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– Ya.

– Sin embargo Kate necesita saberlo. Creo que a ella la ayudaría. Sigue estando muy perdida. La muerte de Martha no ha hecho más que empeorarlo. Tú mismo has dicho que estaba deprimida. ¿Qué hago? Me siento como si tuviera una bomba con temporizador. Y encima Jocasta a punto de…, bueno, no sé a punto de qué. Está en un estado de lo más extraordinario. Ya no está deprimida. Ahora está excitada, increíblemente sentimental. Tan pronto dice que se quiere divorciar, como que no, que todavía no, al menos.

– Nosotros no podemos hacer nada por ellos -dijo Fergus-, y con lo de Josh creo que deberías esperar. Hace muchos años que es un secreto y puede serlo unas semanas más. Aunque estoy de acuerdo contigo en lo de que podría ayudar a Kate. Ya llegará el momento. Siempre llega.

– Espero que sí -dijo Clio con tristeza-. Ya no puedo soportarlo más.

Jocasta se había despedido de Nick y se había ido a casa. Él no había discutido ni había intentado detenerla. Era todo muy desconcertante.

La tarde en el piso había adquirido la categoría de sueño, había momentos en los que Jocasta creía que se lo había imaginado. Nick se comportaba de forma esquiva, tan irritante como siempre: si se esperaba alguna demostración de compromiso, se había llevado una gran decepción.

Sólo le dijo que siempre la amaría, que siempre estaría a su lado, sería su mejor amigo como le había dicho: y después decidieron que lo mejor para los dos era que Nick fuera a casa de sus padres como tenía pensado y que ella volviera con Gideon.

– ¿A la Casa Grande?

– Por supuesto. Te mandaré una postal -dijo Nick-. Sé que te encanta recibir postales.

– Gracias -dijo Jocasta.

– Y no veo ninguna necesidad de hacer confesiones absurdas, ni nada por el estilo.

– Claro que no -dijo Jocasta, con todo el ánimo que pudo-. Sólo ha sido un poco de diversión, traviesa y maravillosa.

Pero cuando llegó a Clapham, digirió lo ocurrido, reflexionó sobre lo que Nick había dicho y sintió una decepción tan abrumadora que casi no pudo soportarlo.

Le habría consolado y asombrado sobremanera oír cómo, durante los días que siguieron, Nick no dejó de hablar con su hermano favorito, diciéndole lo mucho que aún adoraba a Jocasta, que la quería más que nunca, pero que ella le había dejado muy claro que todavía esperaba salvar su matrimonio y que él no quería de ninguna manera estropeárselo.

– Grace, cielo, deberías comer algo. -Peter Hartley miró una bandeja intacta más. Tenía que dejarla sola aquella mañana para hacer visitas por la parroquia, pero había preparado un desayuno tentador, con muesli, yogur, fruta, todo lo que le gustaba, en pequeñas porciones.

– No me entra nada. Has sido muy amable, pero no me apetece. Llévatelo, por favor.

Apartó el desayuno con impaciencia y volvió a echarse, tapándose la cabeza con la sábana. Peter se llevó la bandeja.

Janet Frean tampoco comía mucho, pero era suficiente, según el médico que informó a Bob aquella mañana.

– No necesita comer mucho, y no se preocupe, la vigilamos de cerca.

Estaba haciendo progresos, dijo, había tenido varias sesiones con el psiquiatra residente, que le había recetado un tratamiento farmacológico, sesiones con él u otro psiquiatra, y posiblemente, cuando empezara a mejorar, terapia de grupo.

– Suele ayudar oír a otras personas describir sus tormentos -dijo el psiquiatra a Bob.

Bob le dijo que no creía que nadie pudiera tener tormentos más angustiosos y complejos que Janet, pero el psiquiatra le desengañó.

– Se asombraría -dijo.

– ¿Ya ha hablado con ustedes?

– Un poco. Ahora no tengo tiempo de hablar con usted, lo siento, pero no se preocupe, no es un caso perdido, ni mucho menos. Créame e intente no pensar demasiado en ello.

