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– Pero si no es posible. Los más recientes ni siquiera están abiertos.

– Me temo que sí lo están. Ese aparatito nuevo tuyo, el BlackBerry. Me he divertido mucho con él. Te asombraría ver lo que se puede hacer con una contraseña y un poco de práctica. No estaba bien lo que pensabas hacerle a Martha. Bueno, te dejo descansar.

Al volver al jardín, pensó con amargura que podría haber salvado a Martha de Janet, pero que eso ahora ya no le serviría de nada.

A Gideon Keeble se le humedecieron los ojos cuando Jocasta le contó la noticia.

– Soy un viejo imbécil -dijo-, pero era una chica encantadora, y muy inteligente. Es una lástima, una gran lástima.

Jocasta pensaba lo mismo.

– El funeral es el lunes, Gideon. ¿Podrás venir? ¿Estarás en casa? Me gustaría mucho ir contigo.

– Por supuesto que estaré. Si es lo que desean sus padres.

– Creo que cuanta más gente vaya, mejor. No hay nada peor que un funeral con cuatro gatos. Me han invitado, a través de Ed, que parece que lo está organizando todo, y si yo voy, quiero que tú también estés.

– Estaré.

– Gracias. Te quiero, Gideon.

– Yo también te quiero, Jocasta. ¿Dónde estás, por cierto? Te he llamado a casa.

– Estoy en casa de Nick -contestó ella sin pensar.

Antes de ir a casa, en Binsmow, Ed cogió la A 12 hasta la gasolinera donde había llenado el depósito. El mismo hombre estaba en la caja.

– Hola -dijo Ed con voz grave-, ¿se acuerda de mí?

El hombre lo miró, incómodo.

– Sí.

– Quería saber si sería tan amable de devolverme el billete de veinte libras que le he dado antes. A cambio de éste.

Había encontrado la cartera y las tarjetas. Estaban en el suelo del coche, debajo del asiento. De no haber estado tan nervioso, la habría encontrado.

– ¿Quiere que le devuelva el billete? No es tan fácil.

– Me doy cuenta, pero me gustaría que lo intentara. Estaba firmado. Por mi novia.

– ¿Ah, sí? ¿La que estaba en Cuidados Intensivos? ¿Está bien ahora?

– No -dijo Ed con tristeza-. Ha muerto.

Ed no había visto muchas veces una mandíbula a punto de desencajarse, pero la vio entonces. Y cómo la cara del hombre enrojecía desde el cuello hasta la frente.

– Lo siento, chico -dijo-. Lo siento mucho.

– Sí, bueno, tal vez podría tomarse la molestia de buscar el billete. Lo distinguirá si lo tiene, porque está firmado.

El hombre sacó la caja y miró los billetes. Minutos después, extrajo uno y se lo dio a Ed en silencio. Ed volvió al coche, mirando el billete, la letra, la pulcra inscripción «Con amor de Martha».

No era mucho para recordar a alguien, pero era algo. Tenía poco más, unas blusas, un par de libros, dedicados también, de la misma manera, nada efusivo, pero es que ella no era efusiva, y un par de cedes. Un par de fotos de los dos en la terraza de Martha y la que se habían hecho en la cama, la que había enmarcado, todas tomadas con el disparador automático. Y muchos recuerdos. De repente le asaltó la pérdida de Martha casi de una forma física. Se quedó sin respiración, sin fuerzas, totalmente desamparado. Apoyó la cabeza y los brazos sobre el volante y lloró como un chiquillo.

– Creo que quiero ir al funeral -dijo Kate.

Helen la miró; estaba pálida, pero parecía serena, en absoluto histérica.

– Kate, cariño, ¿estás segura?

– Sí, claro que estoy segura. Del todo segura. ¿Por qué no debería estarlo?

– Pero si no la conocías -dijo Helen, dándose cuenta de lo absurdo de la afirmación incluso mientras lo decía.

– ¡Mamá! Ya lo sé. Pero quiero despedirme de ella. Como es debido. No… no fui muy amable con ella cuando la conocía. Me siento mal por eso.

