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Anna Richardson volvió a llamar a Clio.

– Nos vamos mañana. Oye, piénsate lo de solicitar el empleo en Bayswater. Me preguntaron si te lo había dicho. Te quieren a ti.

Clio dijo que lo pensaría. En serio. Y se sirvió una copa de vino para celebrarlo. Al menos alguien la quería y no en un sitio cualquiera, sino uno de los mejores hospitales universitarios de Londres. La hacía sentir muy diferente. Más feliz. Más suelta. Menos desastrosa.

Mientras tomaba otra copa, se sentó a la mesa y se puso a escribir una carta.

– No -dijo Jocasta-. No, no, no, Carla. No puedes. No quiero ni que lo intentes, ¿está claro?

– ¿Pero por qué no, Jocasta? Es guapa. Preciosa. Por favor. Te llevaré a Babington House el fin de semana. Te invitaré a cenar en Daphne's. Te dejaré ponerte mi chaqueta Chanel…

– No -dijo Jocasta.

– No voy a venderla a un tratante de blancas, por el amor de Dios. Sólo la voy a vestir y hacerle unas fotos. ¿Quién es?

– No voy a decírtelo. Es una chica que he conocido.

– Parecía muy joven para ser una amiga.

– No hace falta ser grosera -dijo Jocasta.

– Oye, querida, eres tú la que siempre se queja de las arrugas. De hecho se te parece un poco, podría ser tu hermana pequeña.

– Sí, claro -dijo Jocasta. Después-: Es curioso, pero Sim también lo dijo. Oh, mierda. -Miró a Carla y rezó por que no hubiera oído lo que había dicho. Sus plegarias no fueron escuchadas.

– ¿Sim? ¿Sim Jenkins, el fotógrafo del periódico? Jocasta, ¿esa chica tiene algo que ver con el reportaje de la anciana en la camilla del hospital? ¿No será la nieta?

– Sí, es la nieta. Pero sus padres son muy protectores con ella, no querían ni siquiera que la sacara en las fotos, y además no tiene aún dieciséis años.

– ¿Por qué son tan recelosos?

– Creo que no se fían de la prensa. Con razón. O sea que no harás nada, Carla. Nada de nada. Estamos hablando de cosas importantes como la vida de la gente. No de unas asquerosas páginas de moda.

– Yo no hago páginas asquerosas -dijo Carla con dignidad.

– En fin, debo marcharme -le dijo Jocasta, poniéndose en pie-. Tengo que hacerle una entrevista a una chica, una mujer, que conocí hace tiempo. Aunque tampoco la conocía mucho. Viajé con ella unos días cuando tenía dieciocho años.

Se sentía tensa y nerviosa. Se decía a sí misma que era porque la entrevista era importante, pero sabía perfectamente que no era así. Gideon Keeble la había llamado aquella mañana para preguntarle si aceptaría la invitación que le había hecho de pasar unos días en Irlanda con él.

– ¿Qué me dices? ¿Te lo pensarás? Unos días, este fin de semana.

Jocasta se lo había pensado. La mera idea de pasar unos días en Irlanda, bajo el mismo techo que Gideon Keeble, la excitaba. Se sentía terriblemente atraída por Gideon. No era sólo el aura que desprendía aquel hombre poderoso cuando la miraba con sus asombrosos ojos azules: se moría de ganas de acostarse con él. Ya. Sin más preámbulos. Y estaba segura de que él se daba cuenta.

Dios, cómo le apetecía ir, cómo deseaba decir que sí. Pero… Nick no estaba. En todo el fin de semana.

– Nick no estará en todo el fin de semana -dijo, pasándole la pelota.

– Bien -dijo él, negándose de manera evidente a resolverle la papeleta-, entonces, Jocasta, tú decides. Pero me gustaría mucho verte.

Consciente del todo de que, si iba, no volvería a ver a Nick, y haciendo acopio de toda la fuerza de voluntad que le quedaba (considerablemente debilitada por la imagen de Gideon, el sonido de su voz), dijo, muy rápido y antes de que pudiera cambiar de opinión, que creía que sería mejor que no.

– Lástima -dijo él-, pero debo decirte, Jocasta, que tu rechazo no hace más que animarme.

– ¿Por qué? -dijo ella riendo.

– Porque de haberme dicho que vendrías, habría dado por supuesto que sólo me ves como un viejo agradable que no puede poner en peligro tu relación ni complicarte la vida. Y creo que los dos sospechamos que no es así. Adiós, Jocasta. Gracias por pensártelo.

