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– Será perfecto para Kate -dijo Jocasta a Clio, feliz, cuando Fergus se marchó-, no podría ser mejor. ¿No es un encanto?

Jocasta llamó a los Tarrant, les explicó lo que hacia Fergus y les suplicó que la recibieran. Helen, agotada y todavía muy angustiada, finalmente aceptó. Tenían que resolver el asunto de una vez y parecía que ese tal Fergus Trehearn sabría qué había que hacer. Quedaron a las seis el lunes.

– Sé que es un poco tarde -dijo él disculpándose-, pero no estoy libre antes. ¿Todavía tienen buitres de la prensa en la puerta?

Helen, que ya creía que no volvería a sonreír, soltó una carcajada.

– Se han ido -dijo-, pero siguen llamando sin parar.

– Yo les libraré de las llamadas -dijo-, si me lo permite. Nos veremos a las seis, señora Tarrant, su marido también, por supuesto. Después de que hablemos y si nos ponemos de acuerdo, conoceré a su bonita hija.

– Él hablará con la prensa -le dijo Helen a Jim-, y con las mujeres. Y de Kate. De todas esas ofertas que está recibiendo.

– ¿Y cuánto nos costará? -preguntó Jim.

– Se lo preguntaré a Jocasta -dijo Helen, no muy segura. No se le había ocurrido.

– Ah, claro, qué buena idea -le comentó Jim, en tono sarcástico-. Seguro que tiene comisión. Puedes recibirle si quieres, Helen, pero yo no. Y no esperes que le pague ni un penique.

Helen suspiró y salió de la habitación para llamar a Jocasta.

Jocasta la tranquilizó respecto al asunto del dinero.

– No querrá cobrarle, a menos que Kate empiece a ganar dinero como modelo -dijo-, entonces probablemente querrá ser su agente y quedarse un porcentaje. Trabajan con el acuerdo de cobrar sólo si ganan, como hacen casi todos los abogados ahora.

Helen no debía saber que Gideon Keeble había aceptado pagar la factura de Fergus hasta que las cosas se calmaran para Kate.

– Y si no se calman, también -dijo Gideon a Jocasta-. Es un precio insignificante por verte tan feliz.

– Gideon, no sé cómo agradecértelo -dijo Jocasta.

– Yo te lo diré-dijo-, cuando vuelva de Barbados.

– Oye -dijo Martha-. Lo siento. Ya te lo he dicho al menos tres veces. No puedo ir a Venecia. Ahora no. No sé por qué no puedes aceptarlo.

Le había llevado todo el día armarse de valor para hacer esa llamada. Y cada palabra que decía le dolía más que la anterior.

Supongamos que leía algo en la prensa, que hacía algún comentario, que decía que no podía creer que alguien hubiera hecho algo así. O que la madre debía de ser una persona horrible.

No, estaba claro. De nuevo tenía la necesidad de asumir el control. Y para tener el control, había que ser independiente, y no tener que dar explicaciones a nadie. Ed la amaba. Y ella le amaba. Y el amor era muy poderoso cuando se trataba de secretos. Secretos enormes y peligrosos. Los veía, los desenterraba.

Volvió a respirar hondo.

– Ahora no puedo ir a Venecia. Compréndelo, por favor. Lo siento.

– Sí, claro, lo sientes tanto que no pudiste llamarme en todo el fin de semana, no pudiste devolverme las llamadas. ¿Por qué, Martha? ¿Puedes contestarme a eso?

– No encontré el momento…

– Ah, claro. En todo el fin de semana. No tuviste ni cinco minutos para coger el teléfono y decir: Ed, lo siento, ahora no puedo hablar, ya te llamaré. ¿No es así?

– Sí -dijo, y su voz era tan fría, tan serena, que la asombró-, así fue.

– Oh, a la mierda -dijo él de repente-. Ya estoy harto. ¿No te das cuenta de que estaba preocupadísimo? ¿No te das cuenta?

Su voz se quebraba por el dolor.

– Sí, claro que me doy cuenta, Ed, pero ya te lo he dicho. No…

– Estás hecha de piedra-dijo-, ¿lo sabías?

Ella calló un momento, y después dijo:

– Ed, no me gusta que me insulten. Si no puedes aguantar mi ritmo de vida y mi manera de ser, creo que sería mejor que acabáramos con todo esto.

