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– Fiebre del dengue -dijo-. Tienen que ir a un hospital. Las ayudaré.

Fue a buscar a su padre y un camión. Juntos levantaron a Jan, que estaba casi inconsciente, y la tumbaron detrás. Jocasta consiguió subir a su lado.

El ruido y el calor atacaron a Jocasta como un puñetazo. Gimió de dolor y apartó la cabeza de la luz. Cuando el camión se puso en marcha, el ruido le taladró la cabeza.

Y así comenzó un viaje de pesadilla por la isla, subiendo colinas, bajándolas, con curvas y giros violentos, que las sacudían con un dolor de huesos agónico. El sol les daba de lleno y las abrasaba, el camino era polvoriento, el ruido horrible. Si había infierno, Jocasta pensó que sería así. El dolor de las extremidades era indescriptible y no podía parar de vomitar.

Anochecía cuando llegaron al hospital y las enfermeras las ayudaron a entrar. Ya no podían caminar. Las colocaron en camillas en el ala de pacientes externos. Era un hospital sorprendentemente moderno, tranquilizador, limpio, ordenado. Las pusieron en una habitación con seis camas. Hacía calor, a pesar del ventilador en marcha.

En un rincón, detrás de un biombo, una mujer agonizaba, rodeada de parientes llorosos. Y en la cama junto a la de Jocasta, una chica estaba teniendo un bebé.

La chica pasó la noche gritando, se arrancaba los cabellos, la piel, tiraba de la sábana que su madre había atado a la cabecera de la cama para que se sujetara. Y rezaba para morirse.

Jocasta siguió toda su agonía: las subidas y bajadas de sus contracciones, el aumento de la frecuencia, el aumento de la potencia. La madre la refrescaba con una esponja, la tranquilizaba, intentaba hacerle beber algo. Al amanecer, se puso peor, y ya no dejó de gritar, morder y patear como un caballo aterrado, cada vez que la enfermera o el médico intentaban examinarla.

La madre hablaba poco inglés. Jocasta, que se sentía un poco mejor, se sintió obligada a echar una mano y preguntar si podía ayudar.

– No, bebé no viene todavía -dijo con una sonrisa dulce y paciente.

Al final, volvió la enfermera con un médico y, junto con la madre, consiguieron poner el cuerpo alterado de la pobre chica en una camilla.

Mientras la sacaban de la habitación, la chica miró a Jocasta. Parecía una anciana, con el pelo empapado de sudor, la cara retorcida y los enormes ojos oscuros; Jocasta vio en ellos agonía y un terror absoluto. De algún modo sintió que estaba absorbiendo ambas cosas.

El médico habló rápidamente a la madre. Ella asintió y le siguió.

– ¿Qué? -preguntó Jocasta-. ¿Qué pasa?

– Bebé nalgas -dijo-. Bebé no baja.

Jocasta llamó a la enfermera.

– ¿Pueden ayudarla?

– La ayudaremos -dijo ella-. Con fórceps.

Jocasta volvió la cabeza y escondió la cara en la almohada, pero siguió oyéndola, durante más de una hora, aquellos gritos animales, brutales y terroríficos, y de repente se hizo un silencio aterrador.

Entonces apareció la madre llorando, para recoger sus cosas. Miró a Jocasta y se esforzó por sonreír.

– Bebé muerto -dijo.

– Oh, no -exclamó Jocasta.

Le parecía espantoso pensar que, después de tanto sufrimiento, la causa hubiera muerto. Se echó a llorar, y en su estado de debilidad se sintió aún más deprimida.

– Lo siento. ¿Cómo está su hija?

– Tenemos esperanza -dijo la mujer, y dejó escapar una risita tailandesa, muy forzada.

Después volvió.

– Ella muerta también -dijo casi con animación-. Perdido demasiado sangre.

Jocasta no había podido olvidar nunca esas palabras.

Capítulo 25

Sólo debía mantener la calma. Si mantenía la calma, no pasaría nada. Nadie podría pensar que tenía la más mínima relación con esa historia sensacionalista aparecida en la prensa. No había ninguna relación. Ninguna en absoluto.

La única persona que podía pensar que algo la preocupaba era Ed, porque había llegado a estar muy cercano a ella. Pero tendría que alejarse. Tendría que alejarse de su vida. Así ella estaría a salvo. Siempre que mantuviera la calma. Una absoluta calma.

