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Sin embargo (se decía por la mañana, después de escapar del lugar oscuro), ser soltera era perfecto para ella, no sólo por su feroz ambición, sino porque nadie entorpecía su horario o interfería en sus hábitos. La ropa tirada, los platos sucios o los periódicos sin abrir no destruían la perfección de su piso. Además de todo esto, significaba que su vida estaba por completo bajo su control.

Volvió a su despacho a las seis, después de mirarse al espejo en la sala de noche. De hecho, por su aspecto se diría que había dormido bien.

Martha no era bonita. Era lo que los franceses denominan jolie ladie. Su cara era pequeña y ovalada, su piel cremosa, sus ojos oscuros y brillantes, pero su nariz era un poco demasiado larga para su cara, y ella la odiaba y de vez en cuando consideraba la posibilidad de operársela. Su boca tampoco le gustaba, también era demasiado grande, aunque sus dientes eran perfectos y muy bonitos. En cuanto a su pelo, de un castaño brillante precioso, pero muy lacio y fino, exigía muchos cuidados (y muy caros) para poder lucir una media melena con volumen de las que parecen acabadas de lavar y secadas al aire. Su aspecto era el resultado, como todo en su vida, de un esfuerzo ingente.

En su despacho encontró a una mujer asiática con aspecto fatigado que pasaba el aspirador.

– Buenos días, Lina. ¿Cómo estás?

Martha la conocía bastante. Siempre estaba allí a las seis, en el primero de los tres trabajos que hacía todos los días.

– Lo siento, señorita Hartley. ¿Quiere que vuelva más tarde?

– No, no, sigue. ¿Cómo estás?

– Un poco cansada.

– Me lo imagino, Lina. ¿Cómo está la familia?

– Tirando. Pero Jasmin me preocupa.

– ¿Jasmin?

Martha había visto fotos de Jasmin, una bonita chica de trece años, a la que sus padres adoraban.

– Sí. En realidad es la escuela. Es una mala escuela. Se aburre. No aprende nada. Dice que los profesores son malos, que no saben mantener la disciplina. Y si ella intenta trabajar, los chicos se burlan de ella, le dicen que es una pelota. ¿Sabe por qué se lo dicen, señorita Hartley?

Martha meneó la cabeza.

– Porque es una empollona, porque no para de estudiar. Así que ha empezado a gandulear. Y en su última escuela le habían dicho que llegaría a la universidad. Me rompe el corazón, señorita Hartley, no puedo evitarlo.

– Lina, eso es terrible. -Martha era sincera; era la clase de desperdicio que no podía soportar-. ¿No puedes cambiarla de escuela?

– Todas las escuelas del barrio son malas. He pensado en coger otro trabajo, por la noche en un supermercado. Para poder pagarle una escuela privada.

– Lina, ya estás agotada.

Lina sonrió.

– Está usted para hablar de agotamiento, señorita Hartley. Después de trabajar toda la noche.

– Es cierto, pero luego yo no tengo que cuidar de una familia.

– Pues no tiene mucho sentido cuidarlos para que acaben viviendo de la seguridad social.

– Estoy segura de que Jasmin nunca…

– La mitad de los adolescentes del estado están en el paro. No tienen títulos ni nada. La única forma de salir de ese círculo es la educación. Y Jasmin no va a tenerla si se queda donde está. Tengo que sacarla de allí. Y si supone trabajar más, trabajaré más.

– ¡Oh, Lina!

Esa clase de cosas sacaban de quicio a Martha. Cómo podía ser que aquel asqueroso sistema se sacudiera a los niños de esa manera y encima proclamara a los cuatro vientos que los niveles educativos estaban subiendo.

Acababa de leer que un gran número de niños llegaba a la escuela secundaria sin saber leer. Pensó en su estupenda educación en la escuela pública selectiva; eso todavía debería estar al alcance de niños como Jasmin, niños inteligentes de entornos pobres, que se merecían que se tuviera debidamente en cuenta su potencial. Pero quedaban pocos colegios públicos como el suyo y hacía poco había oído decir al ministro de Educación que pensaba cerrarlos en la siguiente legislatura, porque según él iban en contra del ideal igualitario de la escuela pública. Menudo ideal…

– Seguro que saldrá adelante -dijo sin mucho convencimiento-. Los niños listos siempre salen adelante. Encontrará la forma.

