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Bob sabía que era mentira. Había visto el discurso impreso encima de su mesa. Volvió a la casa con Arthur, que estaba mirando vídeos de Starsky y Hutch y pidiendo helado.

Martha no se dio cuenta de lo cansada que estaba hasta que entró en la A 12. Al ver el trayecto que la esperaba, sintió que el cerebro se le velaba.

Tal vez sería mejor parar, pasar la noche en un motel y seguir por la mañana. Podía llamar a sus padres y decírselo, para que no se preocuparan. Marcó su número. Dios mío, ¿qué hacía la gente cuando no había teléfonos en los coches? Saltó el contestador. Sabía lo que significaba eso, que estaban mirando la tele. Urgencias, seguramente. Nunca oían el teléfono desde la salita. Maldita sea. Y rara vez miraban si había mensajes hasta el día siguiente. Dejó un mensaje de todos modos, diciendo que buscaría una pensión e iría por la mañana.

Se puso a hacer juegos mentales numéricos como hacía cuando quería mantenerse despierta. Contar hacia atrás de tres en tres, contar hacia delante de siete en siete, multiplicar números… le ayudó un rato. A lo mejor llegaría.

Se sentía fatal.

El encuentro con Kate la había trastornado espantosamente. Por algún motivo, no se había esperado tanta hostilidad. Muy ingenuo por su parte. Sondeó sus sentimientos hacia Kate como si fueran una muela picada. Lo principal parecía ser una absoluta falta de sentimientos. Eso en sí ya era angustioso. Sin duda debería haber sentido algo, alguna clase de reconocimiento de su relación. Era su madre, al fin y al cabo.

No amor, eso no, eso era cosa de los cuentos de hadas, pero sí preocupación, simpatía, tristeza por haberse perdido todo de ella. No existía. Sólo había una cosa y era culpabilidad. A toneladas.

Ni siquiera le había gustado; parecía una niña muy dura. Y sin mucho encanto. En cambio el chico era simpático, le había caído mucho mejor.

Era evidente que no tenía el más mínimo instinto maternal. Seguramente si hubiera tenido un poco, no habría abandonado a Kate. Estaba claro que era como la veía Kate, dura, poco cariñosa, egocéntrica. No era un panorama muy halagador. Suponía que la culpabilidad era algo a su favor: no la había sentido antes. Sobre todo porque no se lo había permitido. La culpabilidad habría significado reconocer lo que había hecho: no podía permitírselo.

Volvió a llamar a la vicaría y tampoco le contestaron. Quizá podría llegar. Se tomaría un café en el Little Chef y seguiría. Sería mucho más agradable dormir allí, en su propia cama.

Nick por fin había contestado al mensaje de Janet.

«Janet: hago lo que puedo, muchos cabos por atar. Por favor, no me dejes colgado. ¿Qué quieres decir exactamente con lo del árbol genealógico? Nick.»

Janet no se dejó impresionar.

De: [email protected].

Para: [email protected].

«No puede haber tantos cabos por atar. ¿Qué te crees que significa árbol genealógico? ¿No tienes sentido común? Hablaré con Chris yo misma, él le dará un empujoncito. Será una pena, Nick, si no lo publica. Lo habría hecho el viernes pasado, estoy segura, con el programa en la tele todavía caliente. ¿Podrías enseñarme un borrador? Janet.»

Martha estaba otra vez en ruta. Se sentía totalmente despierta. Empezó a ensayar la conversación con sus padres, imaginando cómo orientarla. ¿Cómo puede soltarse una noticia así con tacto?

– Mierda -dijo Martha en voz alta.

Y eso era sólo el comienzo. Tenía que informar a Paul Quenell, y a Jack Kirkland. Sus amigos. ¿Qué amigos? De repente le parecía que tenía muy pocos. No obstante, tendría que decírselo a todos y durante los próximos días, posiblemente las próximas horas, si Janet acudía a otro periódico.

Mierda. ¿Y ahora qué? ¿Y si hablaba de verdad con Pollock? Nick empezó a sudar. Mejor si se lo decía él mismo, si lo avisaba. Pero entonces querría saber de qué iba. Mierda.

De: [email protected].

Para: janet@hotwest. com.

