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– Jocasta, no creo que eso sea relevante. -Había vuelto a ponerse tensa.

– Claro que lo es. Tiene que importarte mucho para abandonarlo todo. Creo que es estupendo.

– Bien -se relajó un poco-, bueno, ya te he dicho que me gustaría hacer alguna cosa. Y los bolsos de Gucci no pasan de moda. No podré tener el último modelo. Si me eligen, claro.

– Tendrás que ir y venir de Suffolk a menudo.

– Bastante. Todos los fines de semana.

– ¿Qué coche tienes?

– ¿Es importante?

– No lo sé. Sólo pensaba que tal vez también tendrías que cambiarlo. Chad me dijo que tenías un Mercedes descapotable.

– Bueno, sí, y no sé si lo cambiaré o no. Puede ser.

– ¿Y tu vida personal?

– ¿Mi qué? -Se ruborizó mucho-. Jocasta…

– Te mudarás a Binsmow. Pensaba que si había un hombre en tu vida, podría no gustarle. Es un paso radical. ¿O ya vive allí?

– No, quiero decir que no hay un hombre en mi vida. Nadie importante. Sólo buenos amigos.

– Qué suerte. ¿O tal vez no lo es?

– Lo siento, pero no te entiendo.

– Quiero decir que puede ser una suerte para tus planes políticos, pero que a lo mejor te gustaría tener a alguien.

– No quiero hacer comentarios sobre eso.

– De acuerdo. Bien, por lo que has visto, ¿la política te parece sexy? Con todo el poder, y sus secretos, maridos que viven lejos de casa, secretarias e investigadoras núbiles por todas partes. A mí me parece muy sexy, ¡y yo apenas me muevo en los márgenes!

– Tal vez por eso -dijo Martha fríamente-, sólo puedo decirte que no tengo experiencia personal en ese tema.

Jocasta se rindió.

– Recuerdo que eras bastante tímida. Cuando nos conocimos. ¿En qué eres diferente de aquella joven Martha? ¿ La Martha con quien viajé?

– Jocasta -dijo Martha-, no quiero entrar en eso.

– ¿Por qué no? Es demasiado bueno para no utilizarlo, Martha. Te hace parecer más viva e interesante. Sin duda, ha de ser una de las cosas que te han hecho como eres. Para mí fue una experiencia decisiva. ¿No lo fue para ti?

– La verdad es que no. No, yo no lo diría.

Se estaba alterando por momentos.

– Oye, ya te he dicho al empezar que no quería que fuera un artículo personal.

– ¿Tomaste muchas drogas? -preguntó Jocasta. Cada vez sentía más curiosidad-. Aunque no lo publicaría.

– Por supuesto que no.

– Pues yo sí -dijo Jocasta alegremente-. Y encima me puse enferma. Muy enferma. Dengue. ¿Nunca te pasó algo así? ¿No tuviste que ir a uno de esos horribles hospitales?

– No. No me quedé mucho en Tailandia. Me fui enseguida a Sidney.

– ¿Cuándo?

– ¿Cuándo qué?

– ¿Cuándo te fuiste a Sidney? No pongas esa cara de susto, sólo quiero saberlo. Yo fui en enero.

– No estoy del todo segura. Hace mucho tiempo, Jocasta.

– ¿Y después te fuiste a Cairms? ¿A la selva tropical?

– Sí, unos días. Fue estupendo.

– ¿Y no te pareció que eso te cambiaba una barbaridad? ¿No afectó a lo que podríamos llamar tu filosofía política?

– No -dijo Martha con firmeza-, no me cambió. Tengo que irme ya, Jocasta…

– Veamos, ¿cuál es tu filosofía política? ¿Puedes resumírmela?

Esa vuelta repentina a terreno seguro la pilló por sorpresa.

– Bien, sí. Es que la gente, todo el mundo, debería tener una oportunidad. Muchas oportunidades: una buena educación, una buena atención médica, una vivienda digna. No se debería abandonar a nadie a su destino.

– Eso está muy bien -dijo Jocasta sonriéndole cariñosamente-. Me gusta. Gracias. Muchas gracias, Martha, ha sido estupendo. Puedo escribir un buen artículo y estoy segura de que Chad estará contento.

– ¿Podré verlo? ¿Antes de que se publique?

– Lo siento, pero es imposible. El director no lo permite.

– ¿Por qué?

– Porque si todas las personas sobre las que escribimos tuvieran que leer su artículo, y tal vez cambiarlo, deberíamos reescribirlo y mostrárselo otra vez, y el periódico no saldría nunca.

