Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Haciendo las maletas. Para ir a Somerset a pasar un par de semanas. Y he encontrado la grabadora que me regalaste. En la bolsa.

– Ah, sí. Creí que te sería útil. Evidentemente no, si aún sigue en tu bolsa.

– Sí lo ha sido. He puesto la cinta que grabaste. Otra vez, quiero decir. Fue un detalle, sólo quería darte las gracias.

Jocasta se acordaba de la cinta. Quería que Nick la tuviera, que tuviera algo de ella. Se acordaba de todo, de cuando grabó la cinta y se la mandó, porque había sido su último viaje al extranjero, justo antes de que empezara el drama. El Partido Progresista de Centro, Gideon, Kate, Martha. Dios, había pasado un año. Menos de un año. Parecía que fueran cinco. En fin, quería darle la cinta, y habían salido a cenar pero había bebido demasiado vino, como siempre, y se había puesto muy triste porque Nick se marchaba. Luego se habían ido a casa y habían hecho el amor como unos locos, y ella la había olvidado por completo hasta el día siguiente, cuando la había encontrado en su bolso y la había mandado por mensajero a la oficina de Nick. Después de grabar la cinta.

– De nada -dijo, sonriendo con el recuerdo.

– ¿Dónde estás?

– Oh, en casa -dijo sin pensar.

– ¿En la Casa Grande?

– Sí, claro.

– ¿Y de verdad estás bien?

– Por supuesto que estoy bien, Nick. ¿Por qué no habría de estarlo?

– La última vez que nos vimos no estabas muy bien.

– Ya. Pero me tomé lo que me dijiste al pie de la letra, fue lo mejor que me han dicho nunca, y soy una persona reformada, estoy aprendiendo a ser una buena esposa y…

– Me complace tener un efecto tan bueno sobre ti -comentó-. ¿Eres feliz?

– Muy feliz -dijo-. Sí, gracias. Oh, espera, Nick, están llamando a la puerta. No tardaré.

Nick esperó. Oyó el ruido del tráfico de fondo, una sirena de policía y que Jocasta decía:

– Sí, es para mí, gracias; ¿tengo que firmar? Bien, ya está.

Oyó que se cerraba la puerta, la oyó cruzar el suelo de madera…, ¿de madera? ¿Ruido de tráfico? ¿Abrir la puerta personalmente?

– Jocasta, ¿dónde estás?

– Ya te lo he dicho.

– Sé lo que me has dicho -dijo-, pero no recuerdo que pase mucho tráfico por Kensington Palace Gardens. Diría que los empleados te recogen los paquetes. Y recuerdo que había muchas alfombras, por todos lados, y una gran distancia entre la puerta y cualquier otra parte.

Hubo un silencio y después Jocasta dijo:

– Estoy en Clapham, Nick. He venido a recoger cuatro cosas.

– ¿Y por qué me has mentido?

– No sé. Era más fácil.

– Jocasta, ¿qué ha pasado? Por favor, cuéntamelo.

No le permitiría que fuera a Clapham; era demasiado peligroso. Dijo que podían quedar en Queen Mary's Rose Garden en Regent's Park. Era uno de sus lugares favoritos, en los viejos tiempos, a medio camino entre las dos casas. Jocasta le miró, sentado en un banco, con el cuerpo largo y desgarbado a pleno sol, los cabellos castaños despeinados cayéndole sobre los ojos, y pensó cuánto le echaba de menos todos los días, y que eso en sí ya era poco sensato.

Se sentó a su lado y él le dio un beso.

– ¿Me está permitido?

– Por supuesto.

Jocasta le sonrió y le contó por encima lo que había pasado, con mucho sentimiento.

– No me quejo, te juro que no me quejo, Nick -se apresuró a decir-. Me doy cuenta de que en gran parte ha sido culpa mía. Pero el caso es que no funciona, por ahora. Puede que acabe funcionando. Espero que funcione.

Era mentira, por supuesto. No lo pensaba en absoluto.

Pero no se podía permitir que él creyera que su matrimonio había terminado, que se le estaba insinuando, esperando que volviera a aceptarla.

Nick fue muy comprensivo, no le hizo ningún reproche.

Dijo que si era así él no quería ser la causa de que no funcionara. Dijo que siempre quería ser su amigo, su mejor amigo. Dijo que la echaba muchísimo de menos.

– Yo también te echo de menos -dijo Jocasta animadamente-, sí, seamos amigos. Buenos amigos.

