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Hizo dos buenos amigos, un chico llamado Stuart y una chica llamada Dinah. Dinah era de Yorkshire, y su padre también era vicario.

– Lo peor de todo es ser tan pobre y tener que ser tan fina -dijo un día Dinah, pasándole un porro a Martha-. Y que toda la parroquia te controle, claro. ¿Te imaginas quedarte embarazada o algo así? ¿Te imaginas lo que harían?

Martha se estremeció y se rió al devolverle el porro.

Los tres se hicieron inseparables. Stuart se contentaba con bañarse en lugares seguros entre las rocas con las chicas, en piscinas naturales que el mar llenaba todos los días. Juntos paseaban por las hermosas playas blancas; fueron a Palm Beach, a la exclusiva costa arbolada de Whale Beach, y a Newport, a Mona Vale y a Bilgola. Por la noche se sentaban en la playa de Avalon y fumaban y charlaban con los demás, cocinaban en las barbacoas de la playa y se bañaban en el mar negro y plateado. Martha prefería esa vida a la de los estudiantes mimados en Tailandia. Además le gustaban los australianos, tan cordiales, tan alegres, tan poco pretenciosos. Desde la perspectiva de aquel lugar dorado, recordaba el invierno oscuro y lluvioso de Inglaterra y por un momento pensó en quedarse.

Se lo dijo a Dinah, una noche, en la playa, en la cálida oscuridad. Ella se horrorizó.

– Martha, no puedes quedarte. Esto es todo tan poco… sutil. Y los hombres son muy machistas.

– Puede que sean machistas, pero son muy simpáticos -dijo Martha-. Les prefiero a ellos que a todos esos esnobs de escuela privada, la verdad.

– De ésos habrá muchos en la carrera que has elegido -dijo Dinah-. ¿Estás segura de haber elegido bien?

– Oh, sí -dijo Martha-. Pero tienes razón. Sobre todo los abogados de juzgado.

– Que es lo que no piensas hacer.

– No, yo no. Primero, porque no me lo puedo permitir. Para eso necesitas tener padres ricos. Y no quiero más cerveza. Estoy un poco mareada. Anoche me pasó lo mismo.

Dinah se echó a reír.

– No me digas que la pesadilla se ha hecho realidad. Te llevas un bebé a la vicaría.

– No digas tonterías -comentó Martha, casi irritada. Pero entonces, a pesar de que no estaba en absoluto preocupada, se dijo que al volver al albergue echaría un vistazo a su diario. El período había sido caótico desde que llegó a Tailandia. Pero no, todo era correcto; había tenido la regla en Singapur, poca, pero era la regla, y eso había sido después de Koh Taoi. Y desde entonces no había tenido relaciones.

A principios de febrero, Stuart y su harén (como lo llamaban los otros chicos) se fueron al norte. Cogieron un autobús en Sidney, con destino a Ayers Rock. Dos días y medio de dar tumbos por carreteras largas, rectas e interminables.

Se pararon en Alice Springs a pasar la noche, y por la mañana cogieron otro autobús a Ayers Rock. Juntos contemplaron alucinados el gran estereotipo, vieron cómo se teñía de púrpura al atardecer, subieron en el frío de la noche del desierto, se cogieron de la mano en la cima, con las caras vueltas al sol, y a pesar de los demás turistas, se sintieron solos en el mundo, con el desierto extendiéndose a lo lejos, un vacío absoluto en todas direcciones.

Cuando bajaron, Martha se sentía rara. Se sentó un rato a la sombra, y vomitó. En el autobús volvió a vomitar, varias veces, en el trayecto al norte, en dirección a Cape Tribulation.

– Martha -dijo Dinah cariñosamente, mientras secaba el sudor de la frente de su amiga junto al autobús, que había parado para ella-. Martha, ¿no tienes nada que decirme?

Martha dijo que no con irritación, no tenía nada que decirle. En cuanto llegaron a Cape Tribulation, dejó de vomitar y le vino la regla.

