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– ¿Para qué? -le repitió él, sinceramente atónito-. Yo no los he pasado y tengo un buen empleo y un montón de pasta.

– Sí, Nat, pero yo no puedo ponerme a trabajar para mi padre como tú. Quiero trabajar en un periódico o en una revista, algo así.

– ¿De modelo o qué?

– No. De periodista. ¿Para qué iba a ser modelo? -preguntó, estirando las piernas y subiéndose la falda con disimulo.

– Mujer, tienes todo lo que hay que tener. Ganarías un montón de pasta.

Kate se calló. Aquello superaba todos sus sueños.

– ¿Adónde quieres ir? -preguntó él.

– A Franklin Avenue, por favor.

– ¿Cómo está Sarah?

– Está bien.

Él asintió.

– ¿Sigue yendo a la escuela?

– Sí. Después trabajará a jornada completa en la peluquería. En la que trabaja ahora los sábados.

– ¿Va a ser peluquera? -exclamó él con una expresión tan incrédula como si Kate hubiera dicho que Sarah iba a entrar en un convento-. Qué cutre.

– ¿Qué tiene de cutre ser peluquera? -exclamó Kate a la defensiva-. A ella le gusta.

– Es un trabajo cutre -insistió él-, todo el día atendiendo a mujeres, haciéndoles la pelota y dándoles revistas para leer, y todo ese rollo. Mi madre es peluquera y yo solía pasar las tardes con ella después de la escuela. Era espantoso.

– Pues a Sarah le gusta. Le dan buenas propinas.

– ¿Ah, sí? -Ya no parecía interesado en Sarah. Kate se animó. Tal vez sólo preguntaba por cortesía.

– Bueno, ya hemos llegado -dijo él, entrando en su calle y haciendo chirriar los frenos.

Dejó el estéreo en marcha. Kate vio que su abuela espiaba por la ventana. Dios mío, que no saliera y pidiera que se lo presentara.

– Tengo que irme -dijo ella-. Muchas gracias por acompañarme.

– ¿Quieres que salgamos el sábado? -preguntó él. Le miraba las piernas y ella las sacó del coche de lado-. De copas por Brixton.

Kate sintió que se ruborizaba de emoción. Era increíble. Nat Tucker la invitaba a salir.

– Bueno… -Logró esperar un momento y después dijo-: Sí, de acuerdo.

Su tono fue asombrosamente moderado.

– Te recogeré. A las nueve. ¿De acuerdo?

– Sí. De acuerdo.

El esfuerzo por mantener una cara inexpresiva, un tono de voz despreocupado, era tan inmenso que casi no podía respirar. Se había alejado unos pasos cuando él la llamó.

– ¿No quieres la mochila?

– Oh, oh, sí. Gracias.

Nat bajó del coche, sacó la mochila y se la pasó por encima de la verja.

– Adiós y hasta pronto.

Kate fue incapaz de decir nada.

– ¿Martha? Hola, soy Jocasta.

– Creo que te habría reconocido -dijo Martha. Sonrió de una forma amable y cortés-. Estás igual que siempre. Pasa.

– Me temo que no estoy igual. -Jocasta entró en el piso. Era sencillamente alucinante. Suelo de madera clara, paredes blancas, ventanales inmensos y una cantidad mínima de muebles de color negro y cromo-. Qué maravilla -dijo.

– Gracias. Me gusta. Y está cerca del trabajo.

Martha también estaba maravillosa, de una forma elegante y cuidada. Estaba muy esbelta, y vestía con pantalones gris oscuro y una blusa de seda color crema. Su piel también era de color crema, y casi sin maquillar, sólo un poco de sombra de ojos y rímel y los labios pintados de beige oscuro. Tenía el pelo castaño liso y brillante, con mechas, cortado a la altura de los hombros.

– ¿Dónde? -preguntó Jocasta-. Me refiero al trabajo.

– Ah, ahí detrás. -Martha gesticuló vagamente hacia el mundo que había tras ellas.

– Sí, pero ¿cómo se llama?, ¿qué haces exactamente?

– Soy socia de un bufete de abogados de la City. Por ahora. -No accedió a decirle a Jocasta el nombre de la empresa.

– Vale. ¿Es divertido?

– Divertido no es la palabra, pero me gusta. ¿Te apetece un café o algo?

– Sí, por favor.

– Discúlpame un momento. Ponte cómoda. ¿Necesitas una mesa o un sitio para escribir?

– No, no te preocupes.

