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– Sí. Lo entiendo.

– Pero el bebé no nacía. Lo intenté todo, tomé aceite de castor y caminé kilómetros y salté sobre la cama, y me di baños calientes, pero no salía y yo tenía que volver a casa. No me quedaba ni un céntimo, estaba sin blanca. No habría conseguido otro billete, los vuelos baratos estaban llenos hasta muchos meses después. Sólo pensé que tenía que volver y que se me ocurriría algo cuando llegara. Tal vez ir a un hospital al norte de Inglaterra. Entonces me puse de parto en el avión. Cuando aterrizamos, fui al servicio y vi que había un cuarto con un cartel que decía: sólo personal autorizado. Dentro había artículos de limpieza, y un lavabo, y el espacio suficiente para echarme en el suelo, y la tuve allí. Lo hice y ya está. Fue…, bueno, fue horroroso. Pero no tenía más remedio. Si alguien se enteraba, me habría llevado al hospital y habría tenido que dar mi nombre y mis padres se habrían enterado…

– Martha, ¿no podrías habérselo dicho a tus padres? -Su voz era muy comprensiva-. Aunque dieras al bebé en adopción, pero al menos decírselo, para que te ayudaran.

– No, no podía. Clio, tú no sabes cómo era Binsmow, cómo es. No puedes estornudar sin que lo sepan todos y discutan dónde se te ha pegado el resfriado. Era la hija del vicario y había hecho lo peor que podía hacer una chica. Les habría avergonzado totalmente…

– Hablas como una novela victoriana -dijo Clio, y sonrió por primera vez-. ¿Avergonzarlos? Martha, por el amor de Dios, eran los ochenta.

– Pero toda la parroquia respetaba a mi padre muchísimo, él no se habría recuperado nunca, nunca. Creo que habríamos tenido que mudarnos, no lo habría superado…

– ¿Y cómo te sentiste? Cuando la dejaste.

– Bueno, descansé un rato, me lavé un poco, y después pensé: ya está, se acabó, lo he hecho, la tuve un rato en brazos y la envolví bien en una sábana y una manta que le había comprado en Bangkok, y la dejé en una especie de carrito que tenía toallas. Luego salí y me senté en un banco frente a la puerta, y esperé a que alguien la encontrara. Estaba muy preocupada porque había olvidado comprarle pañales, y pensé que se haría pipí en la manta. Después de todo aquello y estaba preocupada por un poco de pipí. En fin, alguien la encontró, una mujer de la limpieza asiática y salió pidiendo ayuda y se armó un gran jaleo, evidentemente, y entró y salió gente y por fin una policía se la llevó.

– ¿No te sentiste angustiada?

– No. Entonces no. Sólo sentí un gran alivio. Pensé «ya está a salvo, y se acabó», y eso fue lo que sentí. Sé que piensas que soy horrible, pero no sentí tristeza, ni esas cosas que se suponen. Más adelante, sí, pero entonces no.

– No creo que seas horrible -dijo Clio-. Sólo estoy triste por ti. Y te admiro muchísimo por ser tan valiente.

– Y entonces pensé: ahora puedo irme a casa. Aunque, claro, no podía, inmediatamente no. No me encontraba muy bien. Sangraba…, sangraba mucho. Fui al servicio y me duché, fue muy agradable, y después me senté arriba, en unos asientos, y dormí muchas horas. Me sentía bastante feliz, en realidad. Sabía que la niña estaba a salvo, y eso era lo más importante. Ya no tenía que preocuparme por ella. Y entonces empezó: sabía que tenía que quitármela de la cabeza y eso fue lo que hice.

– Y… ¿cuándo volviste a casa?

– Un par de días después, bueno cuatro, en realidad. Fui a un albergue en Hayes. Tenía el dinero justo y dormí mucho e intenté cuidarme…

– ¿Y tus padres no sospecharon nada?

– ¿Por qué tenían que sospechar? Cada día me sentía más segura. Sabía que ella estaba bien porque lo leí en los periódicos. Entonces lo enterré y lo enterré. Me esforcé mucho y lo conseguí. Y me convertí en la obsesa del control que tienes delante. Pero cuando estaba sola, en privado, de repente me acordaba de ella, me acordaba de cómo era, me acordaba de cuando la tuve en brazos, sobre todo en su cumpleaños, y eso era difícil, pero tampoco era del todo real. Era como si le hubiera pasado a otra, no a mí.

– ¿No deseabas contárselo a nadie?

