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Tecleó «Personas desaparecidas» y esperó. En la pantalla apareció una larga lista de organizaciones. «Personas encontradas», «Personas desaparecidas en todo el mundo», «Encuentre a cualquiera».

Sarah era un genio. ¿Por qué no se le habría ocurrido antes?

Entró en «Encuentre a cualquiera».

«Personas perdidas por 7,95$ al instante», decía.

El corazón se le aceleró. No estaba mal, 7,95 dólares por tu madre.

Media hora más tarde, salió de la biblioteca, rabiosa. Esta vez consigo misma. Había sido muy tonta, de nuevo. ¿Qué le había hecho pensar que encontraría algo de esa manera? Era el problema de siempre: no sabía lo suficiente para empezar. Todos los sitios decían cosas como «Sólo necesita un nombre y un apellido» o «Si sólo tiene un nombre, haga clic aquí para ver más opciones». Una organización decía que si buscaba sólo por el nombre, obtendría demasiadas opciones. ¡Demasiadas! Una no estaría mal.

«Buena suerte -decía- y disfrute de su reencuentro con esa persona especial.»

Si fuera posible. Se fue a casa, más enfadada que nunca.

Al cabo de un rato, se le pasó el enfado y volvió a sentir la angustia y la soledad de siempre. Estaba muy bien que sus padres le dijeran que la querían mucho y Juliet también se lo dijera. La cuestión seguía siendo que su madre, la persona que la había traído al mundo, la había abandonado, como si fuera una falda que ya no le gustaba, se había largado y no había vuelto nunca más. Ni siquiera para saber si estaba bien.

Por supuesto, al menos sabía que la habían encontrado. Lo habría leído en la prensa. Y tal vez eso fuera suficiente para ella. No quería saber si su hija estaba bien, o si era feliz, o quién cuidaba de ella, o cómo era ahora que había crecido. Sencillamente la había borrado de su vida. Cuanto más lo pensaba Kate, peor se sentía: que la persona que debería quererla más en este mundo, que debería preocuparse más por ella, no tuviera el más mínimo interés, era una idea horrible y cruel. La hacía sentir inútil. Si no le importabas nada a tu madre, por el amor de Dios, ¿cómo ibas a importarles a los demás?

Sin duda su madre podía estar buscándola también, mirando a las chicas de quince o dieciséis años y preguntándose si serían su hija. El bebé del que había intentado deshacerse. Tampoco sabría por dónde empezar. Pero ella al menos podría empezar por las agencias de adopción. Podría intentar usar los sitios de personas desaparecidas y ponerse a sí misma en la red. Para ella no sería tan difícil ni mucho menos, no le dirían que no tenía la edad legal para hacer esas preguntas, ni le pedirían cantidades de dinero astronómicas en los periódicos. Ella podría hacerlo fácilmente si quisiera.

La realidad era que no quería. No quería saber. ¡Asquerosa! Foca egoísta, horrible y despreciable. Había algo de lo que Kate estaba segura. Si algún día encontraba a su madre, la odiaría. La odiaría con toda su alma. Y haría lo posible para que lo supiera.

Capítulo 7

Tal como (o eso dicen algunos) la actividad real de la Cámara de los Comunes no se encuentra en la cámara de debate sino en las salas de las comisiones, los pasillos y los salones, los negocios reales en los congresos políticos de los partidos no se realizan en la sala de conferencias ni en la plataforma, sino en los bares o en el sinfín de reuniones marginales que se celebran durante el día. Se disimulan sin demasiado entusiasmo como grupos de discusión, están patrocinadas por asociaciones no desinteresadas, y los que remueven y agitan a los partidos y los grupos de presión se trasladan de hotel en hotel, de salón en salón, desde el desayuno hasta bien entrada la noche, aireando y compartiendo puntos de vista con la prensa y con miembros interesados de los partidos del distrito. Con gran enfado de los organizadores del partido, las reuniones marginales suelen llenar muchas más columnas en la prensa que los aburridos discursos desde el podio.

