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Jocasta no quería que Beatrice le cayera bien, pero no lo logró. Por mandona y adicta al trabajo que fuera, era muy agradable y se interesaba sinceramente por la vida y el trabajo de Jocasta. Nick la adoraba. Le enternecía que ella leyera siempre su columna y le comentara cualquier artículo que acabara de leer con la mayor seriedad, lo que también hacía con los de Jocasta. No había ninguna duda para nadie, tanto de la familia como de fuera de ella, de que Beatrice era la esposa perfecta para Josh.

– ¿Por qué lo he hecho, Jocasta? -dijo Josh-. ¿Por qué soy tan idiota?

– No tengo ni idea -afirmó Jocasta-, pero debo decir que siento lástima por Beatrice, no por ti. Eres consciente de que papá se pondrá de su lado, ¿no? No permitirá que pase penurias.

– Yo también lo había pensado -dijo Josh-. No tengo nada a mi favor, ¿verdad? ¿Qué hago?

– No puedes hacer nada, la verdad. Sólo esperar. Y no dejes de decirle que lo sientes mucho. Tienes algo estupendo a tu favor. Y puede que sea suficiente.

– Caramba, eso espero. Haré lo que sea, lo que sea, si creo que hay alguna posibilidad de que me perdone. Pero ¿qué es eso estupendo que tengo?

– Creo que te quiere -dijo Jocasta, en un tono ligeramente triste.

Martha acercó los labios al cáliz de plata y tomó un sorbo de vino, esforzándose por concentrarse en el momento, en el sagrado sacramento que estaba tomando. Nunca lo conseguía. Se había alejado tanto de la iglesia de su padre, de la fe de sus padres, que sólo iba a la iglesia cuando pasaba un fin de semana en Binsmow. A ellos les gustaba y los parroquianos estaban encantados. Que ella se sintiera absolutamente hipócrita no tenía ninguna importancia.

Se puso de pie y volvió caminando despacio a su asiento, con la cabeza un poco baja, aunque no por eso dejó de advertir que la iglesia estaba casi vacía y aparte de algunos adolescentes -muy pocos- ella era la única persona que podía calificarse de joven. ¿Cómo podía su padre seguir haciendo aquello semana tras semana, año tras año? ¿Cómo podía mantener su propia fe ante lo que para Martha era la humillación de saber que la mayor parte de la comunidad rechazaba el trabajo de su vida? Se lo había preguntado una vez y él le había dicho que no lo comprendía, que St. Andrews seguía siendo el centro de la parroquia, no importaba que la congregación fuera tan reducida. Acudían a él cuando lo necesitaban, cuando la enfermedad, la muerte, el matrimonio o el bautizo de un nuevo bebé requería sus servicios, y eso era suficiente para él.

Ella había ido ese fin de semana sobre todo por su sentido del deber. Su hermana la había llamado para decirle que sus padres estaban pasando un mal momento.

– La artritis de mamá está peor, y papá se vuelve loco porque no puede hacer nada para ayudarla. Yo intento animarles pero me tienen muy vista. No soy tan emocionante como tú. Hace meses que no vienes, Martha.

– Lo siento -dijo ella-. He estado…

– Sí, sé que has estado muy ocupada. -La voz de su hermana era seca-. Yo también he estado muy ocupada, la verdad, intentando compaginar el trabajo y los niños. Hasta Michael les ve más a menudo que tú.

– Sí, claro -dijo Martha. Estuvo tentada de decir que para su hermano Michael era fácil; estaba en su primer año de profesor y tenía mucho tiempo libre, pero no lo dijo. Al fin y al cabo, Anne tenía razón, no les visitaba a menudo-. Prometo ir pronto -dijo al fin-. Lo prometo, en serio.

– Bien -dijo Anne, y colgó.

A Martha le habría gustado llevarse mejor con Anne, pero su hermana era demasiado virtuosa. Estaba casada con un asistente social muy mal pagado y tenían tres hijos, ninguna ayuda en la casa y un solo coche. Anne trabajaba como maestra de apoyo para necesidades especiales en una escuela pública para contribuir al mantenimiento de la familia. Además realizaba muchos trabajos voluntarios e incluso ayudaba a su padre en la parroquia, ahora que su madre se desenvolvía con dificultad. Para Martha, aquélla era una vida infernal.