– Yo no lo veo así -dijo Martha, con voz tensa-. No es una noticia de actualidad, no tiene que tener una fecha de publicación cerrada.

– En eso te equivocas. Éste está programado para la sección del suplemento del sábado, y eso se imprime mañana. Lo siento.

– Jocasta, en serio, me gustaría leerlo -dijo Martha con un tono ansioso subyacente en la voz-. Podrías mandármelo por correo electrónico y yo te lo devolvería enseguida.

– Sinceramente, no vale la pena.

¿Por qué estaba tan preocupada? Era muy raro. Jocasta repasó la entrevista. No había dicho nada que pudiera manipularse ni remotamente. Había dado una información mínima en todo. De hecho, sería un artículo muy aburrido y eso la preocupaba.

– Sólo puedo decirte que no debes preocuparte por nada. Has sido la personificación de la discreción, Martha, vas a quedar limpia como una patena.

– No sé por qué dices eso -dijo Martha, y se ruborizó levemente-. ¿Por qué no habría de quedar limpia como una patena, como dices tú? Estás insinuando… -Se interrumpió, y respiró hondo-. Espero que no insinúes lo contrario.

– ¡Por supuesto que no! Tranquilízate.

El móvil de Martha sonó y ella contestó al instante.

– Hola -dijo, con la cara inexpresiva-. Sí, lo sé, pero he estado muy ocupada. ¿Qué? No, me apetece mucho. Sí, a las ocho. Ahora no puedo hablar. Nos veremos luego. Lo siento, Jocasta -añadió.

– No pasa nada. Martha, ¿cuándo volviste?

– ¿Cuándo volví? ¿De dónde?

– Del viaje -dijo Jocasta armándose de paciencia-. Quería saber si habías hecho algo entre tu regreso y la universidad.

– Por supuesto que no -comentó Martha, y parecía casi enfadada-. ¿Qué querías que hiciera? No había tiempo.

– Pero…

– Discúlpame -dijo de repente-, me he acordado de algo. -Se levantó y salió de la habitación caminando muy deprisa.

Eso fue el detonante para Jocasta. Desencadenó el recuerdo: uno que hacía mucho tiempo que había decidido que era un error, un caso de confusión de identidades, cometido mientras se abría camino en una calle atiborrada y pestilente.

Martha tardó bastante rato. Jocasta oyó la cisterna del inodoro, y después el grifo. Cuando Martha volvió, se había repasado los labios y echado más perfume.

– Perdóname -dijo-, he recordado que tenía que echar un vistazo al correo.

– No te preocupes -dijo Jocasta-. Tengo que irme. Te prometo de verdad que el artículo sólo dirá cosas positivas sobre ti. Sobre ti y sobre el partido.

– Gracias. Bien. Tendré que fiarme de ti.

– Sí, tendrás que hacerlo. Necesitaremos una buena fotografía tuya. Alguien podría pasar por tu despacho.

– De ninguna manera. Los próximos dos días los tengo llenos de reuniones.

– Ah, está bien -dijo Jocasta suspirando-, pondremos la que me dio Chad. Adiós, Martha. Una noche podríamos salir las tres, tú, yo y Clio. Es una pena que perdiéramos el contacto. Nos hemos perdido muchas cosas de la vida de las demás. Y sin embargo, nos hemos encontrado. -Se acercó a la puerta, cogió su chaqueta y le sonrió a Martha-. No te preocupes por el artículo.

Vio que se relajaba.

– No lo haré -dijo Martha, y le devolvió la sonrisa.

Por primera vez pareció más simpática, menos agresiva. Jocasta respiró hondo. Era el momento.

– Me he acordado de algo -dijo-. Es extraoficial, no te asustes. No volviste a Bangkok, ¿verdad? ¿Aquel año? A…, veamos…, ¿a finales de junio?

La sonrisa se desvaneció por completo. Martha parecía… ¿qué parecía? ¿Furiosa? ¿Asustada? No, peor aún, aterrada. Atrapada. Y después enfadada.

– ¿Volver? Ni hablar. Ya te lo he dicho, me fui a Estados Unidos, y desde allí regresé a casa.

– Pues debí de equivocarme -dijo Jocasta, siempre en un tono de voz cariñoso-. Creí verte un día. Yo regresé desde allí. Fue fuera de la estación, en Bangkok. Te llamé. A gritos, pero quien fuera que se alejaba desapareció.

– Bueno, supongo que es normal -dijo Martha-. Si no se llamaba Martha.

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