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– No -comentó Clio-, no puedo. Tengo mi propia vida, por si no lo sabías, Jocasta. No puedo dejarlo todo cada vez que me lo pides. Lo siento.

Hubo un silencio y después Jocasta dijo, con una voz absolutamente atónita:

– Vale, vale, tranquila. Pensé que querrías ayudar.

Clio dijo que estaba hartándose de tanto ayudar y colgó por segunda vez.

Qué buena amiga, pensó Jocasta, ¿dónde estaba cuando la necesitaba? Con una rabieta en Guildford. Peor para ella. No la necesitaba. No necesitaba a nadie. Estaba perfectamente. Recuperaría su vida. En cuanto hubiera acabado con esa… esa cosa, al cabo de una semana, iría a ver a Chris Pollock. Debía de estar loca para haber dejado su trabajo. Y su libertad y su independencia. Debía de haber perdido la cabeza. Gideon le había hecho perder la cabeza.

Se preguntaba qué demonios le diría al día siguiente. No se lo inventaba cuando le había dicho a Clio que estaba aterrada. Pero había sido un correo muy amable. Sentía que tenía que aceptar verlo.

Nick seguía en Somerset. Había estado haciendo una demostración delante de niños, montando a caballo, y se había caído y se había roto el radio. Cuatro horas de mucho dolor más tarde, volvía a estar en casa con un brazo en cabestrillo y la prohibición de conducir y de hacer apenas nada en dos o tres semanas.

– Eres idiota -dijo su madre-, galopando así por los páramos. Seguro que ha sido una madriguera de conejo.

– Sí, creo que sí -dijo Nick con humildad-. Lo siento, mamá.

– Te prepararé un té. Te habrán dado analgésicos, supongo.

– Sí, pero se está pasando el efecto. Podría tomar un whisky.

– Creo que es una idea pésima, junto con los analgésicos. Vete a la cama y te subiré el té.

– Gracias. ¿Puedes subirme el móvil, por favor? Tengo que avisar al periódico.

– Por supuesto. Aunque no creo que se note mucho si no vas unos días. Toda esa gente horrible sobre la que escribes no se escapará. Esta mañana había una foto de Blair en la Toscana, o en las Bahamas, no sé. No sé por qué no pueden pasar las vacaciones en este país.

Le llevó el móvil a Nick junto con el té. Nick comprobó que no hubiera algún mensaje de Jocasta. Ése era el auténtico motivo por el que lo quería. No había ninguno. ¡Cuánto la echaba de menos! Era doloroso. Más incluso que el brazo.

Jocasta fue en coche a Kensington Palace Gardens. Se había arreglado cuidadosamente, con una blusa de lino negra que le iba grande. Sabía que se le habían hinchado los pechos y le aterrorizaba que Gideon lo notara. Lo notara y adivinara.

Llamó a la puerta temerosamente. La señora Hutching abrió y le sonrió un poco incómoda.

– Hola, señora Keeble.

– Hola -dijo Jocasta. Había intentado que la señora Hutching la llamara Jocasta, pero no lo había conseguido, y ahora la pobre mujer estaba violenta, sin importar el nombre que usara.

– El señor Keeble aún no ha regresado. Me ha pedido que le sirviera el té en la galería. Ha dicho que no tardaría.

– Está bien. Gracias.

Al cruzar el vestíbulo, echó un vistazo a la bandeja de las cartas. Había dos postales. Dos postales de color sepia. Cogió una. Era una imagen de Exmoor y era la letra de Nick.

– Ésta es para mí -dijo-. ¿Por qué no me la han mandado?

– No creo que sea para usted, señora Keeble. Es para una tal señora Cocinera. La dirección es correcta. Creí que una de las mujeres de la limpieza de la agencia que hemos tenido en agosto podría reclamarla.

– No se preocupe. Es de un amigo mío. Es una broma.

– Ah, bien. Perdone.

– No pasa nada.

¡No pasa nada! Llevaba dos semanas y media muy largas esperando esa postal. Cómo no se le había ocurrido. Era normal que Nick la hubiera mandado allí. Creía que era su casa.

Querida señora Cocinera: gracias por una tarde tan agradable. Lo pasé muy bien. Espero que tu salud haya mejorado y que puedas salir y disfrutar de este verano tan bueno. Aquí está todo precioso. Sé que no te gusta el campo, pero los páramos están muy hermosos. El aire es limpio y claro. Ojalá hubiera podido convencerte hace tiempo para que pasaras aquí unos días conmigo. Tu amigo para siempre, James Mayordomo.

