Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Martha se sintió fatal de inmediato. ¿En qué bruja estaba convirtiéndose? Anne tenía razón, no era mucho pedir. Simplemente no quería hacerlo…

– No -dijo enseguida-, de acuerdo. Pero tendrá que adaptarse a mi horario y le dejaré en una boca de metro, ¿entendido? No pienso pasarme toda la noche conduciendo por Londres.

– Qué amable eres -dijo Anne-. Se lo diré. ¿Qué hora exactamente se adapta mejor a tu ocupado horario?

– Me iré a las cuatro -dijo Martha, evitando dejarse provocar.

– ¿Te ves capaz de desviarte tanto como para recogerle? Podrías tardar quince minutos más.

– Le recogeré -dijo Martha.

Anne salió de casa al oír el coche de Martha. Su resuello al ver el Mercedes fue casi audible.

– Eres muy considerada -dijo-. Está preparado. Hemos estado charlando, ¿verdad, Ed?

– Sí. Vaya, qué cochazo. Es usted muy amable, señorita Hartley.

Martha bajó del coche, se quitó las gafas de sol y se encontró mirando a uno de los chicos más guapos que había visto en su vida.

Era bastante alto, medía más de metro ochenta, tenía pelo rubio, corto y ondulado y unos ojos azules asombrosamente intensos. Estaba moreno, y tenía algunas pecas sobre una nariz recta, y una sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes absolutamente perfectos. Llevaba unos pantalones cortos holgados, un estilo que Martha no soportaba, zapatillas deportivas sin calcetines y una camisa blanca bastante arrugada. Parecía un anuncio de Ralph Lauren. De repente Martha se sintió menos fastidiada.

– Es muy amable, de verdad -repitió Ed mientras salían a la carretera-. Se lo agradezco mucho.

– No es nada -dijo Martha-. ¿Qué le ha pasado a tu coche?

– Se ha muerto -contestó-. Era un trasto. El regalo de mi madre por mis veinte años. Me dijo que no debía usarlo para trayectos largos. Y está visto que tenía razón.

– ¿Y qué vas a hacer?

– A saber. -Echó un vistazo al coche-. Es precioso. Es descapotable, ¿no?

– Sí.

– En Londres no lo usará mucho.

– Entre semana, no -dijo Martha-. Donde vivo no necesito mucho el coche.

– ¿Y dónde vive?

– En los Docklands.

– Qué guay.

– Bastante guay, supongo -dijo Martha, esperando que no pareciera una vieja patética hablando como una jovencita.

– ¿Es abogada? -dijo él-. ¿Sí? ¿Se disfraza con la peluca blanca?

– No -contestó Martha, sonriendo a pesar suyo-. No soy abogada de juzgado, sino corporativa.

– Ah, bueno. Entonces lleva divorcios, compras de casas…

– No, trabajo para una firma de la City, Sayers Wesley.

– Ah, ya la entiendo. Trabaja toda la noche, supervisa grandes negocios, cosas así.

– Cosas así. -Le echó un vistazo. Se había puesto una gorra de béisbol con la visera detrás, otra cosa que Martha no soportaba pero, por imposible que pareciera, le sentaba bien-. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

– Ahora mismo estoy probando cosas -dijo él-, cosas de telecomunicación. Me aburro mucho. Pero dentro de unos meses me voy. Estoy ahorrando.

– ¿Adónde vas?

– Ah…, a Tailandia, Australia, por ahí. ¿Usted lo hizo?

– Sí que lo hice. Y lo pasé en grande.

– Eso espero. Debería haberlo hecho antes de la uni, la verdad.

– ¿Cuántos años tienes, Ed?

– Veintidós.

– ¿Y qué has estudiado? -preguntó-. ¿En la universidad?

– Inglés. Mi padre quería que hiciera clásicas, porque fue lo que estudió él. Pero no me veía capaz.

– No me sorprende -dijo Martha, y de repente y de forma impactante se acordó de Clio, la bajita, rellenita y bonita Clio, diciendo exactamente lo mismo, hacía tantos años. Clio, que quería ser médico, que… Bueno, basta, Martha. No mires atrás.

– Ojalá lo hubiera hecho -dijo Ed-. Le hubiera hecho feliz. Ahora que ha muerto, me da la sensación de que podría haberlo hecho por él.

– Sí -dijo Martha-, te entiendo. Aunque tú debes hacer lo que es bueno para ti.

– Sí -dijo él-, en realidad yo pienso lo mismo. Pero a veces…

– Por supuesto. Siento lo de tu padre. ¿Qué le ocurrió?

