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Había llegado con la esperanza de poder ayudarla a pensar en una reconciliación, porque creía que eso era lo que quería Jocasta. Intentó razonar, hacerla reír, apelar al sentido común. Pero parecían estar en un punto muerto. El día anterior habían tenido otra pelea horrorosa. Gideon le había pedido que se vieran para hablar con calma de lo que iban a hacer, y Jocasta había dicho que no era posible tener una charla razonable con una persona tan poco razonable que de hecho era inestable. Cada confrontación era peor que la anterior, que parecía casi agradable, un puro intercambio de puntos de vista.

Justo cuando le estaba contando eso a Clio, Jocasta se echó a llorar, y cuando Clio le preguntó si era por algo concreto, dijo que sí, pero que no podía hablar de ello. Seguía bebiendo y fumando demasiado, parecía incapaz de descansar o hacer algo más de cinco minutos seguidos. Lo único que quería hacer era hablar sin parar de Gideon y sus fallos.

Al final, Clio se rindió y dijo que tenía que volver a casa.

– Oh, por favor, no te vayas -dijo Jocasta. Acababa de hablar con alguien por teléfono, en un tono cada vez más hostil-. Era Josh. Amenaza con venir a verme. Dice que cree que puede hacerme entrar en razón, según él. El árbitro de las relaciones, un ejemplo para todos.

Clio suspiró.

– Bueno, yo he fracasado. Tal vez él pueda ayudarte.

– Clio, no puede. Y tú no has fracasado. Es el matrimonio el que ha fracasado.

– Jocasta, tengo que irme. Mañana es lunes y tengo consulta a primera hora. Me gustaría ver a Fergus esta noche antes de volver a casa.

– Tienes mucha suerte de tener una relación normal y estable -dijo Jocasta, envidiosa-. Oh, Clio, no te vayas. No puedes dejarme a solas con Josh. Me va a volver loca. Quédate y vuelve mañana, siempre dices que es muy fácil. Por favor, Clio, por favor.

Clio suspiró.

– No. No, Jocasta. Prefiero irme.

– No, no puedes fallarme, y eres un ángel, una buena amiga.

Clio se preguntó qué diría Jocasta si supiera la verdadera razón de su renuencia a ver a Josh.

Pero se quedó, por supuesto. Nunca llegaba a entender qué hacía Jocasta para conseguir que los demás hicieran lo que ella quería, cómo utilizaba su fuerte voluntad, una mezcla de encanto y determinación: imaginaba que Gideon habría sido sometido a esa mezcla en toda su plenitud. De no ser así, ¿habría querido de verdad casarse con Jocasta después de estar con ella sólo tres semanas? El hecho era que Jocasta era totalmente irresistible.

De modo que Clio seguía en el salón de Jocasta, intentando no mirar demasiado a menudo las fotos de Jocasta y Josh de niños que había encima de una mesa, mientras Jocasta pedía comida por teléfono a un restaurante tailandés.

– No he comido en todo el fin de semana y de repente me muero de hambre. Espero que no me siente mal, como el curry del otro día.

Por fin llegó Josh, casi con una hora de retraso, así que la comida estaba fría. Ni siquiera era muy buena. Clio la picoteaba con la moral por los suelos, deseando que Josh dejara de decirle a Jocasta que era inmadura y poco realista, y sin saber para qué la querían allí.

– Jocasta -decía Josh-, el matrimonio no tiene sentido cuando tienes que esforzarte mucho. De modo que si no te esfuerzas, ya puedes olvidarte.

– Eso es precisamente lo que hago -decía Jocasta-. O lo que hacía.

– Pero yo creía que querías a Gideon.

– Le quiero. Bueno, al menos, creía que le quería. Pero no puedo vivir con él, es un monstruo que lleva una vida monstruosa. Debería haberme dado cuenta hace tiempo.

– Pero si es muy buen hombre -dijo Josh-. Es simpático, generoso, y es evidente que te adora. Debes concentrarte en eso, Jocasta. Beatrice siempre lo dice.

– ¿Qué es lo que dice siempre Beatrice? -preguntó Jocasta, en un tono engañosamente suave.

– Que en un matrimonio tendemos a dar por hechas las cosas buenas y a fijarnos sólo en las malas. Y que eso es lo que destruye a la mayoría.

– Lo que casi destruye el vuestro -dijo Jocasta- es tu incapacidad para ser fiel a Beatrice. Y lo que lo ha salvado es su increíble facilidad para perdonar. No busques nunca trabajo de terapeuta, ¿vale?

