Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Un viaje? ¿Adónde?

Era lo último que deseaba. Sólo se sentía segura haciendo cosas habituales, en lugares conocidos. El mero hecho de haber ido a un restaurante nuevo el día anterior la había inquietado.

– A Sidney.

– ¡A Sidney!

No podía ser peor. Eso era donde… cuando…

Se esforzó por volver al presente.

– ¿Para qué?

– Por el asunto Mackenzie, claro.

– Claro. -Estaba recuperando el control. Mackenzie era una cadena de tiendas de ámbito mundial.

– Han hecho otra gran absorción en sus enclaves de la costa en esa zona, y necesitan asesoramiento.

– ¿No puede encargarse la oficina de Sidney?

– Sí, por supuesto, pero Donald quiere que vaya alguien de Londres. Me lo pidió a mí, y cuando le dije que era imposible, te mencionó a ti. Le diré a Jane que te reserve el vuelo y el hotel.

De camino a su despacho, Martha volvió a sentirse desorientada. Se metió en el servicio y se sentó en la taza, con la cabeza entre las rodillas.

Mantén la calma, Martha. Mantén la calma…

Clio estaba cansada cuando llegó a casa, y no estaba segura de si estaba contenta o no. El almuerzo con Piquito había ido de maravilla. Él le había dicho que la habían echado de menos y que esperaba que se presentara para el puesto vacante de especialista.

– Tengo un buen equipo -dijo-. Gente joven, con ganas de trabajar, muy listos. Te adaptarías de maravilla, Clio. Tenemos un par de proyectos de investigación en marcha, estamos haciendo ensayos con un nuevo fármaco para el Alzheimer y tenemos un psiquiatra nuevo estupendo.

– Suena muy bien -dijo Clio ilusionada-, pero ¿de verdad crees que estaré a la altura?

– ¡Clio! Eres la mejor especialista que hemos tenido en el departamento en años. Te subestimas, querida, y no deberías. No te habría invitado a presentarte si no creyera que estás a la altura, como dices tú. Para mí eres la candidata perfecta. Algo que sí deberías hacer, te lo recomiendo fervientemente, es visitar un par de hospitales de la periferia, para ver qué hacen. Antes de la entrevista con la junta, quiero decir.

Ella le sonrió.

– Pareces muy seguro de que me entrevistarán.

– Claro que te entrevistarán.

Se marchó, prometiendo presentar la solicitud, y fue al despacho de su abogado.

La habían advertido que sería desagradable, y lo fue. Una cosa era ponerse de acuerdo, por triste que fuera, en que el matrimonio se había acabado. Y otra cosa muy diferente era encontrarse en una situación de enfrentamiento, y evaluar el resultado de ese matrimonio. Había aceptado no negarse al divorcio y había esperado cierta generosidad a cambio, pero Jeremy estaba disputándole incluso su derecho a una parte de la casa, afirmando que le había abandonado y que se había casado con él con falsos pretextos.

– No te preocupes -dijo su abogado-. Recibirás lo que te corresponde.

– Te he echado de menos -dijo Gideon-. Mucho.

Estaban en la cama. Gideon había vuelto de Barbados, dejando muy complacida a Fionnuala con tres ponis de polo soberbios.

– Estaba muy contenta -dijo-, y se mostró muy cariñosa. Ha sido muy agradable.

– Ya lo supongo -dijo Jocasta intentando que su voz no sonara mordaz.

Era muy temprano. Estaban en la casa de él en Londres, en Kensington Palace Gardens. Aquella casa había dejado algo atónita a Jocasta, hasta el punto de intimidarla un poco. Sólo podía describirse como mansión, de estilo Palladio construida cinco años antes, con salón de baile, varios salones para recepciones, un piso para el servicio y diez dormitorios. ¿Necesitaba un hombre casi sin familia diez dormitorios?

– Yo también te he echado mucho de menos -dijo ella-. Una barbaridad.

– Me alegro de saberlo. Me habría gustado creer que eras muy desgraciada. Dios mío -apartó la sábana, se incorporó y la miró-, eres lo más hermoso del mundo. No sé qué haces con un viejo como yo.

– Te quiero -dijo Jocasta- como eres. Te lo creas o no. Te quiero y basta. No sé cómo he podido vivir una semana sin ti, por no hablar de treinta y cinco años. Me parece muy raro.