– Cáncer. Sólo tenía cincuenta y cuatro años. Fue horrible. Siempre dejaba para más adelante ir a ver al médico y después había una lista de espera espantosa para ir al especialista, y…, bueno, la verdad es que todo fue un asco.

– Debió de ser terrible para ti. ¿Cuánto hace que murió?

– Tres años -contestó Ed-. Yo estaba en la uni y fue muy duro para mi madre. Su padre se portó muy bien con ella. Ella dice que la ayudó a salir adelante. Su padre es muy buena persona. Su hermana también es muy simpática.

– Me alegro de oírlo -dijo Martha.

El chico se volvió a mirarla reflexivamente.

– Pero no se parece mucho a usted -añadió, y después se sonrojó-. Lo siento. Ahora me dejará tirado en la cuneta.

– Si hubieras dicho que me parecía a ella, seguro que sí -dijo Martha, sonriendo.

– Ya, pero no se parecen. Claro que ella será mucho mayor.

– De hecho, es dos años más joven que yo -dijo Martha.

– ¡No me diga!

– Sí te digo.

Un silencio, y después:

– No es posible -dijo.

– Ed -dijo Martha-, me has alegrado el fin de semana. Dime, ¿a qué universidad fuiste?

– A Bristol.

– ¿De verdad? Yo también fui allí.

– ¿Ah, sí? -Se volvió y le sonrió de nuevo. Después dijo-: Seguro que estaba en Wills Hall.

– Pues sí -dijo Martha-. ¿Cómo lo has sabido?

– Todos los pijos vivían allí. Era como un gueto de escuela privada. Al menos cuando yo estaba.

– ¡No soy una pija! -exclamó Martha indignada-, y fui a la escuela pública de Binsmow. Cuando era decente.

– Yo también -dijo él-, pero para entonces ya era un desastre.

Martha pensó que el chico debía de ser inteligente si había entrado en la Universidad de Bristol a pesar de haber asistido a una mala escuela pública. Porque era mala, su padre estaba en la junta y a menudo se desesperaba.

Llegaron a Whitechapel a las ocho y media.

– Aquí me va bien -dijo Ed-, cogeré el metro.

– De acuerdo. Te acercaré.

– Lo he pasado muy bien -dijo él-, gracias. Ha sido divertido. Hablar con usted y todo eso. La verdad, creía que sería más… más…

– ¿Qué? -dijo Martha, riendo.

– Un rollo, vaya. Francamente.

– Bueno, me alegro de no haberlo sido.

– No, ni mucho menos. -Bajó del coche, cerró la puerta, pero volvió a abrirla y la miró de una forma extraña-. Estaba pensando -dijo- si le gustaría salir a tomar algo una noche.

– Bueno -dijo Martha, sintiéndose muy poco guay de repente-, pues sí, sería divertido. Pero me temo que trabajo hasta muy tarde casi todos los días.

– Ah, bueno -repuso él-. No se preocupe.

Parecía desilusionado y un poco incómodo.

– No, no he dicho que no pueda -dijo Martha enseguida-, me gustaría mucho. Es que tengo unos horarios muy difíciles. Es eso.

– Ya me adaptaré -dijo él, y volvió a sonreír-. Chao; Gracias otra vez.

– Hasta pronto, Ed. Ha sido un placer.

– Para mí también.

Ed cerró la puerta y se alejó sacando un walkman de la mochila. Martha pensó que no volvería a verle nunca más. Sobre todo si se marchaba de viaje.

Y se puso a pensar en lo que no se había permitido pensar en la iglesia, en aquellos días embriagadores, cuando las cosas todavía estaban bien…

Al final decidió ir también a las islas. Viajó hasta Koh Samui sola, en tren, de noche. Se durmió casi de inmediato y se despertó en algún momento de la noche en Surat Thani, desde donde la llevaron en autobús al ferry, y después de cuatro horas por mar llegó a Koh Samui.

En el barco se hizo amiga de una chica llamada Fran que había oído decir que la mejor playa era la de Big Buddha, cogieron un taxi-bus para ir y sintió que el mundo había cambiado por completo.

Martha nunca olvidaría no sólo la primera visión de la franja de playa bordeada de árboles altos, sino también su primera sensación: la arena blanca, el aire cálido e increíblemente dulce después de la árida pestilencia de Bangkok, el agua cálida de color azul verdoso. Ella y Fran encontraron una cabaña, de forma ostentosa denominada bungalow, por doscientos baht por noche, y pensaron que no querrían marcharse jamás. Tenía ducha, un porche y tres camas. El tiempo se volvió más lento y se dejaron llevar por él.

11
{"b":"115155","o":1}