– Señorita Hartley, se equivoca. No sabe cómo están las cosas. Ningún niño quiere destacar. Si todos los amigos de Jasmin se vuelven contra ella porque quiere estudiar en serio, ¿qué va a hacer ella?

– No lo sé.

De repente a Martha se le ocurrió que tal vez debería ofrecerse para pagar la escuela de Jasmin. Pero ¿y los demás niños inteligentes y desperdiciados?; no podía ayudarles a todos. Y no era sólo la educación. Su padre siempre le hablaba de parroquianos ancianos que esperaban dos años para que les implantaran una prótesis de cadera, asustados y abandonados en hospitales mugrientos, atendidos por enfermeras sobrecargadas de trabajo. ¿Qué podía hacer ella? ¿Qué podía hacer nadie?

Rápida y bruscamente, rechazó la idea de lo que sí podía hacer. O al menos lo intentó.

Echó un vistazo a su agenda, sólo para asegurarse de que no tenía ningún asunto personal importante que atender, mandar alguna postal de cumpleaños -siempre tenía un montón preparado en su mesa- o hacer alguna llamada urgente. Todo estaba al día.

Había mandado flores a su hermana: siempre se acordaba de su cumpleaños. Era el día en que las tres amigas se habían conocido en Heathrow y habían emprendido el viaje. Y ella había dicho que estaba decidida a tener éxito y ser rica. Se preguntaba si a las otras dos les habría ido igual de bien. Y si volvería a verlas algún día. Parecía muy poco probable. Y sin duda sería mejor que no.

Clio no sabía si sería lo bastante valiente para hacerlo. Decirle lo que había hecho, y decirle por qué. No le gustaría. Ni mucho menos. O sea que… venga, Clio, vamos, adelante. Estás a punto de casarte, pero sigues siendo una persona. Venga, coge el teléfono y llámale. Vas a hablar con tu prometido, no con una junta de médicos…

– Hola. ¿Josie? Soy Clio Scott. Sí, hola. ¿Podría hablar con el doctor Graves? ¿Qué? ¿Ah, sí? Bueno. Debe de ser una lista muy larga. Bien, ¿puedes decirle que me llame? Cuando acabe. No, estoy en casa. Gracias, Josie. Adiós.

Maldita sea. No había podido zanjarlo enseguida. Todavía tenía tiempo de cambiar de opinión. Pero…

De repente sonó el teléfono y la sobresaltó. Jeremy no podía haber acabado tan rápido.

– ¿Clio Scott? Hola. Soy Mark Salter. Solamente quería decirte que estamos encantados de que vayas a trabajar con nosotros. Estoy seguro de que te gustará y nosotros te explotaremos. Cuanto antes mucho mejor. Me han dicho que has tenido el valor de pedir vacaciones para irte de luna de miel. Menuda cara. Bueno, estamos deseando verte después de eso. Adiós, Clio.

A Clio le había gustado Mark Salter. Era uno de los socios de la consulta y una de las razones por las que deseaba tanto el empleo. Por él y por lo cerca que estaba de su casa. O lo que sería su casa. Ésa era una de las cosas que podía decirle a Jeremy. Que una de las razones en las que había basado su decisión era que el empleo estaba muy cerca de Guildford. Eso le gustaría. Sin duda…

– No lo entiendo. -Estaban sentados en una mesa al aire libre en Covent Garden, al atardecer. La expresión de él, su cara ligeramente severa, era tanto de desconcierto como de enfado. Clio pensaba a menudo que si alguien quisiera un actor para hacer el papel de cirujano, sería igualito que Jeremy: alto, con la espalda muy erguida, el pelo castaño ondulado y los ojos grises en una cara perfectamente esculpida-. De verdad que no lo entiendo. Quedamos en que sólo trabajarías a media jornada. Para apoyarme en todo lo posible y para encargarte de la casa, por supuesto.

– Lo sé, Jeremy. -Clio rechazó al camarero con un gesto de la mano-. Y debería habértelo consultado antes de aceptar. Pero es que al principio era un empleo a media jornada. Resulta que había dos puestos, y uno de ellos a jornada completa. Me llamaron y me lo ofrecieron, y dijeron que tenía que responder enseguida, porque había otros candidatos…

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