Era consciente de que su dorada existencia tenía que ser muy irritante para su hermana, no sólo por su aparente dinero ilimitado, sino porque encontrara tan poco tiempo para ver y ayudar a sus padres, salvo económicamente, ayuda que de todos modos sólo aceptaban en casos extremos. Y aunque había ido aquel fin de semana, sería una ocasión única en mucho tiempo teniendo en cuenta que las elecciones generales se acercaban, y eso significaba siempre muchísimo trabajo, porque los mercados financieros se volvían inestables y las grandes corporaciones pasaban a la acción para adaptarse a los posibles cambios.

Aunque no es que fuera a haber muchos. Blair seguía arrasando en las encuestas, con su sonrisa decidida y sus promesas vacías. Volvería a ganar, no había ninguna duda.

– Las cosas están bastante mal por aquí -dijo su padre.

– ¿En qué sentido? -Martha le tomó del brazo mientras caminaban.

– El campo se ha visto muy afectado por la glosopeda. Hay un ambiente de depresión por todas partes. El pobre Fred Barrett, cuya familia tenía una granja en las afueras de Binsmow desde hace cinco generaciones, ha batallado hasta ahora, pero le ha vencido. Vende. Aunque no creo que nadie le compre la granja. Y además no sé cuántos parroquianos tengo esperando para ingresar en el hospital. La pobrecilla señora Dudley hace dieciocho meses que espera una prótesis de cadera, y le siguen diciendo que dentro de seis meses. Es un crimen, un auténtico crimen.

– Está todo muy mal -dijo Martha, pensando en Lina y su hija Jasmin-, absolutamente todo.

Fue al dormitorio de su madre, que estaba echada en la cama y parecía pálida.

– Hola, tesoro. Perdona que no haya preparado el desayuno. He dormido fatal, el dolor me despierta, ¿sabes?, y cuando me duermo ya son las seis y no oigo el despertador.

– Oh, mamá, cuánto lo siento. ¿Puedo traerte algo, un té o un café?

– Me gustaría una taza de té. Bajaré enseguida.

– No, te la subiré -comentó Martha-. ¿El dolor es muy fuerte?

– A veces -dijo Grace-, pero no siempre. Viene y va.

– ¿Qué dice el médico?

– Me ha mandado al especialista, pero hay una lista de espera de un año. El doctor Ferguson me receta analgésicos, que me ayudan, pero también me sientan mal.

– Mamá…

– ¿Sí, tesoro?

– Mamá, ¿me permitirías pagar la consulta del traumatólogo, al menos? Así podrías verle enseguida. Esta misma semana.

– No es justo. Martha, no podemos ser una carga para ti.

– ¿Por qué no? Yo fui una carga para ti un montón de años. Imagina que hubiera sido yo. De pequeña, con dolores y sin poder ir al médico hasta al cabo de un año. ¿No habrías pensado en lo que fuera para ayudarme?

– Es posible -dijo Grace con una débil sonrisa-. Supongo que sí.

– Bien -dijo Martha, viendo acercarse la victoria-. Y te lo mereces. Prefiero gastar parte de ese sueldo exagerado contigo a hacerlo en unos manolos nuevos.

– ¿Qué es eso, tesoro?

– Zapatos.

– Ah, claro, un estilo nuevo, ¿no?

– Más o menos -dijo Martha.

Después del almuerzo llamó su hermana. Quería pedir un favor a Martha.

– Mi vecina, que es viuda -«por supuesto», pensó Martha-, necesita ayuda. El coche de su hijo se ha estropeado y tiene que regresar a Londres. Le he dicho que estaba segura de que no te importaría llevarle.

A Martha sí le importaba, y mucho. Llevaba rato soñando con un trayecto tranquilo de vuelta a Londres, con la música sonando, tiempo para pensar… Y también para no pensar. No le apetecía nada tener al lado a un chico lleno de granos durante tres o cuatro horas, y tener que conversar con él.

– ¿No puede volver en tren?

– Podría, pero no tiene dinero. Martha, la verdad, no es pedir mucho. Es muy simpático.

– Sí, pero… -Martha se interrumpió.

– Vale, déjalo -dijo Anne, y su tono era realmente furioso-. Le diré que haga autostop. Tú vuelve a tu elegante vida en Londres.

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