Y ni siquiera miraría los periódicos los próximos días. Sobre todo las fotos de esa chica.

Kate había llamado a Jocasta y parecía muy angustiada.

Le dijo que sentía haber sido tan grosera con ella y que estaba segura de que no había tenido nada que ver con el artículo.

– Estaba muy enfadada. Fue un golpe muy fuerte.

– Por supuesto. Me sentí muy mal por ti. Pero las fotos eran preciosas -añadió con cierta inseguridad.

– Sí, bueno. Lástima del artículo. Aunque no es para tanto, supongo. Por ahora no tengo que volver a la escuela, porque tengo permiso para estudiar en casa, de modo que puedo evitar a las chicas más metomentodo. Pero necesito que me ayudes, Jocasta. No paran de llamar mujeres diciendo que son mi madre, ya han llamado una docena, y tengo mucho miedo de que una sea ella de verdad, y que después de tanto rollo, no me entere. No sé qué hacer.

– Estoy segura de que el periódico anotará los teléfonos y todos los datos.

– Sí, pero necesito saberlo -dijo Kate con desesperación-. Ahora no puedo dejarla escapar. ¿Y qué debo hacer con las agencias? Mamá no sirve para nada y Juliet dijo que te lo preguntara a ti. ¿Crees que podrías ayudarme? Por favor, Jocasta, por favor.

Jocasta estaba tan conmovida que su primer impulso fue ir corriendo a Ealing, a ver a los Tarrant, pero llamó a Gideon y él la aconsejó mejor.

– No hagas eso, Jocasta, es una insensatez. Escucha, tengo al hombre que necesitas.

– Gideon es un ángel. No te lo imaginas -le comentó Jocasta a Clio-. Es muy amable y se preocupa mucho por mí. Qué suerte tengo. Ya verás cuando le conozcas, Clio, te va encantar, te lo prometo. Pero por ahora tendrás que conformarte con un amigo suyo. Va a echar una mano a Kate. Gideon le dirá que me llame. Se llama Fergus Trehearn.

Fergus Trehearn era el equivalente irlandés a Max Clifford, explicó Jocasta a Clio, que estaba desconcertada.

– Sólo que ahora trabaja aquí… ¿Sabes quién es Max Clifford? -añadió, viendo la cara despistada de Clio.

Clio dijo humildemente que no tenía ni idea, y cuando supo qué hacía Max Clifford («Se dedica a manipular a la gente, incluida la prensa»), dijo que no entendía para qué lo querían.

– Fergus es un encanto, por lo que me han dicho -dijo Jocasta-, y Kate le necesita, sin duda. Ella…, quiero decir, ellos no pueden con este asunto. Fergus se encargará de todo, se deshará de esas mujeres, conseguirá a Kate el mejor contrato con una agencia de modelos, gestionará las ofertas de los demás periódicos y revistas que quieren publicar la historia… En fin, le he dicho que Fergus podía venir a casa. No te importa, ¿verdad?

– Claro que no -dijo Clio echándole valor.

Lo último que deseaba era conocer a un hombre con una ostentosa cadena de oro y escuchar anécdotas de cómo manipulaba a la prensa.

Sin embargo, el hombre que se sentó en la desordenada sala de Jocasta y escuchó atentamente mientras ella hablaba no llevaba ninguna cadena de oro. Era un hombre encantador, cortés y muy elegante, vestido con un traje de lino. Tendría cuarenta y pocos años, era alto, delgado y muy atractivo, con los cabellos grisáceos muy cortos y unos ojos marrones muy oscuros. Era franco y divertido y a Clio no le costó mucho que le cayera bien. Jocasta la presentó como su brillante amiga doctora y él se mostró debidamente impresionado, a pesar de las protestas de Clio por los elogios inmerecidos.

Sus modales eran amables y conmovedoramente atentos. Contradecía por completo el despiadado oportunismo que lo movía. Nadie habría pensado que Fergus Trehearn, tan indignado con la perversa maniobra de Carla Giannini, incapaz de creer semejante traición, fuera el mismo que había gestionado una subasta telefónica entre dos grandes periódicos por la historia de una hermosa refugiada de Bosnia que se había hecho acompañante (con la tapadera de camarera de habitaciones en un hotel del West End) y después había posado con un grupo de futbolistas borrachos, o que había negociado un astuto trato con los medios para una joven pareja detenida, y debidamente sancionada, por mantener relaciones sexuales en la cuneta de la M 25.

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