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El hermano de Jane Harding había muerto. O dieron por supuesto que había muerto. Más tarde todos reconocerían que lo peor era eso, no saberlo con seguridad.

– Mamá quiere que vayamos -dijo Jane por teléfono al día siguiente, con la voz llorosa-, pero papá dice que es demasiado peligroso. Es horrible para ellos. Bueno, lo es para todos. Saltaban al vacío por las ventanas, Clio, treinta, cuarenta pisos, para escapar como fuera. ¿Y si fue eso lo que hizo Johnny? O quizás intentó bajar la escalera. Hay una línea de ayuda, pero… de todos modos, no puedo dejar solos a mis padres, están deshechos. Lo siento, Clio. Siento estropearte el fin de semana.

– No seas tonta -dijo Clio-, no tiene ninguna importancia.

Se habían repartido el fin de semana entre todos: Mark haría el sábado y Graham Keir, el socio sénior, el domingo.

– Pero no hay nadie más para hacer el viernes -dijo Mark-. Lo siento, Clio.

– Mark, no te disculpes. Lo haré encantada. Ni lo menciones. A Jeremy no le importará.

La apabulló lo mucho que le importó, hasta que ella le puso en su lugar.

El país entero estaba conmocionado. No se hablaba de otra cosa. Las imágenes, las famosas imágenes de las torres cuando los aviones chocan contra ellas, cuando explotan y se desmoronan. Las personas que llaman a sus seres queridos desde las torres para despedirse. Hubo terror aquellos primeros días; todos se preguntaban con miedo: ¿y ahora qué? Se cancelaron miles de vuelos. Clio aceptó encantada que Jeremy quisiera aplazar el viaje y le dijo a Mark que ella cubriría el sábado también.

– Jeremy va a visitar a unos pacientes privados el sábado, así que no me cuesta nada.

Hubo poca gente en la consulta. Era como si la gente no quisiera quejarse de enfermedades insignificantes cuando había tanto dolor en el mundo.

Jeremy llamó para decir que no volvería hasta la tarde. A mediodía Clio se encontró sin nada que hacer. Y entonces se acordó de la llamada de Jilly Bradford.

Eso sería divertido.

Llegó a la tienda sobre las dos, y estaba muy vacía, como toda la ciudad. Nadie estaba de humor para compras. De repente, Clio se sintió culpable.

Jilly le sonrió y dijo que se alegraba mucho de verla.

– Qué desgracia. He estado a punto de no abrir, pero no he querido que ganaran ellos. Me refiero a los terroristas. Mire, tengo sus chaquetas aquí y unos tops que pensé que le gustarían. La acompañaré a uno de los probadores para que se tome su tiempo. ¿Le apetece un café?

– Me apetece mucho, sí. Gracias.

Las chaquetas eran una preciosidad. Después de dudar un rato decidió quedarse las dos.

– Y el top negro me gusta mucho, el liso.

– Bien. ¿Sabe? Ahora que tengo su número, en el futuro la llamaré siempre que llegue algo que crea que pueda ser para usted. Si le parece bien, claro.

– Sí, muy bien -dijo Clio-. Normalmente nunca me acuerdo de la ropa hasta que la necesito.

Se miró al espejo, vestida ya con su ropa de antes, la falda de cheviot cómoda, la blusa de rayas y el plumón sin mangas, y pensó que era evidente.

– Bueno, para eso estamos -dijo Jilly sonriéndole-, para pensar por ustedes. Somos bastante más que una tienda.

– Sí, ya me he dado cuenta. Mi tarjeta y…

La puerta se abrió de golpe y entró una chica como una tromba: una chica muy guapa, con el pelo largo y ondulado, los ojos oscuros y vivos, y unas piernas extraordinariamente largas enfundadas en vaqueros gastados y rotos con mucho cuidado.

– Hola, abuela. Sé que me he adelantado. Es que no aguantaba más a papá hablando de terroristas. Es como si creyera que van a invadir nuestra calle. ¡Oh, perdone! -dijo al ver a Clio frente a la caja.

– No pasa nada, cariño. No es que esté muy ocupada. Doctora Scott, es mi nieta Kate Tarrant. Kate, te presento a la doctora Scott.