También hay mucho sexo. Un ambiente cargado de adrenalina, el poder y la intriga al descubierto y la embriagadora liberación de las limitaciones del día a día son, como escribió Nick Marshall en una ocasión, más poderosos que un océano lleno de ostras.

Aquel otoño, en el congreso del Partido Conservador en Bournemouth, donde Iain Duncan Smith dio su primer discurso deslucido a los fieles del partido, y una encuesta de You Gov mostró que sólo el tres por ciento del electorado había reconocido a muchas de las denominadas nuevas estrellas, se celebró una reunión marginal muy concurrida y deslumbrante. La penúltima noche, en una velada subvencionada por Gideon Keeble, el empresario de cadenas de tiendas billonario, se había planteado la pregunta del estado niñera y su siniestro y creciente poder sobre la familia. Entre los oradores estaban el carismático y muy televisivo lord Collins, profesor de psiquiatría infantil en Cambridge, la televisiva consultora sentimental Victoria Ranysnford y Janet Frean, quien, además de ser una prominente conservadora, tenía la relevante distinción de ser madre de cinco hijos. Chad Lawrence también había asistido y había hablado de forma apasionada en el consiguiente debate. La reunión había ocupado casi todos los titulares del día siguiente. El departamento de imagen estaba furioso.

– Y la gente no para de felicitar a Janet -había dicho Nick a Jocasta durante el desayuno-. Se diría que tiene a Keeble de su parte. Ese Gideon es un hombre muy influyente. Influyente y rico. Justo lo que se necesita.

– ¿Para el nuevo partido?

– Claro.

A principios de esa misma semana, se había celebrado otra importante reunión marginal, patrocinada por el banco AngloWelsh, sobre la brecha económica del país. Jack Kirkland, portavoz de economía de la oposición, habló con vehemencia de sus orígenes tristemente pobres, de su heroica «lucha por ascender», no sólo por huir de aquel mundo, «sino para elevarse por encima de él», y de la necesidad de lo que llamamos una «inversión sincera en las personas», «no sólo otra inyección de dinero, sino una distribución cuidadosa y cohesiva»

Eso le valió muchos centímetros de columna: y con razón, dijo Nick.

– Es un orador magnífico de verdad. Llega al corazón de las personas. Será un portavoz maravilloso para el nuevo partido.

– Va a ser verdad, entonces.

– Yo creo que sí. Es muy emocionante.

A Jocasta, que tenía una resaca espantosa, le resultó difícil emocionarse.

Nick le sonrió.

– Pareces… cansada. Pero tengo que marcharme. ¿Qué vas a hacer?

– Me vuelvo a la cama.

Jocasta estaba muy contenta de haber ido. Por horrible que hubiera sido ver a Duncan Smith en su primera conferencia, había sido toda una experiencia. Se había quedado atónita ante su falta de ideas, de carisma, con su actuación de aficionado -al fin y al cabo, los congresos no eran más que actuaciones- e incluso con la capa de maquillaje que llevaba en la calva.

Se encontró con Nick a la hora del almuerzo en una cafetería cercana a la oficina de prensa. Según él, había sido una mañana de un aburrimiento apabullante.

– Deberías haberte quedado conmigo -dijo ella, mordisqueando un bocadillo de lo más soso.

– Ojalá hubiera podido. La verdad es que no he parado de pensar en ti mientras ésos parloteaban. Ahora me falta escribir un último artículo y cuando acabe iré a buscarte.

– ¿Qué? ¡Nick, llevo todo el día esperándote! ¿No puedo quedarme contigo en la sala de prensa?

– Puedes, pero no habrá nadie con quien puedas hablar. Todos están acabando sus trabajos o atendiendo la sesión final y cantando «Tierra de esperanza y gloria».

Jocasta se estremeció.

– Iré de todos modos.

Jocasta le siguió a la sala de prensa, llena de mesas equipadas con ordenadores y teléfonos, y pantallas de televisión continuamente conectadas con lo que sucedía en la sala de conferencias. Nick ya estaba mirando absorto la pantalla, muy lejos de ella. Jocasta suspiró. La trataba como a una mujercita, que no debía cansar su bonita cabeza con cosas complicadas como la política. Decidió dar un paseo.

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