«Janet: ¡¡¿qué?!! Sabes que nunca enseñamos borradores. Habla con Chris si quieres, pero este fin de semana tiene invitados y no le gustan nada las interrupciones.»

Eso era cierto, tenía invitados. Él y la actual señora Pollock, una ejecutiva de televisión, daban fiestas famosas por lo concurridas y repletas de estrellas que solían estar, seguidas de desayunos aún más concurridos al día siguiente. Sólo la clase de titular que ocupa toda la primera página era excusa para interrumpirlas. Por muy famosa que fuera Kate Bianca, no justificaba el cuerpo setenta y dos de la primera página. Había sido una buena idea.

«Hago lo que puedo. Desde luego me interesa el árbol genealógico. Hablamos mañana quizá. Nick.»

Por favor, que eso la mantuviera callada.

Pero:

De: [email protected].

Para: [email protected]. com.

«De acuerdo. Hablemos. Llamaré mañana para almorzar, a ver cómo va. Confírmame si te va bien.»

La cosa estaba poniéndose muy fea. Quizá tendría que publicarlo al fin y al cabo, y así ahorrar a Martha y a Kate algo mucho peor.

Martha sabía que era una locura, pero llamó a Ed. Se sentía muy sola, perseguida por el destino. Perderle en ese momento, cuando acababa de recuperarle, se le hacía insoportable.

– Hola, Ed, soy yo. Quería saber cómo estabas. Llámame si puedes, estoy en el coche.

Era un horrible recordatorio de las incesantes y cariñosas llamadas de Ed a ella; él debía de saber, como ella, que seguramente no le contestaría: o que no le daría la respuesta que quería, al menos. La prueba de lo deprimida que estaba era que estuviera dispuesta a someterse a ese riesgo. Martha Hartley no se arriesgaba.

Le estaba entrando sueño otra vez, mucho sueño. Puso un cede de los Stones y subió el volumen. A menudo la ayudaba.

Entonces sonó el teléfono. Salió el nombre de Ed en la pantalla. El corazón le dio un vuelco.

– Hola, Ed.

– Hola. ¿Dónde estás?

– A una hora de Binsmow.

– ¿Ah, sí? -La voz era correcta, sin más-. ¿Vas a ver a tus padres?

– Sí. Voy a… a decírselo.

– ¿Sí?

Martha despachó la prudencia, no al aire, sino al espacio sideral.

– Estoy aterrorizada, Ed. Aterrorizada.

– ¿Por qué?

– Por hacerles daño. Esto es lo principal, ¿sabes? Por eso empezó todo.

– Sí, bueno, seguro que te las arreglarás.

– Ed…

– ¿Sí, Martha?

– Te echo de menos.

Era increíble que le hablara imponiendo de esa manera, suplicándole.

– Yo también te echo de menos. Pero no soporto más este rollo, ¿me entiendes? Lo del padre.

– Lo sé, pero…

– ¿Me lo vas a decir o no?

– No, Ed, no lo haré. Por ahora no, al menos. Ojalá lo comprendieras…

– Lo siento, pero no puedo, por ahora no. No cambiarás nunca, ¿verdad? Sólo me llamas cuando me necesitas, estás totalmente centrada en ti misma, sigues haciéndolo.

– No es verdad.

– Martha, sí lo haces. Deberías oírte. Eres como un disco rayado. Diciendo que no quieres hacer daño a tus padres, que así comenzó todo. Dando por supuesto que tengo tiempo para ti, que lo dejaré todo, que te escucharé. Pues no puedo. Ahora estoy ocupado, estoy en edición. Te llamaré dentro de un par de días.

Martha se despidió como pudo y se echó a llorar. Las lágrimas le empañaron los ojos. Tenía que parar. Junto con su cansancio era una combinación fatal. Pasó al carril del centro con la intención de parar en la cuneta.

No se dio cuenta de que a su izquierda tenía una carretera de acceso a la A 12; un gran camión, que iba un poco deprisa, estaba entrando, y su conductor se distrajo momentáneamente con una llamada de su novia. Se desvió para intentar esquivar el coche de Martha, pero le dio de todos modos, y se deslizó y se cruzó en la autovía llevándose con él al Mercedes.

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