– No, me daba un miedo terrible contarlo. Me aterraba intimar con nadie. Siempre he tenido pocas amigas. Con los hombres me sentía más segura. No era la clase de cosa que le contarías a un hombre.

– Supongo que sí. Oh, Martha, qué historia…

– Ya lo sé. Y después todas esas coincidencias extraordinarias que nos han juntado otra vez. Fue un día terrible, estaba corriendo y la vi en el periódico. El bebé abandonado, Bianca. Ese día me volví un poco… loca.

– ¿Y ahora?

– Ahora no lo sé -dijo Martha-. No tengo ni idea. Será el final de la vida que he llevado hasta ahora. Es un delito. Abandonar un bebé. Pueden caerte diez años en la cárcel. Y, peor que eso, soy candidata al Parlamento. Tienes que firmar un documento que dice que no hay nada en tu pasado que pueda causar problemas o vergüenza a tu partido.

– Sí -dijo Clio en voz baja-, sí, tienes razón. Martha, ¿el padre supo alguna vez algo?

– No -dijo ella enseguida-, absolutamente nada. No podía decírselo de ninguna manera. De ninguna manera. No quiero hablar de eso -dijo-. Lo siento.

– De acuerdo. Pero alguien tiene que hablar con Kate, Martha. Tiene que saberlo.

– Lo sé. Lo sé. ¿Cómo podemos hacerlo? ¿Quién va a decírselo?

– Yo creo que deberías decírselo tú -dijo Clio, con una extrema delicadeza.

Martha la miró.

– No creo que sea capaz -dijo.

Capítulo 35

– Pobrecilla, pobrecita mía.

La voz de Ed era muy cariñosa, y eso la ayudó a reunir el coraje para mirarlo a la cara. Su expresión era tierna, preocupada, no había juicio, ni asombro siquiera. Era como si acabara de decirle que había muerto una persona querida para ella. En cierto modo, Martha pensaba que era cierto: la fría, eficiente, hiperexitosa Martha había muerto, y en su lugar había una persona que nada tenía que ver con ella y muy asustada.

– Tendrás que decirme lo que debo hacer, Ed -dijo-. Por primera vez en mi vida no tengo ni idea. Ni idea.

– Lo intentaré -dijo-. Lo intentaré, te lo juro. Quiero conocer a tus amigos y hablar con ellos.

– Por supuesto. Se han portado muy bien conmigo. No me lo merezco, porque les he tratado fatal.

– Te diré lo primero que debes hacer -dijo Ed.

– ¿Qué?

– Dejar de crucificarte. No has cometido ningún crimen, moralmente no. Sabías que estaba a salvo, viste que se la llevaban, sabías que la cuidaban personas que estaban capacitadas para cuidarla. Y después de eso seguiste con tu vida. Llamarlo delito es sólo un tecnicismo.

– ¡Ed! Tienes una visión un poco sesgada. ¿Cómo crees que lo presentará la prensa? Me acusarán de bruja, de monstruo, de bruja despiadada. Eso es lo que llegará a la gente. Qué clase de mujer abandona a su bebé y no vuelve a interesarse por él. ¿Una buena y cariñosa? No lo creo.

– Creo que deberías verla -dijo Ed.

– ¿A Kate? No puedo, Ed. Cuando lo sepa, cuando se haya acostumbrado a la idea, puede, pero…

– No, a ella no. A esa mujer. A la tal Janet-como-se-lla-me. Descubrir qué piensa hacer si tu amigo no publica la noticia. Debe de ser un tipo estupendo -añadió-. Cualquier periodista ya lo habría sacado.

– Lo es. Es un encanto. Siempre me ha caído bien.

– Un encanto, ¿eh? No sé si me gusta eso.

– Oh, Ed. Nadie es tan encantador como tú.

Le miró y le sonrió con ternura.

– Te quiero -dijo simplemente-, de verdad, te quiero.

– Dios santo -exclamó Gideon-, pobrecilla, pobrecilla. Es una historia terrible, Jocasta. Hay que pensar lo que es mejor para Martha. Esta es una situación muy fea. Fea de verdad.

– Lo sé. No dejo de pensar en todas las personas a las que Martha debería decírselo, antes de que salga en la prensa amarilla.

– Nicholas no lo sacará en la prensa amarilla.

– No, él no. Pero los demás recogerán la noticia y se pondrán las botas. «La profesional despiadada que abandonó a su bebé» o «La madre sin corazón de la pequeña Bianca». No ayuda mucho que Kate se haya hecho tan famosa. Como noticia es un caramelo, no se puede negar.

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