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– No, no me gustaría. Y es mi madre biológica, no mi madre de verdad -añadió, con bastante gravedad-. Mis padres de verdad son los que me han cuidado, ellos son los padres que me importan.

– Por supuesto -comentó Carla para calmarla-, seguro que ellos lo saben.

– Claro que lo saben -dijo Jilly-. Son una gran familia.

– No tengo ninguna duda. ¿Tienes novio, Kate?

– No. Nadie en serio al menos.

– ¿Qué chicos te gustan?

– Oh… -Una imagen de Nat pasó por la cabeza de Kate-. Los enrollados, claro. Altos, morenos, con ropa de moda.

– ¿Qué se ponen los chicos enrollados?

– Pantalones militares. Buenas botas, camisetas sin mangas. Chaquetas de piel. Y tienen coches enrollados.

– ¿Qué coches son enrollados para ti? ¿Los Porsches?

– ¡No! -La expresión de Kate era una mezcla de lástima y desdeño-. Eso es un coche de viejo. No, un Escort o un Citröen, trucado, con algún alerón, cosas así.

– Genial -dijo Carla-. Cuéntame a qué bares vas.

– Oh, a muchos -dijo Kate animada-. Al Ministry of Sound, al Shed de Brixton.

– Hoy los chicos se lo pasan en grande -dijo Jilly aliviada de que la conversación se hubiera apartado de la adopción de Kate-. Nosotros también, claro. A nuestra manera. Yo venía aquí a bailar, por cierto.

Kate suspiró y dijo que tenía que ir al servicio.

– Vuelvo enseguida. Tengo que quitarme el maquillaje.

– Kate parece un poco a la defensiva con lo de la adopción -dijo Carla como si nada, tras varios minutos de escuchar que Jilly y su marido habían sido dos de los primeros miembros del Annabel.

– Sí, no es de extrañar dadas las circunstancias.

– ¿Qué circunstancias?

– Oh, es que… -Jilly tomó un largo sorbo de champán-. Carla, ¿no vas a publicar esto, verdad?

– Por supuesto que no.

– No. Bueno, es que ella no tiene ni idea de quién es su madre. Nosotros tampoco lo sabemos.

– ¿De verdad? Creía que ahora todo se hacía de forma abierta, que los hijos adoptivos podían conocer la identidad de sus madres biológicas.

– Sí, es cierto. Normalmente pueden conocerla, pero como a ella la dejaron así… Oh, Kate, cielo, ya estás aquí. Debemos irnos ya. Estoy preocupada por Juliet.

– Tengo un coche esperando -dijo Carla-. Os acompañaré a casa. Bueno, mañana os mandaré algunas fotos y puedo ampliar un par para tus padres, Kate, si quieres. Como regalo de bienvenida.

– Sería una pasada -dijo Kate-. Gracias.

Jilly dijo que no sabía qué haría Kate si no existiera la palabra «pasada», acabó su copa de champán y siguió a Carla, un poco insegura, hasta la puerta del Ritz. Había sido un día maravilloso: estaba segura de que representaría un punto decisivo en la vida de Kate.

– Por Dios -dijo Chad-, ¿quién es esa que está con Eliot? Parece aquella antigua novia de Sven, Nancy del-no-sé-qué.

– Olio -dijo Janet-. Sí, es ella. ¿Tú crees que será su abogada de derechos humanos?

– No lo parece. Ha sonado muy sexista, ¿verdad?

– Mucho -dijo Janet en tono de reprimenda. Sonó su móvil. Empezó a hablar y a untar un bollo de mantequilla al mismo tiempo-. Sí -dijo-, sí. Me gustaría mucho oír tu poema. ¿Qué? No, léemelo ahora. Y después…, bueno, pues dile a papá que no. Dile que lo he dicho yo. Y… sí, te escucho. -Hubo un silencio y después dijo-: Precioso. Te lo juro, precioso. Me ha gustado sobre todo lo de apagar la luz del sol. Eres muy lista. Sí, llegaré a la hora del baño. Lo prometo. Te quiero. Adiós. Perdona -dijo apagando el móvil y levantando una mano-. Las servidumbres de la madre trabajadora. Bueno, servidumbres no. Usted debe de ser la señorita Harrington. Me alegro de conocerla. Eliot me ha hablado muy bien de usted. ¿Qué le apetece? ¿Un té?

Volvió a sonar su teléfono.