– ¿Con todo esto?

– Nuestra relación, por supuesto.

– ¡Relación! -dijo-. ¿Llamas relación a lo que tenemos? Yo lo llamaría un montón de mierda, Martha, total y absoluta. Tú me dices qué debo hacer, decir y pensar, dónde debo estar y cuándo, y yo corro detrás de ti, lamiéndote el culo. Bien, ya encontrarás a otro que te lama, porque de repente todo esto me parece muy aburrido. ¿De acuerdo?

Y colgó el teléfono de golpe.

Martha se quedó sentada un rato, completamente inmóvil, mirando el teléfono, deseando más que nada en el mundo volver a cogerlo, luchando contra el instinto de decir que lo sentía, que no sabía lo que decía, que le quería y quería verle.

Pero no podía. Era demasiado peligroso.

Al final de la semana, Kate se sentía mejor. Tenía que reconocer que era bastante agradable que no sólo el Sketch, sino periódicos como The Sunday Times te describieran con palabras como hermosa y deslumbrante, y que también publicaran tus fotos.

Y que te llamaran agencias de modelos pidiendo que fueras a verles, e incluso revistas, para preguntar si podían entrevistarte: era una pasada.

Y además estaba Nat. Casi había valido la pena, por tener a Nat llamándola dos veces al día y paseándola en el Sax Bomb y preguntándole si creía que podría ir al Fridge el sábado. Ella dijo que sería una pasada y que por supuesto iría. Ya se preocuparía por lo que dirían sus padres cuando llegara el momento. Ellos no entendían, nadie parecía entenderlo, que Nat era una buena persona. Lo primero que había dicho cuando ella había subido al coche había sido «¿Estás bien?», y ella había contestado que sí, que estaba bien, gracias. Y él había dicho «Por lo del artículo en el periódico, lo de tu madre», y le había llegado al corazón que él comprendiera cómo debía de sentirse. Estaba claro que había leído el artículo, porque había dicho, con aquella sonrisa suya, que le había gustado lo que había dicho de su ropa y de su coche.

Después se había inclinado y la había empezado a besar; besaba muy bien. Lentamente, con cuidado, con la lengua moviéndose por todas partes, empujando la suya. Estaban aparcados en un rincón del parque, bajo unos árboles. Fue muy romántico.

– ¿Vas a hacer más fotos de ésas? -preguntó cuando terminó, y encendió un cigarrillo.

– Claro -dijo.

– Genial. No me importaría acompañarte, si algún día quieren un chico -añadió.

Kate dijo que lo preguntaría si se presentaba la ocasión.

– Sí, claro -dijo él, y la acompañó a casa en silencio. O lo más parecido al silencio que permiten los Red Hot Chili Peppers a todo trapo.

– Martha, ¿estás bien?

La voz de Paul Quenell parecía llegar de muy lejos. Hacía mucho tiempo que Martha no se sentía así: desorientada, sudorosa y como si fuera a vomitar. Se incorporó de golpe en la silla.

– Sí -dijo-, estoy bien. Gracias. No sé qué me pasa, lo siento, Paul.

¿Qué estaba haciendo allí, encima de su mesa, el Sunday Times, abierto por el artículo sobre… sobre…? ¿Se lo iba a enseñar? ¿Iba a preguntarle si sabía algo?

– Jane -gritó en dirección a la puerta abierta-, trae un vaso de agua, por favor. -Y después, amable, pero severo, dijo-: Has trabajado demasiado.

– Tal vez un poco, sí.

– Es todo ese trabajo extra -dijo, y le sonrió a modo de disculpa-. Gracias, Jane. Déjalo aquí. Llévate esto… -Dobló el periódico y se lo dio a su sufrida secretaria-. Ya he visto lo que quería.

¿Lo que quería? ¿Para qué iba a querer nada? ¿Qué tenía eso que ver con él?

– Jane ha visto el artículo sobre la nueva socia de Kindersleys. -Paul se sentó a la mesa otra vez-. Hannah Roberts, una de esas supermujeres. Tiene cinco hijos como mínimo. ¿La conoces?

– La he visto un par de veces -dijo Martha, sintiéndose aliviada, disfrutando del alivio.

– En fin, te mando de viaje. Nada largo, una semanita como mucho. Pero podrías aprovechar un par de días para descansar.

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