Desapareció. Menuda esnob, pensó Jocasta, y recordó a la otra Martha, más bien nerviosa y deseosa de hacer amigos, un poco a la defensiva con su familia. Demasiado educada y ansiosa por caer bien, ¿qué la había cambiado tanto? Clio apenas había cambiado.

Y era divertida. Muy divertida.

– Bien, ya está. -Martha apareció de nuevo, con una bandeja negra de madera, con tazas blancas, la cafetera, una jarra de leche y un bol con terrones de azúcar moreno y blanco. Jocasta casi esperó que dejara la cuenta sobre la mesa, delante de ella.

– Gracias. Bueno, salud. -Levantó su taza-. Me alegro de verte.

– Y yo a ti.

Estaba demasiado rígida, notó Jocasta, quieta y en absoluto control. También estaba claro que estaba muy nerviosa. Parecía raro en una persona tan obviamente segura de sí misma. En fin, para eso eran las entrevistas. Para descubrir cosas.

– Dime -dijo-, ¿qué hace tu hermano? ¿Es abogado?

– Oh, no -contestó Jocasta-, es un trabajo demasiado duro. Está trabajando para la empresa de la familia. Está casado, más o menos. Tiene dos niñas. -Sonrió a Martha-. ¿Fuiste a la Universidad de Bristol, verdad?

– Sí.

– ¿Y qué? ¿Te gustó?

– Sí, mucho.

– ¿Qué estudiaste?

– Derecho. Oye, ¿esto forma parte de la entrevista? Por que ya te he dicho…

– Martha -dijo Jocasta-, me estoy poniendo al día. Te contaré cosas de mí si quieres. Y de Clio.

Eso picó la curiosidad de Martha.

– ¿Cómo está Clio?

– No muy bien -dijo Jocasta-. Se está divorciando. Pero en el trabajo le va de maravilla.

– Qué pena, lo del divorcio. ¿Conoces a su marido?

– No. Parece un gilipollas. -Sonrió expansivamente a Martha-. Es cirujano. Arrogante, pagado de sí mismo. Está mejor sin él. La verdad es que yo le hice enfadar.

– Creía que no le conocías.

– Personalmente no. Pero escribí sobre su hospital. Una larga historia. En fin, no le hizo ninguna gracia.

– Ya me lo imagino -dijo Martha.

Cogió su taza de café. Le temblaba ligeramente la mano. Jocasta lo notó. Su pequeña mano con una perfecta manicura.

– Pero ella es la misma Clio de siempre. ¿Recuerdas que empezamos a llamarla pequeña Clio al segundo día de estar en Bangkok?

– No, no me acuerdo -dijo Martha.

Estaba decidida a frenar cualquier intento de reminiscencia.

– ¿Seguiste el plan que tenías, ir a Australia y acabar en Nueva York?

– Tienes una memoria asombrosa -dijo Martha-. Sí fui a Australia, pero no viajé mucho por Estados Unidos. Mira, Jocasta, no quiero ser descortés, pero no tengo mucho tiempo. Creo que deberíamos empezar.

– Por supuesto. Manos a la obra. Empezaremos por algunos datos básicos.

– ¿Como cuáles?

– Bueno, lo de siempre: tu edad, lo que haces, cómo te metiste en política, todo eso. Después iremos a los detalles. Es una buena historia, creo.

Vio que Martha se relajaba poco a poco y recuperaba la seguridad al asumir el control, presentando lo que era evidentemente una historia muy ensayada. Y era una buena historia, desde un punto de vista periodístico: la muerte de la mujer de la limpieza, su deseo de hacer algo por ayudar, para cambiar las cosas, su entrada en el Partido Progresista de Centro, su vuelta a las raíces.

Jocasta escuchó educadamente, le hizo preguntas sobre el Partido Progresista de Centro, sobre el número de parlamentarios que tenía, cuántos creían que se presentarían a las elecciones generales. Siguió con un rollo muy aburrido sobre el proceso electoral, y entonces empezó, de una forma muy furtiva, a cruzar la puerta. Lo que tenía de momento no la convertiría en la próxima Lynda Lee-Potter.

– Está claro que en tu despacho te va de maravilla -dijo-. ¿No lo echarás de menos?

– Seguramente, pero creo que vale la pena hacer algo, aunque sea poco.

– Me refería a los lujos.

– ¿Disculpa?

– Es evidente que este piso no es barato. Y que te gusta la ropa cara, reconozco los zapatos Jimmy Choo a primera vista. Y los bolsos de Gucci, si hace falta.

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