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– Vete a la cama y déjame en paz -dijo ella-. No tengo ganas de hablar.

Bob pensó en los pocos que reconocerían a la tranquila e inteligente supermujer en aquel estado de frenesí.

No acababa de estar seguro de cuánto le desagradaba. Se había enamorado de ella en la universidad; era una chica inteligente, no hermosa, pero sí muy atractiva, estudiaba derecho, y se había sentido halagado por el interés que demostraba por él y aún más por su deseo de irse a vivir con él primero y después de casarse con él. Tardó un tiempo en darse cuenta de que el deseo estaba bastante inspirado en su dinero -era beneficiario de un gran fondo-, pero para entonces ya era demasiado tarde. Él era perfecto para ella, tanto en un sentido económico como práctico, para apoyarla en su ambición de convertirse en la segunda mujer primer ministro: pagaba las facturas, se encargaba de los hijos, se ocupaba de su educación y sonreía a su lado en actos y entrevistas.

Sin embargo, a medida que ella ascendía en el firmamento político, se volvía más despreciativa con él, lo ninguneaba siempre que era posible, comía sola, alegando que tenía documentos que revisar, trabajo que hacer, se alejaba de él siempre que intentaba hablar con ella. Fue entonces cuando empezó a desagradarle.

En el único lugar donde parecía aceptarlo era en el dormitorio: ella era sexualmente voraz, demasiado voraz, en realidad. Él tardó un tiempo en darse cuenta de que su papel era engendrar a sus hijos y satisfacerla físicamente. Era bueno para su carrera, su familia numerosa era una herramienta muy útil para hacerse publicidad, una especie de resumen de su imagen: Janet Frean, madre de cinco hijos, Janet Frean la supermujer, Janet Frean que demostraba a las mujeres que podían tenerlo todo.

Bob se había percatado pronto del lado fanático del carácter de su esposa, su despiadada destrucción de todo lo que se cruzaba en su camino, su capacidad para seguir adelante más allá del agotamiento.

Primero la había admirado, después se había hartado y, finalmente, se había angustiado, reconociendo una cierta vena de locura. A veces la miraba, pálida y agotada, tras largas sesiones en la Cámara, observaba su cara demacrada, los músculos tensos del cuello, los nudillos blancos mientras charlaba como si nada por teléfono, con los electores, con los trabajadores del partido. Su control era asombroso. A menudo se preguntaba cuándo se desmoronaría; era sólo cuestión de tiempo. Pero sabía que no había nada que él o nadie pudiera hacer, y que ella misma se hundiría.

Era miércoles por la noche.

Clio estaba haciendo las maletas, preparándose para dejar la casa de Jocasta, bastante a su pesar. Lo había pasado de maravilla aquellos tres días. La mañana en el Highbury Hospital había sido fascinante, y había presenciado todas las entrevistas. Hubo varios casos muy tristes, que le recordaron a los Morris. Había compartido su frustración con el médico por los problemas de organizar como es debido la administración de medicamentos para los ancianos, y por las prohibiciones que afectaban a los cuidadores. Le había contado como había empezado a visitar a sus pacientes personalmente, para ponerles las dosis precisas en las cajas dispensadoras, y él se había mostrado impresionado.

– Te preocupas mucho por tus pacientes, ¿no?

– Sí. Eso es lo que más me gusta de la medicina general, que te involucras de verdad, y puedes cambiar cosas.

Él le había dado la dirección de una de las residencias donde pasaban visita, y ella había ido. Estaba bastante mejor dirigida que Laurels, los pacientes estaban animados y ocupados, tenían sus propias parcelas en el jardín y podían cocinar por la tarde, cuando hacían pasteles para las visitas.

Llamo al médico al Highbury y le dio las gracias por organizar la visita.

– Ha sido un placer, Clio. Que tengas suerte. Espero poder trabajar contigo; sin duda puedes hacer mucho aquí si te dan el empleo.

Todo había sido fascinante y estimulante. Se dio cuenta de que deseaba muchísimo que le dieran el empleo.

Había hecho algunas compras en Londres, un traje nuevo y zapatos para la entrevista, por si acaso. Decidió probárselo y estaba abrochándose la chaqueta cuando oyó una llave en la cerradura. ¿Jocasta? No podía ser. Que no fuera Nick, por favor, se moriría de vergüenza.