– ¡Hola! -dijo la chica. Miró a Clio, sonrió brevemente y se metió en la trastienda.

– De vez en cuando Kate pasa el fin de semana conmigo -dijo Jilly, devolviendo la tarjeta de crédito a Clio-. Nos llevamos muy bien.

– Se nota. ¿Vive en Guildford?

– No, mi hija y su marido viven en Ealing.

Algo en la forma en que lo dijo le sonó raro a Clio, pero no supo muy bien qué era.

– Bien, gracias otra vez -dijo-, espero no tener que verla en la consulta. Usted ya me entiende.

– Abu… -La chica había aparecido otra vez, y volvió a dedicar su deslumbrante sonrisa a Clio-. Voy a salir a comprar unos bocadillos. Me muero de hambre. No tienes coca-colas en la nevera.

– Lo siento, cariño. Sí, ve y cómprame a mí también. Bocadillo, no coca-cola. Toma dinero.

– Gracias. -Y se fue.

– Qué guapa es -dijo Clio-. Se parece a usted.

– Me encanta oír eso -dijo Jilly-. Pero en realidad…

La puerta tintineó: otra cliente. Clio sonrió y recogió sus bolsas.

– La dejo tranquila, gracias de nuevo.

Una vez en la calle se paró un momento buscando a la chica con la mirada calle arriba y abajo. Había algo en ella. Algo que le sonaba vagamente. No sabía qué.

La gente a menudo preguntaba a Martha si había algo concreto que hubiera provocado el cambio, que la hubiera convencido de darle un vuelco a su vida, de arriesgar todo por lo que había trabajado tanto, y ella decía que sí: había sido el día que había entrado en el ala mixta del hospital de St. Philip, donde Lina estaba ingresada, muriéndose silenciosa y discretamente de un cáncer inoperable de hígado, muy angustiada porque había mojado la cama (pidió durante horas una cuña que no llegó) y apagándose poco a poco, en un entorno que sólo podía describirse como miserable.

Martha había encontrado una enfermera y había exigido que le cambiaran las sábanas, y cuando la enfermera había dicho que no tenía tiempo, había ido a la habitación rotulada con la palabra suministros y había cogido sábanas limpias, había sentado a Lina en una silla y se había puesto a hacer la cama ella misma. Una enfermera le había dicho que no podía hacerlo y Martha había contestado que lo estaba haciendo, ya que era evidente que nadie más iba a hacerlo, y no había nada más que decir. Había llamado a la jefa de enfermeras, que había preguntado a Martha qué creía que estaba haciendo. Martha se lo había dicho y había añadido, con mucha educación, que había pensado que estarían agradecidas por tener un poco de ayuda. Añadió, con sinceridad, que estaba dispuesta a limpiar el baño también, porque estaba en un estado deplorable y podía ser un foco de infección.

Después de eso la mujer había suspirado y había dicho que ya lo sabía y que hacía rato que intentaba encontrar un momento para hacerlo.

– ¿No debería hacerlo el personal de limpieza? -preguntó Martha.

– El sindicato no les permite tocar vendajes usados o excrementos humanos. Hay un servicio que se ocupa de eso, pero hoy todavía no han venido. Yo… -Entonces alguien la había llamado porque un paciente se había arrancado la sonda, y la enfermera se había marchado.

Martha se quedó acariciando cariñosamente la mano a Lina, pensando agradecida que la operación de su madre (una fusión de la espina lumbar) se había hecho en una clínica privada. Aunque eso no ayudaría a Lina, ni a todas las demás Linas.

Eso había sido en junio. En agosto, una amiga de Lina le dijo, secándose los ojos llorosos con la gamuza que estaba usando para limpiar la mesa de Martha, que Lina había muerto.

– Han dicho que había muerto de cáncer, señorita Hartley -explicó-, pero creo que se le rompió el corazón. Pensaba que le había fallado a su familia, y no pudo soportarlo.

Y Martha, también llorando, recordando la cara amable y cariñosa de Lina, su heroica batalla para cuidar a su familia, se preguntó si podía hacer algo, lo que fuera, para mejorar las cosas, no para Lina (para ella era demasiado tarde), sino para las demás personas a quienes su país, que parecía haber perdido el rumbo, estaba fallando.

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