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Ya había recibido un par de llamadas de los servicios sociales informando de que no habían hecho algunas comidas, y al ir a verles se había encontrado a la señora Morris en camisón, sentada en el jardín, y a su marido vagando por la casa buscando el hervidor de agua. Clio lo había encontrado dentro de la lavadora.

– Un día más y quién sabe qué podría haberles sucedido -dijo Clio a Mark Salter-, pero les hice tomar la medicación, convencí a Dorothy para que entrara en casa y les llamé más tarde. Ya estaban más animados, tomando el té y mirando la tele. Entonces me acordé de esos dispensadores de medicamentos que dejó un visitador y les llené dos con la dosis de una semana. Puedo seguir haciéndolo todas las semanas.

– Eres muy buena, Clio -dijo Mark-. Eso va más allá de tu obligación.

– Mark, piensa en la alternativa. Les meterían en una residencia en menos de un mes.

– Es absurdo -dijo él con voz cansina-. La asistente que va cada mañana a ayudarles a vestirse podría darles perfectamente la medicación, pero no le está permitido. Malditas normas. ¡Dios mío! ¡Cuando pienso en los viejos tiempos, cuando mi padre dirigía esta consulta!

– Lo sé -dijo Clio apaciguadora-. Pero las cosas han cambiado. No podemos hacer nada, Mark. La casa de los Morris me pilla de camino, no me cuesta nada.

Pero Jeremy sí era un problema. No era sólo que de forma constante, aunque sutil, despreciara su trabajo. Era que creía que podía dejarlo a un lado siempre que él quisiera. Si él volvía temprano a casa y ella seguía en el trabajo, se presentaba en la consulta y le mandaba un mensaje diciendo que había ido para llevarla a cenar o al cine, y después se sentaba en recepción, preguntando en voz bien alta a la recepcionista si el paciente que le pasaba era el último. Armaba un escándalo espantoso si ella tenía turno algún fin de semana (uno de cada cinco) y mostraba una falta de interés total por sus pacientes y sus problemas, mientras esperaba que ella mostrara un inmenso interés por los suyos.

Había llegado a un punto en que un día había preguntado a Mark Salter si sería posible reducir su semana laboral a cuatro días. Él había comprendido el problema y había accedido.

– Eres demasiado valiosa para perderte -había dicho sonriéndole-. Si puedes trabajar cuatro días, nos adaptaremos.

Jeremy había estado satisfecho con eso una temporada, pero su agitación -Clio no sabía cómo llamarla de otra forma- aumentaba otra vez.

Había otro problema también, o al menos una inquietud: algo que sólo sabía ella y que empeoraba cada día. O mejor dicho cada mes.

Estaba recogiendo sus cosas cuando Margaret, la recepcionista, volvió a llamarla.

– Perdona, Clio, pero tengo a una tal señora Bradford al teléfono. Dice que quiere hablar contigo un momento. ¿Te puedes poner?

– Claro.

A Clio le caía bien la elegante señora Bradford, con sus cabellos rubios lustrosos y su ropa de moda. Había ido a la consulta hacía unas semanas para pedir unos somníferos.

Clio había extendido la receta y había añadido impulsivamente:

– Me gusta mucho su chaqueta.

– Qué amable. Pues es de mi… de nuestra tienda. ¿La conoce? Caroline B en High Street. Es una chaqueta de Max Mara, tenemos muchos artículos de esa marca. Aunque ésta es de la última temporada.

– Es que me encanta la pata de gallo -dijo Clio- y estoy buscando algo para ponerme en una conferencia en octubre.

– Pues cuando llegue la nueva colección, la llamaré. Estaré encantada de ayudarla a elegir algo. Siempre digo que así se ahorra mucho tiempo. Algo que las mujeres trabajadoras no tenemos.

– Sería estupendo -dijo Clio, y se olvidó enseguida.

– ¿Señora Bradford? -dijo Clio-. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Le prometí que la llamaría -dijo Jilly Bradford con su voz anticuada y de buen tono- para avisarle cuando llegara la colección de Max Mara. Tiene chaquetas muy bonitas. ¿Quiere que le reserve un par? Imagino que usa una treinta y ocho.

– Ojalá -dijo Clio-. Pero uso la cuarenta.

