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Gideon leyó su carta, la rompió y la tiró a la papelera. Si creía que iba a ponerle las cosas fáciles para que pudiera casarse con Nick, se equivocaba de medio a medio. Se había convencido de que Jocasta le había dejado para volver con Nick. Su vanidad no le permitía tener en cuenta otra alternativa. Un rival joven era mejor que un fallo intrínseco en él mismo.

Beatrice había reaccionado de maravilla. Josh la había llamado desde el despacho a mediodía, incapaz de callárselo más tiempo, y le había pedido que fueran a tomar una copa después del trabajo.

– ¿Para qué, Josh? ¿Por qué no en casa?

– Porque quiero decirte algo y no quiero que estén las niñas. No quiero que haya nadie.

Quedaron en el American Bar del Connaught. Beatrice llegó muy pálida. Estaba claro que creía que Josh iba a decirle que tenía otra amante.

– Que en cierto modo es lo que me dijo -comentó más tarde a Jocasta.

La noticia había sido tan fuerte, tan impactante, que le había costado decidir cómo reaccionar. ¿Qué se dice cuando tu marido te explica que acaba de enterarse de que tiene una hija de dieciséis años? «Qué alegría» o «Qué ganas tengo de conocerla» o «¿Cómo pudiste?» o «¿Cómo te atreves?» o «No te acerques a casa nunca más».

Ninguna de ellas era apropiada. Beatrice se le quedó mirando, a ese hombre al que amaba, que la había ofendido y humillado de forma considerable, que había jurado no volver a hacerlo, ese hombre encantador, guapo y liante, y descubrió que la emoción predominante era la comprensión. Esperó que ese sentimiento fuera sustituido por algo menos noble, como rabia o indignación, o celos, pero no fue así. La comprensión prevaleció, y se lo dijo.

– Vaya, Josh -dijo con bastante severidad-, muchos chicos de diecisiete años se acuestan con chicas. Tuviste mala suerte.

– Sí -dijo Josh-, supongo.

– Y sobre todo Martha. Pobre Martha.

– Sí -dijo él-. Pobre Martha.

– No entiendo por qué no te lo dijo.

– Yo sí.

– O a sus padres.

– Peor aún.

– Debió de pensar que no podía.

– Supongo.

– Qué historia más triste.

– Horrible. Me siento fatal -dijo Josh de repente-, al pensar que tuvo que afrontarlo todo sola y yo, me libré. Es terrible.

– Sí -dijo Beatrice, con más brusquedad-, tienes bastante talento para librarte, Josh.

La comprensión empezaba a ceder, un poco. Pensó en el futuro y vio enormes problemas. ¿Se lo decían a Kate? ¿Qué le decían a Kate? ¿Se lo decían a las niñas? ¿Qué les decían a las niñas? ¿Cómo podrían entenderlo? Josh y Beatrice apenas habían empezado a plantear el tema de que los bebés nacían en el vientre de la madre a partir de semillitas.

¿Y la prensa? ¿Tenía que saberlo? Más problemático todavía, ¿cómo encajaba ella en esa nueva relación? No sería muy cómodo. La gente hablaría, se reiría incluso: parecería una tonta, una ingenua, humillada de nuevo. Tal vez Josh sólo tenía diecisiete años al concebir a Kate, pero la cuestión seguía siendo que le habían pillado con los pantalones bajados. Muy bajados. La gente se acordaría de la vez anterior. Y de la anterior. ¿Se creerían que no sabía nada? Probablemente no.

– Creo que necesito estar un rato sola -dijo Beatrice-. Nos vemos en casa.

Fue a dar un paseo. Era una tarde preciosa, soleada y cálida. Los últimos rayos de sol, los edificios; las calles, si las mirabas desde el ángulo adecuado, parecían asfaltadas con oro. Cruzó Berley Square y entró en Bond Street, paseó arriba y abajo, mirando escaparates, en Aspreys, y Chanel y Tiffany y Ralph Lauren, y curiosamente la distrajeron de la torpe y penosa historia de Josh, hasta el punto de admirar un abrigo aquí, un brazalete allá.