– ¡Vete a la mierda! -exclamó Josh. Se había puesto rojo-. Sólo quiero ayudarte. No soporto veros a los dos tan desgraciados.

– Lo sé y te lo agradezco mucho -dijo Jocasta, arrepentida-, pero la verdad es que no me ayudas. Es mejor así. Hablemos de otra cosa. ¿Qué llevas en la bolsa?

– Encontré unas fotos de Tailandia. Estaban en el fondo de un armario, con mis cámaras. Pensé que te haría gracia.

– Así me gusta -dijo Jocasta-. Vamos a verlas. Ven, Clio, despejaremos la mesa.

Josh sacó las fotos, una pila tras otra, en completo desorden, imágenes de la jungla vaporosa del norte; elefantes, monos; aldeas en las montañas; los niños sonriendo, tan dulces; templos y palacios y mercados flotantes y los canales de Bangkok.

– Vaya, sólo con verlas lo estoy oliendo -dijo Clio.

El caos de Khao San Road, los lady boys en Pat Pong.

– Se nota que les gustabas, mira cómo posan para ti -comentó Jocasta.

Los tuk tuks, las barcazas en el río grande, y después las islas, fotos y fotos de playas de arena blanca con el fondo verde, las colmas, las cascadas, los lagos, las palmeras inclinándose con elegancia hacia el agua, las peñas escarpadas, las flores brillantes, los sepulcros, Big Buddha.

– Oh, mira, Big Buddha -dijo Clio-. A veces todavía me acuerdo, allí sentado, con esos ojos que te seguían a todas partes. Vaya, esto es un viaje en el tiempo. Me siento como si volviera a tener dieciocho años.

Después había fotos con gente, algunas ocasiones que recordaban.

– Mira, aquí estamos en el aeropuerto -dijo Josh-, todos, nos la hizo aquel viejo tan simpático, ¿os acordáis?

Congelados en el tiempo, sonriendo, arreglados, con toda la vida por delante.

– Pobre Martha -dijo Clio, mirándola-. Dios, ojalá hubiéramos sabido…

– Mejor no -dijo Jocasta con seriedad.

Después la vida en las islas, centenares de personas, la mayoría olvidadas, sonriendo, siempre sonriendo, fumando, bebiendo, saludando, abrazándose, tirados en las playas, sentados en barcas, balanceándose en cuerdas sobre lagos, bañándose bajo cascadas, montando elefantes, buceando. Había algunas fotos frenéticas y borrosas de fiestas de luna llena, gente bailando, la playa repleta de velas, y…

– Mirad, ¿os acordáis del barco de reggae? -preguntó Josh.

– Sí, ya lo creo -dijo Jocasta-, así es como pillé la fiebre del dengue, de un mosquito en uno de esos lagos, estaba demasiado colocada para enterarme.

– ¿Qué estás haciendo aquí, si se puede saber? -preguntó Clio, intrigada, mirando una foto de Josh echado en una alfombra, inhalando de una gran pipa.

– Fumando opio.

– ¡Josh! No me lo habías dicho. ¿Qué tal es?

– Nada de nada -dijo él riendo-. Creo que eran polvos de talco.

– Caramba, qué divertido fue -dijo Jocasta-, qué divertido. Eh, Josh, ¿qué es esto? ¿Un hotel de lujo o qué? ¿Y ésta quién es? ¿Es Martha? ¿En esta piscina increíble? ¿Y en esta terraza? Josh, no me lo habías dicho, ¿qué pasó?

– No tenía ni idea de que estuvieran aquí -dijo Josh, poniéndose rojo, y rápidamente se puso a explicar que había tropezado con Martha al marcharse de Koh Tao, que había habido un incendio en la barca y que habían estado a punto de ahogarse-. Lo juro, no me lo invento. -Los dos estaban muy nerviosos después y él tenía mucho dinero encima y habían ido a un hotel cerca de Chaweng, a pasar la noche…

– Mmm -dijo Jocasta, con los ojos maliciosos-, eres incorregible. Vaya con la parejita. No me lo habías dicho. ¿Cuándo fue? Está claro que lo pasasteis en grande. ¿Por eso querías ir al funeral?

– No. Bueno, en parte. Sí, la verdad es que sí.

– Eso está bien.

Clio estaba rezando por que en la cabeza de Jocasta sonara una campana, por pequeña que fuera. Pero no se percataba de nada. Tenía que hacerlo ella. Era ahora o nunca. Respiró hondo y dijo:

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