, señora Forbes? ¿Algún problema que debamos saber?

Le habían dicho que estaría en la clínica todo el día, que le pondrían un anestésico general, por la esterilización, que alguien debía ir a recogerla, porque ella no estaría en condiciones de conducir. Si Clio no quería acompañarla, y seguro que no quería, iría sola, y volvería en taxi. No pasaba nada.

Se preguntaba si Martha habría sentido lo mismo: que sólo era cuestión de tiempo y después habría acabado. Probablemente. Sólo que Martha debía tener al bebé primero. Cada vez que lo pensaba, Jocasta se sentía físicamente débil, mareada y torpe. Sola, completamente sola con aquel dolor desgarrador: ¿cómo lo había soportado? ¿Cómo había llegado hasta el final? En ese punto, decidió no pensar más en el asunto. Era inimaginable. Ella no habría podido. Nunca. Aunque tampoco tenía que hacerlo. No habría bebé; por lo tanto, no habría parto. A partir del día siguiente. Bien. Mejor. Mucho mejor.

De repente sonó el teléfono. Descolgó y era Clio.

– Hola, Jocasta. Soy yo.

– Ah, hola -dijo, con cierta frialdad.

– Quería hablar contigo.

– ¿Ah, sí? ¿De qué?

– Del bebé. Sé que no es asunto mío pero, Jocasta, sigo pensando que deberías decírselo a Nick. También es su hijo. Está mal no decírselo. Yo…

– Clio, no me interesa mucho tu opinión sobre esto, y tienes razón: no es asunto tuyo. Soy yo la que está embarazada, y es mi cuerpo y mi decisión. Nick tiene fobia al compromiso. Ni siquiera quiere vivir conmigo. No querrá un hijo.

– Pero…

– Oye, ¿qué sentido tendría? Dímelo, a ver. Lo único que haría es angustiarlo. Y tú me estás angustiando a mí. Para nada.

– Para nada, no, Jocasta, por tu hijo. Podrías… podrías cambiar de opinión. Al menos no te esterilices todavía.

– Oh, por el amor de Dios, Clio. No voy a tenerlo. Sabes que no puedo y además no lo quiero, y mañana voy a… voy a abortar y se acabó. Se acabó, de una vez para siempre.

– Al menos podrías no hablar de ello de esta manera -dijo Clio en voz baja-. Es un bebé lo que llevas dentro, Jocasta, no una especie de parásito.

– Los bebés son parásitos, a mi modo de ver. Desde el momento de la concepción.

– Oh, cállate -dijo Clio. De repente parecía histérica-. Que te calles.

– Has empezado tú -replicó Jocasta-, así que no me digas que me calle. A lo mejor quieres que lo tenga para que tú puedas adoptarlo. ¿Qué te parece la idea?

– Es de la única manera que podría tener un hijo -dijo Clio, con una voz rebosante de desesperación-, adoptando, o sea que…

Hubo un silencio terrible. De repente Jocasta se acordó. Se acordó de lo que nunca debería haber olvidado, se acordó de lo que había representado para Clio decirle que iba a abortar, con esa crueldad. Pedirle que la acompañara a abortar, encima. ¿Cómo podía haber hecho eso? ¿Cómo podía haber sido tan absolutamente desconsiderada con la pobre Clio, que quería hijos más que nada en el mundo, pero nunca los tendría? ¿Qué le pasaba? ¿Cómo se había convertido en ese monstruo? Era culpa de Gideon, él la había convertido…

– Clio -dijo-, Clio, lo siento. Lo olvidé. Estoy tan absorta conmigo misma en este momento, soy una imbécil, una estúpida asquerosa, Clio. Lo siento.

– No pasa nada -dijo Clio, y colgó. Cuando Jocasta intentó volver a llamar, saltó el contestador, igual que en el móvil.

Jocasta se sentía muy culpable, se sentía enferma. De hecho pensó que iba a vomitar. ¿Cómo podía haber hecho algo tan brutal? ¿Cómo podía haberlo olvidado? Clio era su mejor amiga, y ella le había hecho daño de esa manera tan perversa.

Pasó un buen rato marcando su número, diciendo «por favor, Clio, coge el teléfono», pero no lo cogió.

¿Qué había hecho? Dios mío, ¿qué había hecho?

Jocasta llamó a Fergus porque le pareció lo mejor si no podía hablar con Clio.

Fergus estuvo expeditivo con ella.

– Clio y yo no nos vemos mucho últimamente.

– Oh, Fergus, ¿por qué? ¿Qué ha pasado? Estabais hechos el uno para el otro.

– Llámalo un choque de ideologías -dijo, con bastante sequedad-, así que de «hechos el uno para el otro», nada de nada.

– Lo siento mucho. ¿Vas a contármelo?

– No, creo que no.

– Oye, la cuestión es que necesito hablar con ella. He hecho algo terrible, terrible, y necesito hablar con ella, pero no quiere hablar conmigo. Ni siquiera se pone al teléfono. ¿Podrías echarme una mano?

132
{"b":"115155","o":1}