La otra postal era un poco menos enigmática.

Querida señora Cocinera: me preocupa que no hayas recibido mi anterior postal y espero que sigas disfrutando de buena salud. Espero noticias tuyas. James Mayordomo.

Se las guardó en el bolso, mucho más contenta, y salió a la galería a esperar a Gideon, quien estuvo en realidad muy amable y cortés. Dijo que lamentaba que las cosas hubieran ido tan mal, que nunca había querido terminar así y que se daba cuenta de la parte de culpa que le correspondía. Había reflexionado mucho y si Jocasta quería el divorcio, no se lo pondría difícil, por triste que se sintiera. Estaba seguro de que podían llegar a un acuerdo económico amistoso; Jocasta sólo debía decirle…

En ese momento, Jocasta ya no pudo más. El viejo Gideon había vuelto, amable, cortés, encantador. ¿Qué había ocurrido? ¿De dónde habían salido los demonios? Sin duda, ella los había desencadenado. No era una idea agradable.

– No quiero dinero, Gideon -comentó-. No quiero nada. Nada de nada. En serio. No podría aceptar dinero de ti.

– Claro que puedes.

– No. En serio, de verdad, no quiero nada.

– Jocasta…

– No, Gideon, no. Ya me siento bastante mal.

Hubo un silencio y él dijo:

– Bien, si cambias de opinión… Pareces cansada, ¿te encuentras bien?

– Me encuentro perfectamente -dijo ella enseguida.

¿Cómo reaccionaría si se enteraba de que estaba embarazada? De otro hombre, cuando la tinta de su licencia de matrimonio aún no se había secado. ¿O pensaría que era suyo? Era aterrador. ¡Dios mío, era un desastre!

– Mira, me gustaría que te quedaras con algo. Si cambias de opinión…

– No -dijo Jocasta-. Sé que no.

– Pues llévate la ropa al menos -dijo Gideon-, ocupa espacio en el armario y a mí no me sienta bien.

Jocasta sonrió.

– Oh, Gideon. Esto es tan triste. Debíamos haber tenido una aventura y basta.

– Pero tú no querías una aventura -dijo Gideon-, querías casarte. Venga, Jocasta, reconócelo.

– Lo reconozco -dijo.

– Y yo te animé.

– Sí, me animaste. En general, estuvo bien. Fue divertido.

– Me alegro de que pienses así -dijo Gideon-. Yo también me he divertido. Bueno, tomemos el té. Después tendrás que disculparme. Tengo que volver al despacho. Y antes de eso tengo que recoger unas maletas. Me…

– Me voy mañana -dijo Jocasta, y se rió-. Oh, Gideon. Lo siento mucho. Me he portado muy mal.

– Yo también me he portado muy mal. Y también lo siento mucho. En fin, ha sido un matrimonio breve pero bastante feliz. Gracias por venir. Quería que termináramos como amigos.

– Amigos -dijo Jocasta, y se levantó de la silla para darle un beso-. Adiós, Gideon.

– Adiós, Jocasta. Y te lo agradecería enormemente si la prensa no se enterara de esto hasta dentro de un tiempo.

– No se enterará. Te lo prometo.

No se enteraría. Que se enterara la prensa era lo último que deseaba. Sobre todo un miembro concreto de la prensa.

Al menos Nick había mandado una postal. Dos postales. Estaba claro que había pensado en ella. Eso era agradable.

En cuanto subió al coche, le llamo al móvil. No le contesto Nick.

– ¿Diga?

– Hola, señora Marshall. Soy Jocasta. Jocasta Forbes.

– Hola, Jocasta. -La voz era fría, nunca se habían caído bien-. Supongo que te preguntas por qué contesto el teléfono de Nick. Se ha roto el radio derecho…

– ¿Qué es eso?

Pattie siempre utilizaba términos médicos. Era una de las muchas cosas que sacaban de quicio a Jocasta.

– Es uno de los huesos del antebrazo.

– Lo siento. ¿Cómo está?

– Está bien. Se ha caído de un caballo, una vergüenza. No es grave, pero ahora está durmiendo. Me había pedido que apagara el teléfono pero lo olvidé.

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