Jocasta colgó y tuvo que respirar hondo varias veces antes de poder levantarse.

– Se lo he contado todo. Ha dicho que pensaría en alguna forma de ayudarme. Ha sido muy simpática.

– ¿Lo ves?

Había sido idea de Sarah: que Kate hablara con Jocasta, que se lo contara todo, que le pidiera que escribiera sobre el tema para que la madre de Kate pudiera ponerse en contacto con ella, en vista de que la idea de la agencia de detectives no había resultado.

– ¿Lo saben tus padres?

Kate parecía desconcertada.

– No. Jocasta me dijo que debía hablar con ellos. Dijo que no quería hacer nada hasta que supiera que ellos estaban de acuerdo.

– Oh, yo no me preocuparía por eso -dijo Sarah-. Es periodista y ésos hacen lo que sea por un artículo. Te lo digo yo, Kate: si quiere escribir sobre ti, lo hará. No esperará a que hables con tu madre.

– Creo que sí esperará -dijo Kate. El corazón le latía con más fuerza de lo normal.

– Kate, no esperará. ¿Qué te pasa? ¿No es por eso por lo que se lo has contado?

– Sí, pero al final creo que prefiero hablar con mi madre. Estaría muy mal no decírselo. Jocasta también lo ha dicho -añadió.

– Pero, Kate, ése es el problema precisamente. Tu madre no estará de acuerdo.

– A lo mejor sí -añadió Kate. Empezaba a desear no haber hablado con Jocasta-. En fin -añadió, un poco agresiva con Sarah-, dijo que no haría nada precipitado.

– Creía que tenías prisa.

– ¡Oh, por el amor de Dios! -Kate se estaba poniendo irritable-. Es Jocasta la que decide, ¿está claro? No mis padres.

– Es lo que acabo de decir. Por supuesto. ¡Qué pasada, Kate! ¿Te das cuenta de que podrías encontrar también a tu padre biológico?

– Sí -dijo Kate-. Ya lo he pensado. Y que podría ser un perfecto imbécil.

– Como todos -dijo Sarah haciéndose la entendida.

– Hola.

Kate, que esperaba el autobús, apartó la mirada de la revista Heat. Nat Tucker estaba frente a ella. Se había cortado el pelo negro muy corto y llevaba pantalones militares holgados y una camiseta sin mangas. Estaba fantástico. ¿Por qué tenía que encontrárselo ese día, que llevaba el uniforme de la escuela? Al menos se había quitado la corbata.

– Hola -dijo ella, quitándose los auriculares.

– ¿Cómo estás? -preguntó él.

– Bien, bien, gracias.

– ¿Sigues yendo a la escuela?

– Sí. Estoy en plenos exámenes.

– Me lo imagino. ¿Te acompaño a casa?

– Oh. -Tragó saliva para retrasar la respuesta y no parecer ansiosa-. Bueno, si quieres. Sí. Gracias.

– Tengo el coche allí. -Señaló con el codo en dirección a una calle perpendicular, y se puso a caminar.

Kate le siguió. Aquello era asombroso. Asombroso.

– Tienes un coche nuevo -dijo, mirándolo con admiración.

– Sí. Es un Citröen. Citröen Sax Bomb.

– Genial -dijo Kate cautelosamente.

– Mi padre lo trajo al taller y me dejó repararlo. ¿Te gusta el alerón?

– Claro. ¿Tu padre te lo ha dado gratis?

– No -protestó él-. Tengo que trabajar para él. Venga, sube. Dame la mochila.

Metió la mochila escolar en el maletero, se sentó al lado de ella y puso en marcha el estéreo. La calle se llenó con los ritmos retumbantes y penetrantes de So Solid Crew. Arrancó el motor y salió con un chirrido de neumáticos, peligrosamente cerca de la acera. Una mujer de mediana edad se sobresaltó, le lanzó una mirada fulminante y le gritó algo. Él sonrió encantado a Kate.

– Esas viejas no miran. ¿Qué vas a hacer después de los exámenes?

– Aún no lo sé. Ir a la universidad, supongo.

– ¿Qué? -Su voz era incrédula-. ¿Sales de una escuela y te metes en otra?

– Sí. Bueno, tengo que pasar los exámenes de acceso.

– ¿Sí? ¿Para qué?

– Pues para entrar en la universidad.

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