– Perdone -dijo, y después-: Hola, Bob, ¿qué hay? Sí, es esta noche. Aquí. Perdona, pero ahora no puedo hablar. Ya nos veremos. Adiós… Veamos, señorita Harrington, siento no tener mucho tiempo. Como habrá oído, tengo una cita incancelable en un cuarto de baño, pero me gustaría que habláramos. Eliot me ha dicho que trabaja mucho para Amnistía Internacional…

Era una profesional, pensó Chad, mirándola, aparentando ser encantadora y colaboradora, cuando en realidad estaba engatusando a Suzanne Harrington.

– Precisamente ahora estoy trabajando en una comisión mixta sobre ese tema. Si me da detalles concretos de la clase de problemas que se encuentra, me ayudaría mucho. Cuanto antes. Y…

– ¡Eliot! -Era Jack Kirkland, que le llamaba desde la puerta.

Eliot se levantó.

– Perdonad un momento. No tardaré.

– ¿Eliot ha trabajado mucho en su circunscripción, señorita Harrington? -preguntó Chad-. Eso está bien.

– Sí, todos le tienen en mucha estima. Al menos en mi profesión.

– Además es un hombre encantador -dijo Janet con voz melosa.

– Sí, conmigo se ha portado muy bien. Llegó a colgarme las persianas en mi nuevo piso, lo que está totalmente fuera de sus obligaciones, pero estoy sola y…

– Me alegro de saberlo -dijo Janet-. Le gusta ayudar al sexo débil, que me temo que es como nos ve. Ah, ya está aquí otra vez. Creo que es hora de que me vaya. Lo de la división de mañana, Chad, podríamos…

Se apartaron para que no les oyesen. Eliot sonrió a Suzanne.

– Siento que haya sido tan breve. Es una mujer muy ocupada.

– No, no, ha sido muy amable. ¿Vamos a hacer la gira que me prometiste? ¿Es verdad que hay una capilla en los sótanos de la Cámara? Me gustaría mucho verla.

– Se llama St. Mary's Undercroft, más conocida como la Cripta. Es muy hermosa, de oro y cristal tintado.

– ¿Podemos ir?

– Claro. Empezaremos por allí… Oh, hola, John, chico -dijo al pasar por una mesa de al lado-. ¿Cómo va?

Era el mismo conservador que había atacado a Chad en la sala de fumadores. Lanzó una mirada asesina a Eliot y no dijo nada.

– Te presento a Suzanne Harrington, una de mis electoras -dijo Eliot, tan ancho-. La llevo a dar una vuelta por la Cámara. Quiere ver la Cripta.

La respuesta fue un periódico levantado para ocultar la cara del político conservador.

Janet estaba saliendo de la Cámara cuando se dio cuenta de que había olvidado el teléfono. Mierda. Se lo habría dejado en la Sala Pugin. Corrió hacia allí, pero había desaparecido.

Miró por encima del periódico, pensando que Eliot podría estar detrás. Un par de ojos furiosos la desafiaron.

– Si estás buscando a Griers, no está aquí. Se ha llevado a una muñeca a la Cripta. Un comportamiento penoso.

Janet infirió correctamente que se refería a que Eliot hubiera dejado a los conservadores, más que al hecho de llevar a alguien a la Cripta, y ya se iba cuando apareció Chad con el móvil en la mano.

– ¿Estabas buscando esto?

– Oh, sí. Gracias, Chad. Hasta mañana.

Carla estaba en el despacho, mirando fascinada las fotos de Kate que Marc le había entregado. La chica parecía saltar fuera de la página, viva, segura de sí misma, y muy hermosa. ¿Qué podía escribir sobre Kate?

Alguien abrió la puerta de golpe. Era Johnny Hadley, el editor del periódico.

– Carla. Hola. Mira, tengo una buena historia sobre Sophie Wessex. Hace unos meses, Jocasta entrevistó a una mujer en el servicio del Dorchester Hotel cuando hubo todo aquel jaleo del falso jeque. ¿Te acuerdas? Dijo que Sophie era un encanto, que siempre tenía una palabra amable para todos. No se publicó, o sea que podrías hurgar en su mesa, a ver qué encuentras. Algo que sirva de antecedente. Oye, ¿quién es ésa? Bonitas tetas. Hablando de Jocasta, se le parece un poco, ¿no? ¿O son imaginaciones mías?

– No -dijo Carla, mirando las fotos de Kate-. Yo también lo dije. Vale, Johnny, si encuentro el artículo te lo traeré.

Fue a la mesa de Jocasta y abrió el cajón de arriba. Sólo había cintas antiguas. El siguiente parecía más prometedor: recortes de periódicos, correos impresos, borradores de artículos. El tercer cajón era un caos total: un montón de papeles, notas, periódicos. Qué desastre. Echaría un vistazo y diría que no lo había encontrado. Era…

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