Martha pensaba salir del piso a las cinco y media de la mañana, para poder ir al gimnasio. La esperaban veintiuna horas en un avión y lo necesitaba. Ahora que había vuelto a recuperar el control incluso empezaba a apetecerle el viaje.

Marcharse ahora parecía, de repente y de forma sorprendente, lo que le hacía falta.

Se sirvió un vaso de agua mineral y se lo llevó al dormitorio, para acabar de hacer la maleta, cuando sonó el timbre. Serían los documentos que Paul le había prometido mandarle a casa.

No eran los documentos, era Ed.

– No puedes pasar -dijo Martha, mirándole, de pie en el rellano, pensando sin poder evitarlo que estaba guapísimo, con una camisa blanca con el cuello desabrochado y vaqueros, como salido de una película-. Estoy haciendo la maleta, voy a coger un avión.

– Me da igual que vayas a coger un cohete -dijo-. Quiero saber qué pasa. Ha pasado algo, Martha, ¿verdad? Me da igual, me da igual que estés enamorada de otro, me da igual si tienes una enfermedad terminal…, bueno, eso es una chorrada, por supuesto que me importaría, pero tengo que saberlo. No puedo soportarlo. Tienes que decírmelo.

– No ha pasado nada -dijo ella, apretando los puños y mirándole cara a cara con considerable valor, ¿podría adivinarlo en sus ojos?-. No ha pasado nada en absoluto. Estoy… estoy ocupadísima. Mañana me voy a Sidney.

– ¿A Sidney? ¿Cuánto tiempo?

– Sólo una semana. Tenemos un cliente allí. Un cliente muy importante -añadió con voz firme.

– Martha, por el amor de Dios, ¿de qué se trata? ¿Qué te ha pasado? Tienes que decírmelo, no pienso marcharme hasta que me lo digas.

– No ha pasado nada -dijo, y empezaba a asustarse porque él parecía muy desesperado.

– Martha -dijo Ed con calma-, te quiero. Conozco cada centímetro de ti. Literalmente. Sé cómo eres cuando eres feliz y cuando estás triste y cuando estás estresada y cuando quieres sexo, y sé cuándo quieres hablar y cuándo quieres estar callada y cuándo te sientes fatal y cansada y mezquina. Y sé que te ha pasado algo, lo sé. No tiene nada que ver con el trabajo. Sé que tienes miedo. ¿De qué tienes miedo, Martha? Tienes que decírmelo. ¿Qué has hecho? Nada de lo que hayas hecho puede escandalizarme, o enfadarme, a menos que te hayas enamorado de otro. Eso tendría que superarlo, pero al menos lo sabría. ¿Es eso? ¿Has encontrado a otro?

– No -dijo ella con calma-. No hay nadie más.

– Entonces ¿qué pasa?

Ella se quedó callada.

– Martha, mírame. Dime qué coño ha pasado.

Y por un momento Martha quiso contárselo, sólo para quitárselo de encima, para saber que otro lo sabía, que esa cosa horrible y aterradora que había negado tanto tiempo, que había podido contener, aquel monstruo obsceno y temible, ya no estaba encerrado, pugnando por escaparse.

Pero no pudo.

– No ha pasado nada -dijo al fin, y después-: Discúlpame, no me encuentro muy bien.

Se metió en el baño, cerró la puerta de un portazo y empezó a vomitar violentamente, sin poder parar. Después se sentó en la taza, temblando y angustiada, con un dolor terrible en el estómago, preguntándose si podría salir de allí algún día.

Oyó que llamaba a la puerta, suavemente, pronunciando su nombre. Hizo un esfuerzo supremo, se lavó la cara, se cepilló los dientes y salió. Se enfrentó a él, intentando sonreír para tranquilizarle.

– Lo siento -dijo-, lo siento mucho.

Y entonces él lo dijo: lo peor que podría haber dicho.

– Martha, ¿no estarás embarazada?

Martha se echó a reír, con una risa histérica que acabó convirtiéndose en lágrimas. Temblaba de pies a cabeza, evitaba su mirada. Él la llevó a la sala, la sentó en el sofá y la miró mientras lloraba y gemía, como una mujer primitiva y salvaje. Por fin se fue calmando, y entonces Ed se sentó a su lado, la rodeó con los brazos, y le hizo apoyar la cabeza en su hombro. Ella se quedó así, por un momento en paz, donde quería estar, y él le cogió la mano y la entrelazó con la suya, después se la acercó a los labios y la besó.

69
{"b":"115155","o":1}