– Bueno, esta marca tiene un tallaje generoso. Estoy segura de que la treinta y ocho le irá bien. ¿Cuándo quiere pasar?

– ¿El sábado por la tarde?

– Perfecto. Me alegraré de volver a verla. No la entretengo más. Adiós, doctora Scott.

– Adiós, señora Bradford. Y gracias.

Jeremy estaba de muy mal humor cuando Clio llegó a casa. Estaba mirando las noticias del Canal 4 y comiendo pan con queso.

– Oh, cariño, no te llenes con eso. Tengo una trucha muy buena para cenar.

– No podía esperar. Llevo horas aquí solo.

– ¿Por qué? ¿No tenías un montón de pacientes?

– Díselo a los gerentes del hospital. A ellos y a sus malditos objetivos. Sabes tan bien como yo cómo va. Tres caderas esta mañana y después una fusión de médula complicadísima esta misma tarde. Pero eso no es suficiente, claro. Sólo cuatro operaciones en un día. Me dicen que haga tres caderas más y aplace la fusión. Además no había bastantes enfermeras en el quirófano esta tarde, así que sólo pude hacer una operación. ¡Qué asco de sistema! Me gustaría coger a ese imbécil de Milburn por el cuello y obligarlo a pasearse por unas cuantas unidades medio vacías y después obligarlo a sentarse en la sala de trauma durante un par de días.

– Querido -dijo Clio con calma-, sé que es un asco, pero no podemos hacer nada por arreglarlo. ¿Por qué no me haces compañía mientras preparo la cena?

– Pensaba que este fin de semana podríamos ir a alguna parte -dijo él, sirviéndose una copa de vino-. ¿Qué te parece?

– Me gusta la idea. Sí.

– ¿No estarás de turno o una de esas cosas absurdas?

Haciendo un esfuerzo Clio ignoró lo de «absurdas».

– No. No, tranquilo. Está de turno Jane Harding, la otra doctora, porque el fin de semana que viene, que estoy yo de turno -dijo valerosamente-, viene su hermano de Estados Unidos y…

– He pensado que sería divertido ir a París -dijo él, interrumpiéndola-. ¿Te gustaría?

– Oh, Jeremy, sí. Sí. Me encantaría.

– Bien, buscaré billetes baratos.

Clio soltó un suspiro de alivio.

Estaba haciendo las visitas domiciliarias cuando sucedió. Había llamado a la puerta y estaba pensando, bastante irritada, por qué una mujer que estaba tan preocupada por su hijo que tenía fiebre y vomitaba hasta el punto de llorar por teléfono podía tardar tanto en abrir la puerta. La había visto mirando la tele a través de la ventana al acercarse a la puerta. Volvió a llamar.

La mujer le abrió la puerta. Estaba pálida y su expresión era angustiada.

– Oh, doctora. Sí. Hola. ¿Se ha enterado de la noticia?

– ¿Qué noticia?

– Un avión acaba de estrellarse contra una de las Torres Gemelas de Nueva York. De lleno. La ha hecho estallar. Ha sido horroroso. Es como ver una película de catástrofes. Pase, por favor, Chris está en el salón viéndolo conmigo.

Y Clio intentó concentrarse en el niño febril, a la vez que miraba lo que se convertiría en la imagen más famosa de la historia, impactada y aterrada por lo que veía, las violentas explosiones y la gran masa de humo oscuro alzándose en la brillante mañana de Nueva York, cuando de repente recordó a Jane Harding hablando de su hermano: «Trabaja en el World Trade Center, tiene un trabajo muy importante…».

– Dios santo -exclamó-. Dios santo, pobre Jane.

– ¡Jeremy, cállate! Es sólo una noche. Me reuniré contigo el sábado por la mañana. Buscaré un vuelo barato. No creo que tenga problemas en encontrarlo. No puedo creer que tengamos esta conversación. ¿Y si fuera tu hermano? Si es que puedes imaginarte algo así, porque es evidente que no puedes.

Como siempre que se enfrentaba a sus raros accesos de rabia, él se echó atrás.

– Perdona. Sí. Claro, tienes razón. Iremos los dos el sábado. Lo siento. Por supuesto que tienes que hacerlo.

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