Se levantó, le sonrió y consiguió decir: «Bueno, creo que debería volver», cuando se sintió muy mareada y débil. Se imaginó que serían los nervios, las lágrimas, las emociones contradictorias y también haber comido tan mal desde que había dejado a Gideon, aparte del curry que había vomitado. Se balanceó exageradamente y no era capaz de caminar derecha y tranquila hacia la entrada del parque, como había pensado, y tuvo que sentarse otra vez con la cabeza entre las rodillas.

Después de eso sólo tuvo que dar unos pocos pasos hasta su coche, y de allí a su piso. Nick compró comida por el camino, buena, suave, nutritiva, dijo con determinación, huevos y pan y agua de Vichy, «llena de minerales». Le preparó una tortilla, le hizo unas tostadas y un rato después Jocasta se dio cuenta de que estaban solos en su piso y por mucho que se esforzara no podía controlar sus sentimientos y dijo que tenía que irse. Él contestó de repente, con mucha ternura, que nunca debería haberle dejado, y eso le recordó a Jocasta por qué le había dejado y se enfadó y se lo dijo.

– Te quería -dijo Nick-. Mucho.

– ¿Y cómo iba a saberlo?

– No paraba de decírtelo.

– Pero no me lo demostrabas -dijo ella-. Nunca me lo demostraste.

– ¡Qué tontería! -exclamó Nick-. Entonces no podía demostrártelo como tú querías. No sabía… -Se calló.

– ¿No sabías qué? -preguntó Jocasta, pero él no quiso contestarle, se volvió y miró por la ventana, y entonces de repente estaban como al principio y no pudo soportarlo y dijo, muy cansada-: Tengo que irme.

– Sí, creo que sí. Te llamaré un taxi. Lo siento mucho, Jocasta. Todo. Espero que te vaya bien, de verdad.

– Gracias -dijo ella.

– ¿Puedo darte un beso de despedida? ¿Por los viejos tiempos?

– Por los viejos tiempos.

Nick se inclinó para besarla en la mejilla, pero ella se movió un poco y sus labios se encontraron. Y eso bastó.

Después se preguntó cómo había podido. Se sentía frágil, desorientada, totalmente confundida, y un minuto más tarde estaba llena de una energía en ebullición, poderosa y segura. Nick estaba frente a ella, y le deseaba, y tenía que tenerlo. Y él lo sintió, Jocasta vio que lo sentía, le vio sonreír, le vio reconocerlo, le vio seguro, también.

Estaban desnudos antes de llegar al dormitorio. Ella se echó de espaldas en la cama, alargando los brazos hacia él, repitiendo su nombre una y otra vez, oyendo cómo él decía el suyo, los dos hablando deprisa, febrilmente. «Te quiero, te echo de menos, te deseo.» La boca de Nick estaba en todas partes: su cuello, sus pechos, su vientre, sus muslos, y la de Jocasta en él, moviéndose por encima de él, frenética de deseo, un remolino de deseo creciendo y creciendo dentro de él, derritiéndose, ablandándose, endulzándose por él, gritando con el aumento de las sensaciones, sentada sobre él, montándolo, revolviéndose, guiándolo a través de un lugar oscuro y maravillosamente complejo, alcanzando la luz al final, sintiendo que crecía, se encogía, ascendía y se resistía, y entonces, sí, sí, ya está, la altura, la cima y ella estaba allí, gritando, aullando triunfal y entonces vio que él también llegaba y ella repitió, en círculos fabulosamente cálidos, fáciles, ensanchados, hasta que por fin se sumió en una paz profunda y dulce.

– ¿Ahora qué? -dijo él, y sus ojos marrones le sonreían y eran muy dulces y tiernos.

– Quién sabe -dijo ella, y se durmió sin más, feliz.

Clio finalmente le había hablado a Fergus de Josh. De Josh y de Kate, en realidad. Al acabar, él había dicho:

– Por supuesto. Qué lista eres. Era tan evidente. Lo hemos tenido delante de nuestras narices todo el tiempo.

– Tan evidente. Pero, Fergus, yo no sé qué hacer. No tengo ni idea. Haga lo que haga, será un lío para Josh.

– Yo no me preocuparía mucho por ese niño mimado de Josh.

– ¡Fergus, no digas eso! Será un niño mimado, pero es muy buen chico. Piensa en lo que representará para la pobre Beatrice. Su matrimonio ya se aguanta por los pelos.

120
{"b":"115155","o":1}