– Oh, vaya. -Helen suspiró. No estaba segura de que fuera lo más conveniente. Por muchas razones. Una de ellas era que…-. Kate, ¿qué crees que pensará la familia de Martha? No es un buen momento para angustiarlos más.

– No pienso angustiarlos. ¿Crees que soy idiota o qué?

– Pero ¿no se preguntarán quién eres?

– Les diré que soy amiga de Jocasta, y que conocía a Martha a través de ella. Es lo que he pensado.

– A ver lo que dice tu padre -dijo Helen.

– Me da igual lo que diga. No tiene nada que ver con él. Iré, ¿entendido?

– Oh, vaya -dijo Helen de nuevo-. Kate, no creo que yo pueda ir. Aunque tú vayas. Sería demasiado doloroso. No espero que lo entiendas, pero…

– ¡Oh, mamá! -La expresión de Kate se suavizó de golpe, y abrazó a su madre-. Por supuesto que lo entiendo. ¿Tú crees que soy idiota, no? Tú no tienes que venir, sería horrible para ti. Iré con Jocasta. Ella me acompañará. Fergus también estará. Estaré bien. En serio.

Jocasta pensaba que era una buena idea que Kate fuera al funeral.

– Sé que parece raro, pero creo que la ayudará. Puede ir conmigo. Con nosotros. Gideon también vendrá. Es una forma de concluir, de trazar una línea para ella, igual que para los demás.

– No es ella misma -dijo Helen-. Está muy callada, no sale para nada. Nat ha desaparecido.

– ¿Ese chico tan simpático? Pobre Kate. Para ella está siendo muy difícil. La ha vuelto a perder. Sin saber nada.

– Me temo que sí -dijo Helen suspirando.

– Beatrice, te parecerá extraño, pero creo que me gustaría ir al funeral de Martha Hartley.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

– No lo sé explicar. Pero me gustaría. Siento que tengo que ir. Pero no hace falta que vengas, por supuesto.

– No, no sería apropiado. Bien, si quieres ir, Josh. A mí me parece fuera de lugar, pero…

– Lo sé, pero es que es la primera, la primera de nuestra generación que se va. Todavía estoy muy afectado. La conocí, y me gustaría asimilarlo.

– Bien. Ve. Seguro que a Jocasta le gustará.

Janet estaba de un humor muy raro, incluso para ella, pensó Bob. Apenas había salido del dormitorio en veinticuatro horas. El lunes no había salido de casa, y se había perdido el turno de preguntas de los diputados del miércoles. Aparecía en las comidas familiares, en silencio, escuchaba a los demás, pero no tomaba parte y en ningún momento instigaba las discusiones políticas que siempre conseguía provocar, como decía Lucy, a partir de cualquier tema, incluida la lista de discos más vendidos (la apatía política de la juventud) y lo que Betsy, la pequeña, había hecho en la guardería ese día (la falta de plazas de guardería).

Tampoco dormía, porque Bob la oía moverse por la casa en plena noche, cuando había silencio, y creía que trabajaba, pero cuando iba a verla a su estudio, nunca estaba, y la encontraba sentada en el salón a oscuras. Se negaba a hablar con él. A medida que avanzó la semana, fue alterándose más y más, les gritaba a los niños y se enfadaba con cualquiera que se cruzara en su camino. El único momento en que volvió a parecer ella misma fue el viernes por la noche, cuando salió para dar una charla en una cena de beneficencia en su distrito.

Salió con su traje pantalón preferido, bien peinada, con el maquillaje inmaculado, charlando alegremente con el chófer que la esperaba en el vestíbulo, y volvió, resplandeciente y triunfal, diciendo que había sido soberbio y que todos la habían felicitado por lo que ella y el resto del partido estaban consiguiendo.

Bob creía que el sábado la Janet de siempre estaría de vuelta. Sin embargo, parecía aún más deprimida. Se quedó en la cama hasta media mañana y después se fue con el coche, según ella, para dar una vuelta. Tardó horas en volver. Era un ejemplo de lo poco que dependía la familia de ella, pensó Bob, que nadie preguntara siquiera dónde podía estar. La niñera se había llevado a los pequeños a un parque de atracciones y Lucy había salido de compras con su mejor amiga. Así no era difícil ser una supermujer.

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