– ¿Hola? -gritó un poco nerviosa.

– ¿Quién es? -contestó una voz desde el pie de la escalera.

Era Josh.

– ¿Quién ha llamado? -dijo Martha-. ¿Quién has dicho que era?

Había llamado a sus padres para saber si estaban bien y su madre le había dicho que había llamado Clio Scott.

– Es muy simpática -comentó-, dice que viajasteis juntas.

¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a inmiscuirse en su vida privada, a llamar a sus padres? Por el amor de Dios, ¿qué pretendía agobiándola así, casi como una acosadora? Era ofensivo, no tenía derecho a hacerlo.

– Sólo quería que la llamaras, cariño -dijo su madre, muy sorprendida por la reacción de Martha-. Dijo que le gustaría mucho verte. No sé por qué te pones así. A mí me pareció muy simpática. Estuvimos charlando de vuestro viaje.

– ¿Qué? -exclamó Martha, acalorada y temblorosa de repente-. ¿Por qué tenías que hablar con ella de eso? ¿Qué tiene que ver con ella? ¿Qué tienes tú que ver, ya puestos?

– Martha, cariño, ¿qué te pasa? No pareces la misma. Supongo que es el viaje. Debes de estar agotada.

– Estoy perfectamente -dijo Martha-. Es que no me gusta que la gente me agobie. Dame su teléfono, por favor, mamá, y le diré que lo deje. Ya está bien. ¿Qué? No, claro que no seré grosera con ella. ¿Por qué tendría que serlo? Sí, volveré a casa el viernes. Ya te llamaré antes.

Clio estaba preparando un café para Josh cuando sonó el móvil.

Bastante avergonzado, Josh le había explicado que había ido a buscar un cinturón que había perdido.

– Me quedé unos días hace poco y pensé que podía estar aquí. Es un regalo de cumpleaños de Beatrice, mi esposa, y no para de preguntarme dónde lo tengo. Pasaba por aquí y… perdona si he venido en mal momento.

Clio dijo que no era un mal momento, que Jocasta había sido muy amable dejándole la casa un par de días.

– Se ha portado tan bien conmigo. No sé qué habría hecho sin ella.

– ¿Está con el tal Keeble?

– Sí.

– Qué raro es eso -dijo él-. Ya sé que es encantador, pero Nick era… perfecto para ella. Y dejar su trabajo. Es lo último que me habría imaginado.

– Bueno, seguro que sabe lo que hace -dijo Clio prudente-. ¿Quieres azúcar?

Fue entonces cuando sonó el teléfono.

– Uf -dijo al apagarlo unos minutos después-. Me acaban de echar un rapapolvo.

– ¿Ah, sí? ¿Quién?

– Martha Hartley. ¿Te acuerdas de Martha?

– Sí -dijo Josh tras una pausa-, por supuesto. -Después la miró un poco avergonzado-. Oye… Clio…

– Josh, no digas nada. Eso fue en otra vida. Me alegro de que hayamos vuelto a vernos.

– Fueron días felices, ¿verdad? -dijo él sonriendo y tomando un poco de café.

– Muy felices. Una buena patada a la vida adulta.

– ¿Y a Martha qué demonios le pasaba?

– He intentado ponerme en contacto con ella. Sólo porque…, bueno, porque pensé que sería divertido. En fin, llamé a su oficina y llamé a sus padres, y por lo visto no debería haberlo hecho. Me ha dicho que no tenía ningún derecho a llamarles, y que no volviera a molestarles, y que ahora estaba muy ocupada para quedar conmigo. Y después ha colgado.

– Caray. Está claro que está como una cabra. Bueno, ella se lo pierde, Clio, no tú.

Era un encanto, pensó Clio, todavía. Era imposible que no te gustara.

Mientras se vestía para la cena, Beatrice pensaba que su madre tenía toda la razón. La vida ya le parecía mucho mejor. ¿Qué habría hecho ella esa noche, por ejemplo, que la niñera tenía que salir? ¿Contratar a una niñera desconocida que pusiera nerviosas a las niñas? Eran tan felices con Josh; él era muy indulgente con ellas, pero también era un buen padre, atento, cariñoso y siempre a mano. Desde el principio, había estado dispuesto a cambiar pañales y a fregar, tanto como a participar en las cosas buenas.

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