– Ya lo ves -dijo, blandiendo un támpax en un gesto triunfal ante Dinah, camino del baño-, todo va bien.

Dos días después, ya no tenía regla, pero ¿era importante eso?

Se quedaron un mes en Cabo Tribulation, donde el bosque húmedo se une al mar. Se hicieron amigos de alguien que tenía un barco y les llevó al arrecife varias veces. Bucearon y exploraron el mundo submarino, las colinas y los valles de coral, los peces de colores brillantes y sonrisas tiernas, los graciosos bebés tiburón, que se les acercaban con curiosidad. Martha y Dinah encontraron trabajo en uno de los chiringuitos de la playa, y ganaron dinero para volver a Sidney en tren. Para entonces era marzo y la temperatura empezaba a descender. El harén se disolvió. Dinah volvió a California y Stuart pensaba ir a Nueva Zelanda. Martha decidió coger un avión a Nueva York. Pero se quedaron unos días más en Avalon, juntos, redescubriendo el sitio, sintiendo que habían vuelto a casa.

La segunda noche refrescó bastante.

– Voy a ponerme unos pantalones largos -dijo Martha, y buscó unos en la taquilla. Hacía meses que no se los ponía. Y no le entraban. No es que le fueran estrechos; sencillamente no le entraban.

Se dijo que era culpa de lo mucho que había comido en Cape Tribulation y de la cerveza. Era un hecho conocido de los viajeros que lo que adelgazabas en Tailandia lo recuperabas en Australia. Sin embargo aquello era diferente, sus brazos seguían siendo delgados, y con un esfuerzo supremo de voluntad, se obligó a mirarse de perfil en el espejo del baño. Y distinguió una protuberancia en su vientre plano. Volvió a sentirse mareada, pero de otra manera, esta vez de pánico. Entonces se dijo que estaba poniéndose histérica, que había tenido dos reglas, al fin y al cabo. De todos modos, fue a la farmacia de Avalon, compró un test de embarazo y a la mañana siguiente se encerró en el baño para hacerse la prueba. Una anilla inconfundiblemente azul le dijo que estaba embarazada.

Aterrada, hizo acopio de valor y fue al médico de Avalon.

Era joven y tenía unos ojos azules brillantes. Era el típico australiano alegre y resolutivo.

– Esas pruebas de farmacia no siempre son de fiar -le dijo-. Pero te examinaré y después ya hablaremos.

Tardó un buen rato. Le palpó con suavidad el vientre, y le examinó los pechos y la vagina.

– Está bien, Martha -dijo por fin-, vístete y hablaremos.

Le dijo que estaba embarazada de cinco meses.

– Pero si no puede ser -exclamó Martha, pensando aterrada en Koh Tao, hacía cinco meses-. He tenido varias reglas, la última hace sólo un mes.

– Es posible. ¿Fue una hemorragia ligera?

– Sí, bastante.

– ¿Cuánto duró?

– Unos… unos dos días.

– Martha, lo siento, eso es bastante normal. ¿Has tenido náuseas?

– Un poco. Pero no todos los días, sólo alguna vez. No puedo estar embarazada, no puedo.

– ¿Me estás diciendo que no has hecho nada para estar embarazada? -dijo el médico con los ojos azules brillando.

Ella intentó sonreír.

– Bueno, sí. Pero sólo una vez.

Dos veces en realidad, pensó recordando la mañana siguiente, y el inconmensurable placer.

– Una vez es suficiente. Lo siento, Martha. No hay ninguna duda. ¿Cuándo fue esa vez?

– A finales de octubre.

– Me temo que salen las cuentas. Exactamente.

Era amabilísimo. ¿Quería volver a Inglaterra? ¿Había alguien que pudiera ayudarla?

– Quiero abortar -dijo Martha de inmediato, sin hacer caso de sus preguntas-. Es lo único que puedo hacer.

– Martha, lo siento -dijo él, con una voz muy amable-. Pero es demasiado tarde para abortar.

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