Después entró en Regent Street, donde se admiró, como siempre, con la perfección de su arquitectura, y se maravilló de poder admirarse, la cruzó y se dirigió al sórdido Soho. Mientras paseaba entre los locales de strippers y la música atronadora, los macarras y las motos ruidosas y los escaparates llenos de ropa interior, cuero con tachuelas y zapatos con tacones de altura imposible forrados de plumas, mitad distracción, mitad imagen de fondo, vio a una chica. No era mayor que Kate, tenía una cara terriblemente infantil, a pesar del pintalabios y las pestañas postizas. Estaba en un portal, con un hombre vestido con un traje llamativo y muchas joyas de oro, bastante mayor para ser su padre, su chulo. Y pensó lo obsceno que era eso, y que debería impedirse, que los niños deberían poder ser niños, deberían estar a salvo de la vida adulta y de su fealdad. Y ese pensamiento la devolvió tortuosamente a Kate, y sus emociones se serenaron, encontraron un cierto orden, y descubrió que, por encima de todo, se preocupaba por Kate. Su infancia podía haber sido feliz, pero había tenido su lado oscuro y feo, una madre que la había abandonado, y un padre desaparecido, nadie que la reclamara. Eso estaba mal.

De todos ellos, Kate se había llevado la peor parte, y ahora se merecía la mejor. Si para Josh la situación era angustiosa, para ella era dolorosa y para los padres de Kate era difícil, era su problema. Kate debía ser lo primero, y todos debían hacer lo que fuera mejor para ella. Era así de sencillo.

Llamó a Josh y le dijo que volvía a casa.

Fue Jocasta quien propuso que acompañaría a Josh a ver a Kate.

– Sé que parece que me entrometo en todas las ocasiones, pero a mí me conoce. Ni siquiera sé si debemos decírselo, de entrada. Creo que debemos invitarla a tomar algo, y charlar, hacer que se acostumbre a Josh, aunque esto parezca imposible, pero es evidente que le cayó bien el otro día, después del funeral, y cuando esté tranquila decidiremos si tenemos que decírselo ya o esperamos un poco. No hace falta una reunión solemne como cuando le hablamos de Martha. ¿Tú qué crees, Beatrice?

Beatrice dijo que creía que era buena idea, y con un poco de suerte sería menos doloroso para Kate.

– Bien -dijo Jocasta-, te estás portando de maravilla, Beatrice. No sabes lo que te admiro.

Beatrice sentía que no tenía muchas alternativas, pero sonrió educadamente y dijo que iría a dar una vuelta mientras Jocasta hablaba con Helen.

– Después, Jocasta, tal vez podríamos hablar de ti y de tus problemas.

Jocasta dijo animadamente que no tenía ningún problema, que el problema había sido el matrimonio, pero que ahora que se había acabado, estaría bien y podría seguir con su vida.

– Estoy bien, lo juro -dijo Jocasta-. No tienes que preocuparte por mí.

Beatrice, mirándola a los ojos, tan brillantes, la cara demacrada, oyendo su voz exageradamente animada, pensó que sí tenía que preocuparse por ella.

Helen se había tomado la noticia con una calma considerable. En las últimas semanas le habían ocurrido tantas cosas que no le habría sorprendido mucho que Jocasta le hubiera dicho que el padre de Kate era el príncipe Carlos, o Brad Pitt o David Beckham.

En realidad, ésa parecía una opción bastante buena. Al menos era alguien a quien conocían y que a Kate le gustaba.

– Supongo que eso explica el parecido entre tú y Kate -dijo.

– Sí.

Aceptó que Jocasta y Josh hablaran con Kate.

– Se lo tomará mejor que vosotros. Y Josh puede responder a muchas de sus preguntas. Incluso algunas cosas sobre… Martha.

Aún le costaba referirse a Martha como la madre de Kate.

Se lo dijo a Jim, que no se alegró tanto.

– Un chico de escuela privada -dijo, irritable-. Como su hermana.

– Sí, claro.

– ¿Sabes a cuál fue?

– Eton, creo.

– Lo que nos faltaba.

Helen abrió la boca para decirle que no dijera tonterías, pero se mordió la lengua. Sabía de qué se trataba, por lo que había pasado hacía unas semanas. Cuando Jim se había esforzado por consolarla, sin comprenderlo del todo. Ahora lo entendía. Temía el rechazo, la crítica, la comparación. Sobre todo la comparación.

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