Ellos no lo comprendían, pensaba Janet, apoyada en las almohadas tras un ataque de ira especialmente agotador con su terapeuta. No debería haberla atacado físicamente, se daba cuenta, pero la había sacado de quicio, con sus estupideces para calmarla. No entendían nada de nada.

Nadie podía entenderlo. Todos creían que Martha Hartley había provocado su crisis nerviosa. Y no era así en absoluto. Evidentemente lamentaba su muerte, y se sentía culpable hasta cierto punto, pero no tanto como los otros creían. El secreto de Martha habría salido a la luz. Era demasiado grande, demasiado peligroso. No podía esperar que los círculos concéntricos que había construido tan cuidadosamente alrededor de su vida para protegerse resistieran para siempre. Tarde o temprano otro suceso los habría hecho explotar, los habría unido, forzando una confesión. Y entonces, una vez se supiera, ¿qué final feliz podía esperarse para ella? Su carrera, su vida personal, sin duda su vida política quedarían fatalmente perjudicadas. Hasta se podría decir que le había hecho un favor.

No, la razón por la que había querido poner fin a su vida era que todo por lo que había trabajado, todo lo que había esperado, y por lo que había asumido tantos riesgos, se había esfumado para siempre. Sin remedio. Nunca podría recuperarlo. Y si el Partido Progresista de Centro sobrevivía, Jack sería su líder, y probablemente Chad su mano derecha.

Y si no sobrevivía, ¿cómo podía volver con los conservadores? Aunque hubiera otro líder mejor que la valorara como es debido, Theresa May era en ese momento la reina de la colmena. Ella tenía el puesto, o uno de los puestos que Janet había codiciado. Ahora sería para siempre uno de los soldados rasos, etiquetada como desleal, alguien de quien no podías fiarte.

Pensó en Chad y en Eliot Griers, también, y lo penosos que eran, en su arrogancia masculina. Convencidos de que podían caminar sobre el agua, cada uno a su manera. Ella había sido más lista una temporada, había conseguido empezar a corromper sus carreras, les había desacreditado a los ojos de Kirkland. Pero no había sido suficiente; ahora que ya no estaba la anularían del todo.

En cuanto a Kirkland, sentía cierto respeto por él. Lo mejor que podía esperar mientras él estuviera al mando era el puesto de segundo de a bordo. Eso podía satisfacerla. Casi podría considerarlo un triunfo: un puesto único dado que era una mujer. Se había deshecho de Martha. Sólo quedaba Mary Norton como obstáculo. Y sería fácil quitársela de encima. Un par de filtraciones sobre sus amigas lesbianas y el electorado empezaría a dudar. Después encontraría algo más. Quizá no estaba todo perdido. Quizá no. Todavía podía volver. Podía. Debía…

– La señora Frean se ha dormido -informó la enfermera al psiquiatra, diez minutos después-. El sedante ha hecho efecto. Le avisaré si se produce algún cambio.

Smith Cosmetics había dado las gracias a Fergus por su mensaje y había dicho que buscaría a otra chica. Decían que, en el caso improbable de que no encontraran a nadie, se pondrían en contacto con él por si Kate cambiaba de opinión. También decían que podía haber cierto margen para negociar la cuestión financiera, pero que no podían hacer nada respecto al tema publicidad del contrato, que según Fergus era lo que más preocupaba a Kate.

– Como sabe, la prensa decide por su cuenta lo que publica.

Era una respuesta cordial y elegante, pensó Fergus, teniendo en cuenta el dinero y el tiempo que habían invertido en Kate, un testimonio de lo mucho que deseaban contratarla. Aún la querían. Eso le consoló un poco. Las cosas podían cambiar. Fergus era un optimista sin remedio.

Clio se pasó el domingo haciendo compañía a Jocasta. La encontró de un humor extraño, en una montaña rusa emocional, tan pronto sobreexcitada como hecha un mar de lágrimas. Dijo que intentaba decidir lo que debía hacer, que tenía que volver a trabajar, hacer algo diferente, y cuando le preguntó qué, dijo vagamente que había pensado en inmobiliarias o tal vez interiorismo. Clio le había dicho que era una idea excelente, más que nada porque era inútil discutir. No se podía razonar con ella.

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